Albada 294


HASTA AQUI
(27 de mayo de 2012)
¡”Ay Manolo, Manolo… lo sé, sé que no debería haberlo hecho! ¡Pero justo hasta aquí llegó mi paciencia, no aguanté más!”
Margarita tenía bien claro que había sido siempre una buena compañera. Por eso, por haber ayudado a las demás, por hacerles el turno incluso triplicando el suyo cuando se lo pedían (aunque ellas nunca se plantearan devolvérselo, ni ella recordárselo), por reírles las gracias, por escucharles las confidencias y cotilleos de rigor, por arreglarles las costuras de los abrigos a las más jóvenes (había aprendido por su cuenta a coser bastante bien), por taparles las desganas y las ausencias... por todo eso y por muchas cosas más que durante días y días, meses tras meses y hasta la friolera de 30 años había venido haciendo tenía la conciencia bien tranquila; que dormir sin remordimientos es lo mejor para la salud, solía decirle siempre a Manolo, su difunto marido, cuando cada noche abría el embozo de la cama, esa cama desde hace demasiado tiempo tan grande y tan fría.
La señora Marga sabía además ser simpática y hasta no perder la compostura cuando periódicamente los jefes, (especialmente F., aquella ejecutivilla que por fuera iba de progre/comprensiva y de puertas para adentro era tan parecida a las caprichosas mujeres de los señoritos de su pueblo) exigían su cuota de poder, “aleccionándoles” a limpiar un poco más y mejor… Y ya que a nadie le agradaba tener que aguantar semejante perorata, sus compañeras delegaban siempre en ella la ingrata labor de escuchar y contestar con humildad comedida las inmerecidas recomendaciones.
Empezó ayudando a su madre con ocho años, fregando escaleras y portales cuando aún jugaba con muñecas. Trabajar, trabajar y más trabajar y… ¡aguantar!. Honrada a carta cabal, cuidar de su querido Manolo hasta su último suspiro y ahora seguir hablándole desde el corazón para que nunca se sintiera solo ¡su Manolo!.. Así resumía toda su vida la buena de doña Margarita.  Para ella era un gran premio haber llegado a ser “oficialmente” señora de la limpieza de aquella empresa: significaba triunfar en la vida, un justo reconocimiento a sus manos encallecidas por el palo de la fregona y a las caminatas de los madrugones de invierno.
De aspecto tranquilo y bonachón, ajada por el trabajo y con aquel olor a lejía que nunca conseguía que la abandonara, se sabía envidiada por las mujeres de su familia, por sus vecinas… ¡Ese sueldecito seguro a fin de mes del que disponer para ella sola!; claro que a aquellas mujeres nunca se les ocurrió pensar en porqué a ella le dolían tanto las rodillas, en la artrosis que había desfigurado sus enrojecidas manos o en la forma sospechosa de su espalda, cada día más cargada, tan elíptica como la curvatura de un arco a punto de estallar… Pareciera que su trabajo había sido siempre estar mirando embobada a la luna de Valencia mientras cantaban los grillos; así le hubiera contestado (aunque nunca lo hizo y se limitaba a sonreír aguantando el chaparrón de los celos) a alguna de sus cuñadas cuando le echaba en cara que se hubiera comprado un bolso nuevo.
¡Los bolsos!, ¡desde siempre le encantaron los bolsos! Los tenía de todas las formas y colores, de verano, de invierno, grandes y chicos, para llevar colgados al hombro o de asas pequeñitas… ¡era su único capricho!, una especie de extravagancia que le había llevado a construir un armario empotrado hasta lo alto del techo en el estrecho pasillo de su piso. Con lo poco que lograba ahorrar cada mes, juntando y juntando había conseguido llenar estanterías y estanterías con aquellos objetos. Nunca los sacó de casa, nunca los estrenó, sólo los quería para mirarlos y cerrar de nuevo las puertas del armario.
Precisamente el disgusto le llegó por esa afición suya a acaparar bolsos… F, la directora, la mandó llamar a primera hora de aquel lunes y le soltó a bocajarro que su carísimo Hermes Matte Crocodile Birkin Bag había desaparecido. Tus compañeras me han hablado de tu obsesión por los bolsos; piensa, Margarita, si no te sentirías mejor devolviéndomelo antes de que esto vaya a mayores…
Ya sé, ya sé lo que me vas a decir, Manolo, que no debería haberlo hecho… pero mira, no me dolió tanto la traición de mis compañeras como que dudaran de mi honestidad...¡Yo una ladrona!, todo tiene un límite, Manolo… y el mío, tú lo sabes bien querido, había llegado hasta aquí.



Albada 293

CÓMPLICES TECNOLOGÍAS
(20 de mayo de 2012)

Fueron juntos a la tienda de móviles. Al de Lucía ya no se le cargaba bien la batería; y tenían puntos de sobra, le dijo ella, se los cambiarían los dos por esos más modernos con los que poder mandarse whatssapp y conectarse a Internet, tan rápidos, tan duraderos, tan inteligentes (aquí a ella, entusiasmada, ya le brillaban un poquito más los ojos). Siempre te ha gustado todo lo que suene a nuevo, a última tecnología, le contestó él mientras se dejaba llevar.

Por no tener otro remedio ni teléfono, claro, ha intentado “entenderse” con el dichoso smartphone; ha llegado incluso a mandarle mensajitos a Lucía, mensajes cortos y absurdos como te veo luego o te espero en casa (¡cómo si no supieran los dos que se iban a ver después en casa!).

Marta le ha dicho que de este mes no pasa, que así no pueden seguir, que no va a esperarle toda la vida. Aquello suena más que otras veces a ultimátum. Él calla, pero una vez solo para el coche en el arcén de la carretera que comunica los dos pueblos. El mismo se avergüenza de ser tan cobarde, se aborrece cada día más por no ser capaz de decirle a su mujer que desde hace dos años se está viéndo con Marta, una chica del pueblo de al lado, esa rubita que trabaja en la oficina de La Caja, y que quieren irse a vivir juntos.
Varias veces se ha armado de valor y lo ha intentado, pero nunca ha aguantado más de dos segundos los ojos de Lucía. Recuerda que un domingo del pasado invierno, mientras estaban cenando, estuvo a punto, pero al levantar ella la vista del plato, sólo consiguió atragantarse con la sopa y mancharse la camisa.
La camisa... precisamente, ahora, le molesta en su bolsillo aquel dichoso móvil de última generación. De pronto se decide; resolutivo exclama: ¡ahora! Y se atreve porque piensa que hoy o nunca, porque cree que Martita esta vez parecía hablarle muy en serio, y porque… porque escribir un mensaje para dar una mala noticia siempre es más fácil que hacerlo mirando una mirada. De algo han de servir todas estas tecnologías, piensa.
Escribe con todas las letras (nada de ktl o lo snto), muy despacio, mientras le tiemblan los dedos, confunde las teclas, se le sale el corazón: “Te dejo, ya no estoy enamorado de ti. Es definitivo… y… no me llames, ¡voy a quitarme el móvil!”
Lo primero que ha sentido es ese olor a química de hospital. Disimula, cierra los ojos, hace como si no la hubiera visto. Por más que lo intenta no recuerda si aquello ocurrió antes de enviarlo. Como de costumbre finge, disimula.
 La habitación está en penumbra y apenas distingue la cabellera morena inclinada sobre su cama. Ahora ella ya le está sonriendo, se levanta, abre las persianas, entra la luz. A quién se le ocurre parar el coche de esas maneras, casi en medio de la carretera, le dice. Menos mal que no te ha pasado nada, magulladuras… el médico ha asegurado que el shock del golpe pasará pronto… el otro coche no iba muy deprisa, aunque al nuestro… ya ves ¡siniestro total!... por salvarse sólo se salvo… ¡tu móvil!, me lo acaban de dar en recepción… Y lo saca como si fuera una varita mágica del bolso. Sus manos finas y expertas lo encienden, lo manipulan. Por cierto, ¡fíjate!, aquí tienes todavía un mensaje sin salir…a ver… pero él, asustado, ya no la escucha, ha vuelto a cerrar los ojos y parece dormir.

Albada 292



FUE
(13 de mayo de 2012)

Fue pero nadie le creyó. Fue porque aquella madrugada tuvo sed y se levantó de la cama para ir a la cocina. Fue porque sin saber el porqué giró la cabeza hacia el ventanal y le pareció que algo extraño había fuera. Y fue porque abrió el balcón, y salió, y resultó que estaba allí mismo, delante de él. A pesar de que la lluvia formara una agitada cortina azul que le empapaba, aunque el alba todavía no hubiera arrinconado alguna estrella desvaída, lo cierto fue que en la delgada línea de mar frente a su casa, allí, estaba.
Contempló con nitidez la silueta del mascarón en lo alto del tajamar y las velas azotadas por el viento de Poniente. Distinguió con claridad el crujir de madera de su enorme esqueleto y el golpear sincrónico del oleaje contra la proa. Un olor acre con sabor oscuro se le metió por la nariz y sintió como se le agarraba a la garganta toda la profundidad de las simas del océano mientras no se sorprendía al reconocer su gusto familiar.
Aquella primera vez que lo contó le dijeron que sería un sueño, una alucinación, quizás la edad avanzada, o que él (¡él, que siempre había sido hombre de bien!) bebía demasiado. Pero no era todo aquello, no, simplemente fue, aunque nadie le creyera.
Todo el mundo debería saberlo: un barco fantasma, varado fuera de los sueños, tiene los colores menos densos y apretados y en él todo parece apresurado, como si se fuera a disolver, sin posible remedio, en menos de lo que dura un parpadeo. Es lo que tienen los esbeltos veleros encantados, que tal como aparecen (así como de sopetón) son capaces de perderse entre el viento y la neblina en menos de cinco o quizás siete segundos. En cubierta, ni rastro de marineros, ni si quiera en lo más alto del castillo de popa un capitán Straten blasfemando en holandés en Viernes Santo.


Viejo marinero vadeando rascacielos, esperó aquella segunda vez y no se lo pensó dos veces: una virada por avante y el barco ya balancea. Hundido en el fondo del asfalto de la calle el bergantín aguarda a que suba la marea, mientras él, que también espera la espuma de las olas en sus pies, abraza el palo de mesana. Se le eriza la piel cuando — ¡al fin! – las velas se izan poderosas, entre turbonadas y rociones las tensa el viento que sale de los portales de las casas. Golpean las jarcias los cristales de las ventanas cerradas. Él también se fue.



N.B.: Según se recoge en las últimas noticias de nuestro periódico local, la policía está intentando tranquilizar a la población: “A pesar de que son muchos los testimonios de los vecinos de Teruel que afirman haber avistado un barco fantasma, atracado al amanecer entre nuestras torres, podemos afirmar con total rotundidad que hasta el momento no se han encontrado pruebas irrefutables sobre su existencia, ni mucho menos de que sea ésta la causa de la alarmante desaparición de vecinos en nuestra ciudad. El mar aún está muy lejos, ha afirmado al terminar sus declaraciones el máximo responsable policial”.

(Collage José Manuel Ubé)

Albada 291

                                    (Jan Havickszoon Steen, Una escuela, s. XVII)

DEL ENGLISH Y OTROS
 (6 de mayo de 2012)

Oír a Roberto Mancini “discutir” con Alex Ferguson es una experiencia cuando menos peculiar – hago aquí un inciso: la etimología de “discutir” viene del latín discutere, que deriva a su vez de quatere (sacudir); discutir sería pues “agitar para separar”. Así como en Roma se comprobaba si las raíces de una planta eran fuertes y vigorosas sacudiéndole la tierra, cuando se “discute” uno alborota, estremece las palabras para comprobar finalmente si contienen argumentos consistentes –.

Pero no piensen (los que hayan reconocido los dos nombres del inicio) que voy a escribir hoy sobre fútbol, ni mucho menos del fútbol inglés. Simplemente me gustaría reflexionar aquí un poco precisamente de esto último, del “inglés”, mejor dicho, de la lengua inglesa, o más bien, del deseo de “comunicarse” y del cómo conseguirlo pese a complejos y dificultades en otro idioma.

Escuchando por televisión las declaraciones de ambos entrenadores es clara la diferencia. El apasionado entrenador del Manchester City utiliza un inglés pobre en vocabulario y mal estructurado (no olvidemos que este descendiente del Imperio Romano lleva poco tiempo en la dulce Albion) pero su expresividad, su vehemencia, su evidente poder de comunicación le hacen rico en cientos de matices y consigue que su inglés “macarrónico” (así lo calificaron en televisión) “transmita” con suma viveza su pensamiento, su sentir, incluso en una lengua que no es la suya y que , claramente se aprecia, no domina.

A su lado, Alex Ferguson, habla del United y expone su opinión con la solidez y la precisión de un inglés inmejorable, pero no por ello comunica más y mejor.

Se esté o no de acuerdo con la postura del entrenador del City, no hay duda de que es admirable su talento para “hacerse entender”, que no conoce el ridículo ni se achica ante la falta de “medios lingüísticos”. Lo que ocurre es que a los que le escuchan, a los seguidores de uno y otro equipo, a los aficionados al futbol en general, les importa su “mensaje” y él ha sabido plenamente transmitirlo: misión cumplida, pues.

En nuestro país quizás lo calificaríamos de osado y nos avergonzaría, o lo llamaríamos ridículo, en todo caso cuando una figura pública española, especialmente en el caso de un político, se dispone a “expresarse” en otro idioma todos nos ponemos a temblar (memorables experiencias con ex-presidentes hemos tenido, y es, desde luego, para esperar lo peor).

Pero quizás ese sea el error: el complejo, el miedo a hacer el ridículo, a quedar en evidencia es el que nos convierte en rehenes de nuestro propio deseo de “hablar bien en inglés” (evidentemente ocurre lo mismo con el francés o cualquier otro idioma)

Esta semana he oído el discurso de bienvenida a los miembros del BCE del Presidente Artur Mas (More President como lo llamó la traducción automática en la web oficial de la Generalitat de Cataluña y que también desdobló al Consejero de Agricultura, José María Pelegri, en Joseph and Mary Pilgrim, o al titular de Cultura Ferran Mascarell en Ferdinand and Mascarell, entre otros muchos desvaríos “googleros”).

Oí, como digo, el breve discurso del Presidente en inglés y antes de “sonreírme” intenté “corregirme” pensando en lo que aquí vengo explicando: que hay que empezar de una vez a atreverse a hacer el ridículo, a valorar más la disposición del que se atreve con la otra lengua que el temor a que no lo haga bien, es decir un esfuerzo por parte del que lo intenta y por parte del que lo escucha. Perder el miedo y querer transmitir, esa es la clave. Ya que pedimos a nuestra juventud que se esfuerce en aprender idiomas, en saber el “indispensable y obligatorio” inglés, hagámoslo nosotros sin miedos escénicos ni complejos. Total, risas aparte y tartamudeos nerviosos, lo importante (cómo muy bien sabe el inefable Mancini), lo que queremos todos, es que… ¡gane nuestro equipo!