Albada 337



CATÁLOGO
(28 de abril de 2013)

Quizás la costumbre le viniera de cuando era muy niña, de cuando aún no sabía ni andar.

Su madre le contaba que a la atardecida, al dejar de apretar el calor, todas las mujeres de la familia (la abuela, las dos tías, tres de sus primas mayores) y algunas vecinas como la señora Fuensanta y La Margarita (siempre fue “La Margarita”, sin ningún otro apelativo delante) se reunían a coser en la puerta de casa; a coser y a escuchar la radio, y a comentar chascarrillos de la tele, y a recordar viejas historias de los vecinos o de quienes -hijos y nietos del pueblo- iban llegando de la capital, con sus coches repletos de bártulos y maletas de colores, para pasar las vacaciones.

Y ella también estaba allí, con las mujeres de la casa, en su cuna todavía, al lado de su madre y del bordador de su prima Isabel o del mundillo forrado de verde sobre el que La Margarita movía una y otra vez los bolillos (más de treinta palillos que con una habilidad pasmosa iban construyendo un hermoso camino de encaje tan delicado como el sutil sonido que surgía al cruzarlos de uno a otro lado).

Y sí, seguramente la costumbre de mirar al cielo le venía de aquellas tardes dulces de verano. Braceaba, movía las piernecitas y barboteaba; su madre le decía que gorjeaba como los pichones de la torre de la iglesia, y que tenía siempre la vista fija en el cielo, viendo pasar las nubes por encima del tejado de aquella pared encalada, esa pared que era una ventana abierta al mundo entre macetas de geranios y claveles.

A diferenciarlas mejor, le ayudó, sin embargo, la parte masculina de la familia. Fue el abuelo Pepe el que le enseñó cuales eran las que traían tormenta o las que sólo jugaban a tapar el sol y se esfumarían en un suspiro; le habló de las más altas que él llamaba “nubes de hielo” (no sabía, claro, que eran “cirros”… eso se lo explicaría a ella en la clase de Ciencias Naturales la maestra de tercero, doña Maruja) y también de las más bajitas, ésas que formaban como una manta que envolvía los bancales de detrás de las eras y que siempre terminaban, antes de anochecer, en una niebla que escondía toda la hilera de las primeras casas junto a la carretera.

A ella y a su abuelo las que más les gustaban eran las que traían sorpresa; esas nubes traviesas de verano, cargadas de gotas gordas y sonoras repletas de una lluvia blanda que iba tiñendo las calles de lunares gris plata y cuyo repiqueteo sordo hacía juego con el ruido de las pisadas de los sorprendidos vecinos, corriendo y hablando a gritos al mismo tiempo, mientras buscaban el refugio de los portales.

Su primer beso, el que le robó aquel novio rubio de Barcelona, le pilló bajo un cielo azul perfilado de blancos rizosos… ¡Cirrocúmulo!, pensó mientras sentía bajo la nariz las cosquillas del proyecto de bigote de su enamorado… Pese a no volver a verle más tras su verano quinceañero, guarda, convenientemente etiquetado en su catálogo de nubes, el cielo de aquel primer novio: un piélago de escamas blancas, un pez plateado flotando sobre sus labios de aprendiz.

En Durham, la ciudad en la que vive desde hace cuatro años, los cielos suelen ser casi siempre grises. Le faltan claros para contar las nubes, para perfilarlas en un marco que no sabe de pieles azules. El inventario celeste se le ha quedado de pronto detenido, un poco lo mismo que su vida, en un paréntesis, en un paso hacia atrás para querer salir más rápido.

A su novio de ahora, al inglés con el que sale a pasear por las orillas del Wear, le cuenta de aquellos atardeceres en la acera de su casa y de cuando la señora Fuensanta y su madre cambiaban la costura por el cuchillo y el balde para “arreglar la borraja”, también le habla de aquella lluvia juguetona y de los truenos repentinos de las largas tardes de verano. Bajo la sombra del impresionante castillo normando un catálogo de sueños desgrana cielos de infancia. Un beso a nuestros jóvenes emigrantes.







Albada 336




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(21 de abril de 2013)



Hace muchos años asistí a unas jornadas sobre Internet en Zaragoza. Como digo fue hace mucho tiempo, tanto que nadie a mi alrededor (y eso que trabajo en una universidad) había oído hablar por aquel entonces de esa nueva y misteriosa “red telaraña” y, cuando solicité permiso a mi jefa para asistir, me tuve que explicar confusamente sobre las aplicaciones “interesantes” que probablemente conllevaría para nuestra biblioteca este nuevo “invento”.

Por aquel entonces Internet era un batiburrillo de recursos en plena ebullición, todo a punto de cocinarse y prometiendo como resultado los más fabulosos sabores y aromas inimaginables: casi se podía palpar materialmente en aquella sala de conferencias el entusiasmo que iba despertando entre los asistentes las exposiciones que los informáticos nos daban tan ilusionadamente: estaba claro que éramos unos privilegiados asistiendo al principio de algo importante..

Recuerdo que durante el camino de vuelta a Teruel pensaba que si aquel “sueño” se hacía realidad el mundo iba a ser a partir de entonces mucho mejor. Y digo bien SUEÑO porque en aquella reunión se había hablado y sobre todo “se había creído posible” que por fin la comunidad científica iba a poder compartir libremente y con total generosidad todos sus nuevos descubrimientos. No importaría el lugar del mundo donde se produjeran, ni quién, ni tampoco los medios: Internet sería la plataforma ideal desde la cual se podrían intercambiar generosamente todos los conocimientos, se pondría TODO al servicio de TODOS de manera tan rápida e inmediata que la cultura y especialmente ciencia avanzarían como nunca.

En aquellas jornadas los asistentes sentimos por momentos el vértigo de la solidaridad universal de la ciencia, la grandeza de la generosidad de compartir los hallazgos que llevarían a un trabajo común que por supuesto daría frutos asombrosos: remedios para enfermedades hasta el momento incurables, solución a problemas de infraestructuras técnicas en la actualidad insalvables, etc., etc., etc. (la lista era interminable)

Aquella sensación, aquella utopía pasó y se convirtió, como muchas otras cosas en esta vida, en un recuerdo que a veces comento como anécdota (a muy poca gente porque a nadie le gusta que le llamen iluso).

Sin embargo, la noticia que acabo de leer me hace recordar hoy aquí públicamente aquellos momentos, y hacerlo con cierta amargura: efectivamente las cosas han cambiado y mucho desde los años noventa; aquellos crédulos que imaginábamos un futuro tan prometedor debíamos estar “en trance”, estar algo locos para pensar así o simplemente conocer muy poco los últimos resortes de la naturaleza humana. No es nueva la noticia, pero volver a leer que estos días se está dilucidando en un tribunal (Tribunal Supremo de los Estados Unidos) si se blinda o no la propiedad intelectual sobre el ADN, llena de desasosiego. Que la explotación comercial prime sobre el libre conocimiento para poder avanzar en el tratamiento de enfermedades como el cáncer, que el poder curarse, que el derecho a la vida, dependa de tener dinero para acceder a los medicamentos y terapias es descorazonador.

Sea cual sea la respuesta que resulte sobre si es legal o no patentar a un gen humano asistiremos a unas consecuencias que influirán en todos nosotros, por muy lejos que queden de nuestras casas las oficinas de patentes y marcas o las grandes compañías farmacológicas. Es evidente que “el que sabe” tendrá siempre el poder en sus manos: el conocimiento guardado bajo llave al parecer garantiza el ingente enriquecimiento a costa de avanzar la investigación y hacer extensible a todos (no importa el dinero que tenga en su bolsillo) los beneficios de la ciencia.

Podría seguir hablando y hablando más sobre el tema, pero creo que ya está dicho todo..

Albada 335



LA NOVIA VIETNAMITA
(14 de Abril de 2013)

Hacer un buen bacalao al pil-pil tiene su aquel. “¡No te descuides que ligar la salsa como lo hacemos aquí requiere de ese toque de muñeca tan especial que es precisamente por el que se nos reconoce entre cientos!” le dice el dueño. Lleva soñando toda la noche con el dichoso movimiento circular del brazo que hace única a la famosa salsa del restaurante donde trabaja. Bajo la ducha canturrea la última canción que ha escuchado en la radio. Cuando salga, en el aire del ascensor permanecerá unos segundos un suave aroma a cedro, musgo y sándalo, las notas de fondo de aquella colonia que le regaló su novia vietnamita.

Aún después de llevar 3 años, la vida allí le sigue pareciendo un mundo aparte. Dicen que la moto es una extensión del cuerpo de los habitantes de Hanoi. Él también ha terminado sucumbiendo y tiene una roja y blanca que utiliza sobre todo para llevar hasta el lago Hoan Kiem a la dulce Yanlu, la vendedora de colonias que compuso personalmente para él su nuevo perfume. Para trabajar no usa la moto a no ser que tuviera que acercarse hasta el barrio de los rascacielos Keangnam, ya a las afueras de la ciudad; Le gusta arriesgar y jugar peligrosamente a sortear por las aceras a los motoristas que cruzan sin importarles sitio ni gente; tropezarse con transeúntes despistados es lo menos grave que podría ocurrirle cuando todas las mañanas va andando de casa al trabajo: las motos, son verdaderos kamikazes que aparecen y desaparecen sin norma alguna, son las reinas de la calle y también de las aceras.

Yanlu trabaja en la tienda al lado del restaurante. Es un comercio grande, muy iluminado, calcado a esos occidentales que te puedes encontrar en cualquier ciudad europea: venden colonias y perfumes colocados por marcas con sus probadores a un lado, al otro extremo los productos de maquillaje (decenas de marcas europeas, carísimas) y al fondo un apartado de droguería con productos como peines, champús o cuchillas de afeitar; allí, al fondo de aquella impersonal tienda, fue precisamente donde la conoció, cuando hace (hoy exactamente) dos primaveras entró a comprarse algo para su cara irritada; un altershave, algo hidratante no importa qué, le dijo cohibido a la pequeña dependienta (entonces todavía no era Yanlu). Mientras hablaban se fijó automáticamente en los carteles de propaganda que les rodeaban: aparecían hermosas mujeres de labios rojos y ojos azules, nada parecido a la vietnamita de ojos rasgados que le escuchaba atentamente con la cabeza algo inclinada y las manos apenas cogidas a la altura de la cintura.

Los fogones del restaurante se encienden pronto por la mañana y no paran hasta más allá del mediodía. Qué cómo un restaurante español ha podido llegar a alcanzar tanta fama entre los asiáticos se le escapa hasta a su mismísimo jefe, un vasco criado junto al Bidasoa: no acaba de creerse que la lista de espera para comer la tenga ya comprometida para varios meses, y temiendo que el sueño acabe tan rápidamente como comenzó (hoy hace dos primaveras exactamente), no dejar de arengar a sus cocineros para duplicar esfuerzo e inventiva.

La novia vietnamita está ahora en la trastienda repleta de colorines y aromas de la vecina gran superficie; a través de la oculta ventana que da al patio interior, si se sube al taburete, alcanza a verle trajinando entre sartenes y grandes cazuelas.

Sonríe la oriental mientras vuelve a sus probetas y prueba con un poco más de cinamomo y dos gotas de esencia de regalíz.





Albada 334











AFORTUNADAMENTE
(7 de Abril de 2013)



Ver pasar la vida a tu alrededor desde luego puede ser una opción, ¿por qué no si hay muchas personas que lo hacen casi de continuo? Sin embargo, a priori, a nadie le gustará reconocerlo: pocos afirmarán haber elegido esa “manera de existir”, haberse conformado con semejante “planazo” para el resto de sus días. Afortunadamente también está el otro verbo, el de “mirar”; más cansado, más arriesgado desde luego, pero mucho más estimulante porque conlleva siempre una aspiración, una intención concreta: orientar, enfocar la mirada hacia una dirección responde a un propósito por muy leve que éste sea (saciar nuestra curiosidad, por ejemplo); “algo” buscamos al mirar y “mirar por algo” o por alguien requerirá por nuestra parte de un catálogo de cuidados y atenciones a menudo extenso y laborioso. Mirarse a los ojos tiene mucho de encuentro, bastante de abrir el alma, un punto difuso de entrega e incluso el peligro (maravilloso) de quedar para siempre prendado, atrapado por una mirada.

Este domingo terminan unos días de fiesta esplendidos para habernos “fijado” en la Vida (con mayúsculas) y encontrarnos con su cara más amable. Salir de lo cotidiano favorece nuestro mirar, nos reconocemos anhelos, nos descubrimos afanes y aficiones, estrenamos flamantes horizontes… y es que la fiesta, las emociones o simplemente lo extraordinario (aún siendo éste doloroso) es “el paraíso de la mirada”.

Y ya de vuelta del dulce paréntesis al quehacer corriente, al despertador y a las prisas habituales lo que mañana, lunes, nos pide el cuerpo es ponernos las gafas de sol o aguantar, con los ojos cerrados, la que se nos viene encima. Quizás la solución para este abatimiento sea redoblar el ánimo y poner dos letras delante del verbo mirar: practicar el sano ejercicio de “admirar” podría curarnos un poco del desencanto que nos rodea, ofrecernos, al menos, la dosis mínima de ilusión… el problema estaría ahora en encontrar el objetivo, reconocer el referente que cada día parece escasear más.

Leía estos días un artículo de Manuel Vicent, titulado Fontanería, que hablaba de los pequeños actos felices que constituyen la Felicidad en abstracto: “Me levanto cada día con la necesidad de admirar a alguien, y puesto que los políticos ya han sido convertidos en carne para albóndigas y los intelectuales están todos en el bingo, busco en las páginas amarillas a los héroes del momento… me conformo con un carpintero que haga una buena silla… con un panadero que fabrique con amor un pan románico…. Prestar los servicios más simples con honradez, poner un tornillo a conciencia, acudir a un cita puntualmente constituye la máxima categoría mental de un individuo desarrollado… un país se puede permitir que sus políticos sean unos ineptos, pero no que lo sean sus fontaneros”

No se puede decir más claro y termino por darle la razón al escritor; quizás, añadiría yo, no estaría nada mal (sería hasta conveniente) llegar a admirarse uno también a si mimo, al menos un poquito, precisamente por idénticas razones: por hacer las cosas bien. Los héroes del XXI en nuestro país barren aceras con esmero, arreglan bien los coches, curan enfermos, venden excelente género y te dan en sus clases todo lo que saben; los héroes de hoy, dignos de mirarlos y admirarlos te tratan con amabilidad y paciencia y además consiguen solucionarte el problema de tu móvil nuevo que parece que se ha vuelto loco o te regalan una sonrisa cuando te venden el periódico… tantos héroes cotidianos hay todavía, afortunadamente, en esta España nuestra, que la mirada se vuelve golosa sólo de imaginarlo. Afortunadamente todavía.



                                          siempre, siempre, siempre