Albada 277

LLUVIA
(29 de enero de 2012)


Las 8 y todos se habían ido ya. Llegaba tarde. Recogí la carpeta y salí disparada. Desde luego la solemne escalinata de la Accademia di Belle Arti no había sido diseñada para bajarla corriendo, saltando casi (faltó poco para tropezarme). La mañana estaba fría en Roma aunque el sol brillaba sobre un intenso azul; ni rastro de nubes. Crucé veloz hacia la Via del Corso dejando la bruma que subía del río a mi espalda. Para cuando llegué a la Piazza Della Rotonda ya se había formado una fila de turistas delante de la entrada. A la derecha, en un cartel que parece diminuto ante la magnitud del edificio se podía leer: Il Pantheon. Aperto tutti i giornni, dalle 8,30 della mattina fino alle 7,30 di sera (orario continuato).
En el interior llevaban ya casi media hora de trabajo: con sus monos blancos, los guantes de látex y las mascarillas, y aquella luz potente, iluminándoles las gafas protectoras, parecían más un batallón de cirujanos en una intervención urgente, que mis compañeros de clase de Restauración y Conservación. Tras mimetizarme con ellos, emprendí la tarea: minuciosa, espaciadamente he limpiado con mimo la piedra volcánica del casetón que tenía en frente. Alguna vez he levantado la vista y he pensado en lo afortunada que era, en lo hermoso de trabajar en armonía todos juntos en el espacio perfecto. Cuando uno penetra en aquella cueva esférica parece que el tiempo se ha detenido y que la única dimensión posible de la realidad es la sensación de estar y ser más que nunca. No importa que tuviera que convivir horas y horas con la avalancha de visitantes, aquel rumor sordo, que allá abajo, en la otra, en la invisible semiesfera inferior del cielo no cesaba de moverse.
Desde los andamios más altos, semejantes a anillos que abrazaran desde dentro la corteza de aquel cosmos, se puede ver caer la luz del círculo abierto al cielo como si fuera una cascada que quisiera hundirse sobre el pavimento, primero blanca e impetuosa y cada vez más dorada y leve conforme avanza la tarde.
Cuando ha sucedido, ya apenas quedaban turistas. Era hora de cerrar y nosotros también terminábamos la jornada. La luz poniente del óculo se ha vuelto de pronto púrpura y la lluvia ha comenzado a descender con ella hasta las baldosas. Hoy he visto llover por primera vez en Roma desde que llegué y ha sido dentro del Pantheon. Llovía en el Pantheon y el agua parecía que era la misma de hace muchos siglos.
El suelo convexo ha conducido el agua hacia el pequeño canal sin ningún problema, nos ha dicho el profesor antes de marcharnos todos a por unas pizzas. (Fragmento del diario de una Erasmus).


Albada 276





(J.Carelman, Cafetera para masoquistas)


OBJETOS COTIDIANOS
(22 de enero de 2012)
Según consta en el informe judicial, al principio, ni el consistorio ni la comisaría relacionaron los hechos. A pesar de q
ue éstos se fueron sucediendo con una concatenación y una frecuencia preocupante, no hubo nadie que se percatara de que aquellos acontecimientos podían tener alguna conexión y mucho menos una misma autoría. Simplemente se habló de mala racha. El único vínculo que la policía dedujo, cuando a mediados de enero el alcalde la convocó alarmado, fue que todo aquel dislate siempre se había producido en la maquinaria nueva, y que se tenía la absoluta certeza de que no había sido consecuencia de fallo humano alguno: “cuando aquellos percances ocurrieron se comprobó que siempre se había venido actuando según las instrucciones de manejo de cada material o instrumento”, terminaba diciendo el documento.
Los primeros en quejarse fueron los ancianos del recién inaugurado centro de día municipal “Tu Paraíso Dorado”. Coincidiendo
con el nuevo año el estreno del tantas veces demandado local les hizo prometérselas muy felices a los jubilados, pero poco pudieron disfrutar de la paradisíaca novedad: apenas transcurrida una semana la calefacción se vino a bajo y ya no volvió a funcionar. Un penoso frío se apoderó de las prometedoras instalaciones y sus inquilinos las abandonaron sin pensárselo dos veces: ¡mejor seguir sin tener nada y continuar jugando la partida, calientes, en el bar de siempre que tener una hermosa pulmonía!, dijeron. A las preguntas del juez, el técnico declaró que le fue imposible descifrar en las enrevesadas instrucciones de la nueva caldera la manera de encenderla (ni él, ni los otros cuatro técnicos que fueron avisados, uno tras otro, ante el fracaso de los anteriores).
Pese a que el caso del centro de día fue ampliamente recogido, y ciertamente (como se quejaría luego el alcalde) tratado con alg
o de ensañamiento por la prensa local, el segundo suceso fue mucho peor o al menos mucho más sonado: por lo pronto hizo despertarse y poner el alma en vilo a toda la población. Como coordinadas por mano invisible –que no angelical– todas las campanas de la ciudad en las que se había recientemente instalado un moderno sistema robotizado, comenzaron a sonar a rebato desde mucho antes del amanecer. Desde el panel general de mando no hubo forma humana de conseguir callarlas. El motor, la transmisión al yugo de las correas... todo parecía estar de acuerdo con el manual, pero nada, sin embargo, respondía a la lógica. El concierto a esas alturas (ya bien pasada la tarde) se estaba convirtiendo en un estruendo más parecido a las trompetas del Apocalipsis anunciando la apertura del séptimo sello que a un dulce campanilleo. Ante la alarma general y la desesperación del alcalde se procedió a trabar con vigas de hierro cada una de las “inquietas” campanas, con el consiguiente riesgo de los operarios.
Después vino lo del brazo oscilante de los camiones de basura, las células fotoeléctricas de las farolas de la avenida, los relojes de los parquímetros y los LED de los semáforos de la entrada… todos fallar
on: pese a ser nuevos y ser programados correctamente según sus indicaciones.
La ciudad estaba inmersa en la ofuscación y el caos. Para cuando el jefe de policía comenzó a atar cabos ya se sabía que esos pequeños desastres con las cosas cotidianas –como los calificaban desde el consistorio para quitarles importancia– se estaban produciendo no sólo en el patrimonio municipal sino también en todos los domicilios: cientos de objetos, regalo de las
últimas fiestas, (cafeteras, móviles, ipads y tablets, maquinillas de afeitar, secadores, tostadoras…) estaban inutilizados, muchos de ellos no habían podido ni siquiera estrenarse porque ya no funcionaron desde el principio.
En la vieja imprenta, vistas a través de la ventana esmerilada, las idas y venidas de su silueta –alta y desgarbada– nunca despertaron sospechas a los vecinos; parecía trabajar sin descanso movido por una prisa y un afán de laboriosidad encomiable. Mientras a su alrededor las máquinas continu
aban sin descanso “vomitando” más y más escritos, el impresor doblaba cuidadosamente pequeños papeles a modo de prospecto, grapaba hojas formando cuadernillos que semejaban folletos.
Detrás de él, ocultas tras la puerta cerrada del almacén, miles de instrucciones de uso –las auténticas, las que no estaban trucadas con errores, ni mutiladas, ni con el añadido de peligrosas apostillas– llenaban
filas y filas de bolsas de basura.
Las nuevas sirenas del coche patrulla no sonaron cuando éste se detuvo ante la puerta del taller.














Albada 275


UNA SEMANA
(15 de enero de 2012)


La noche es fría. Pequeños cristales de nieve cruzan veloces el trasluz de las farolas. Despiadado, el viento los arrastra hasta las suaves mejillas de los niños, les azota el trocito de cara enrojecida que se asoma entre la lana de gorros y bufandas, se cuela por los tobillos convirtiendo en involuntarios bailarines los helados pies.

La cafetería es el refugio; está caliente y llena; a duras penas ha conseguido hacerse con dos sitios en una de las mesas junto a la puerta. Hay mucha confusión allí, mucho barullo; la gente no para de entrar, se saludan efusivamente unos a otros y se hablan a gritos como si no tuvieran cosas importantes que decirse. Muchos salen dejándose la bebida a medio terminar: son las prisas, piensa. Sin embargo, observa que son los niños los que más impaciencia llevan, los que tiran de la manga de sus padres y los sacan de allí vencidos, casi en volandas, como si aquella noche, súbita y milagrosamente, hubieran adquirido una fuerza sobrehumana y los mayores fueran tan maleables y dóciles como sus juguetes.

Mi querida señora, siéntese aquí, le dice levantándose. Todo ha sucedido rápida e inesperadamente: se le ha ocurrido de pronto ofrecerle su asiento a aquella desconocida. Ha sido al verla entrar y quedarse quieta junto a la puerta con el niño de la mano –tan frágil, tan bonita– en medio de toda aquella algarabía, ni siquiera lo ha pensado dos veces. Es algo más que la simple galantería que antaño le enseñaron, lo ha comprendido enseguida al notarse aquel –¡hace tanto tiempo olvidado!– cosquilleo en el estómago. Siéntese usted, por favor, vuelve a decirle, esta vez turbado, y le señala la silla mientras en la otra, la pequeña Jimena observa al abuelo y a los dos nuevos invitados encantada por la novedad.

Y es así como ella, sentada con el nieto sobre el halda, y él, de pie con la nieta de la mano, se miran a los ojos por primera vez; y es así, también, como si ya lo hubieran hecho siempre, –¡ese desde siempre!–, como si nunca hubieran sido extraños. Septuagenarios enamorados, tic-tac, la felicidad llamando, tic-tac… el compás del corazón es el único reloj que marca aquel instante y el resto, cotidiano y habitual, es tan sólo un borroso boceto de la vida.

Corre la voz de que la cabalgata está ya muy cerca, que casi llega al principio de la plaza y hay desbandada general. El abuelo termina deprisa de abrochar el abrigo de Jimena mientras la reencontrada coloca los guantes a su nieto. Salen los cuatro, juntos, a la calle. Ha amainado el viento y ahora la nieve cae densa y despaciosa: cuaja sobre los tejados en silencio, creando deformes muñecos de nieve sobre las chimeneas frías.


Hija, me entretuve, no cogí ni uno este año, dijo en casa cuando le preguntaron por la tardanza y por los caramelos. Mi padre está cada año más mayor, más distraído, comentaría a solas aquella noche la hija al marido.
Hay dos cosas buenas que alguna vez traen los regalos de Reyes: una, que los hay tan hermosos que no necesitan envolverse porque están dentro del corazón, y otra, que nunca hay fecha de caducidad para recibirlos.
La nieve bajo el sol hace más clara la mañana. En la cafetería, de nuevo vuelta a la tranquilidad, ella le sonríe mientras él le ofrece la silla: Mi querida señora, siéntese a mi lado, por favor. Sucedió hace poco, apenas una semana
.

Albada 274

POSTFACIO


(8 de enero de 2012)

Cuando tienes un libro de intriga o con una historia importante entre las manos puede ocurrir que antes de llegar a la mitad la curiosidad te pueda y te vayas directamente a las últimas páginas. A menudo, si se hace eso, sucede que el final te deja un tanto chasqueado, y uno piensa que ha sido una pena no haberse aguantado un poco las ganas de saber epílogos y colofones para disfrutar, mientras tanto, de todo el desarrollo, de toda la acción antes del susodicho remate (sea el que sea el “acabamiento”).
Y es que por lo general -aunque tardemos siempre en darnos cuenta- es en el camino y no en la meta donde más se gana, y por ende donde más se disfruta. A pesar de estas premisas que conozco y suelo practicar, con el libro que acabo de cerrar no me demoré en aquello del inicio y nudo y enseguida me fui directamente al desenlace. Me excuso (ya que hacerlo no es lo aconsejable, ni por supuesto razonable) diciéndoles que el libro en cuestión se titulaba Más allá del crash: apuntes para una crisis, del catedrático de Estructura Económica, Santiago Niño-Becerra.

Las últimas páginas del libro -aunque el mismísimo profesor (no yo), califica de “panfleto”- corresponden al postfacio, y en él se habla del “futuro”. El panorama venidero que nos vaticina el mismo inteligentísimo autor que en el 2006 pronosticó, puntual y cabalmente razonada, la crisis del 2010, es harto penoso y difícil: el porvenir, dice, “nos lleva hacia un tiempo tenso, repleto de escaseces y en el que la persona como individuo, tal y como en estas pasadas décadas era entendida y considerada, dejará de serlo”.
Como en estas fechas de celebraciones de fines y principios uno está más sensibilizado de lo habitual con augurios y adivinanzas, he cerrado el libro y he preferido darle el beneficio de la duda no al autor sino a la suerte que nos espera, y pensar que sus afirmaciones son conjeturas más cercanas a meras suposiciones que interpretaciones fundamentadas suficientemente en cifras y datos contrastados.
Simplemente lo prefiero así, y me digo que ya bastante tenemos con las noticias y decisiones que día a día nos comunica el Gobierno, bastante con las cifras del paro y con nuestra juventud perpleja ante su más que confuso porvenir. Y es que aquí, en la vida real y no en los libros, el presente comienza ya a ser tan difícil que cualquier final se nos antoja que tendría que ser necesariamente feliz y mejor.
Este domingo de hoy sabe a cóctel de despedida y comienzo. Tiene el fondo dulce de viajes que fueron, de finales de fiestas y resacas de reuniones familiares, pero el combinado lleva también gotas de molicie y desgana cuando uno piensa en el mañana más inmediato, el de la vuelta a lo cotidiano y el sonido apremiante del despertador: porque es mañana y no hace una semana cuando de verdad comienza el Año Nuevo.
La búsqueda del Paraíso perdido, la formulación de una Utopía en la que nunca acabamos de creer pero en la que siempre confiamos… aquí estamos de nuevo: 2012 comienza y ya sabemos que el calendario Maya se equivocaba, que no tenían fundamento aquellos escalofríos viendo la Melancholia de Trier.
Sólo queda levantarse, recoger las bolas, el espumillón y las luces, y ponerse en acción pensando que nuestro futuro debe ser ante todo el fruto de nuestra propia creación y deseando que, antes de que nos escriban otros el libro con algún final que no nos guste, seamos capaces de escribirlo nosotros como queremos que sea, ya que somos los protagonistas. Es difícil, no pinta bien; el cambio, y no hace falta ser catedrático de Eonomía para saberlo, es seguro que se producirá pero aún podemos hacer que ese cambio sea de los “buenos”. Estamos juntos en esto: ¡Buena suerte para todos!

Albada 273






AZUL

(1 de enero de 2012)


La casa guarda siempre tus recuerdos aunque derriben sus tabiques y excavadoras amarillas la conviertan en vacío. La casa familiar donde creciste habita siempre en el niño que eres, y es en los sueños cuando –como si nada hubiera cambiado, ni siquiera tú– puedes volver a recorrerla, vivirla como si nunca te hubieras marchado y la cama donde la sueñas no estuviera ya muy lejos, en otra ciudad, en otro tiempo.
Como cada año en estas fiestas os habéis reunido en la casa de los padres, en tu casa de niño. Son las cinco y todos han salido menos tú. Hoy es una de esas largas tardes de vacaciones, entre fiesta y fiesta, entre comida familiar y cena de amigos, y entre mantel y mantel te apetece de pronto quedarte en casa. Mientras fuera el frío y el cielo gris se van agolpando poco a poco en los cristales, la casa está al fin, después de tantos días, silenciosa, más íntima que nunca. Vuelves la mirada perezosa hacia dentro y también hacia la habitación caliente e iluminada, y decides que por esta tarde no saldrás a comprar “los últimos regalos”, ni quedarás de copas con los viejos amigos –esos que sólo ves de vacación en vacación–, ni te escaparás, siquiera, al centro a dar un paseo para ver el ambiente.
Hoy te apetece enredar, hilvanar recuerdos. Encender y apagar luces, trastear por las habitaciones vacías, pasar las yemas de los dedos acariciando paredes, marcos con fotografías en blanco y negro… abrir y cerrar cajones, coger, dejar “cosas” –absurdas figuras de porcelana, búcaros tallados en cristal, cerámicas caprichosas, relojes de pared ruidosos…–, objetos banales que siempre has visto en “su sitio”, detenidos como soldados sobre la mesita del salón o tras las vitrinas del aparador, lugares para los que parece que hubieran sido concebidos, y ahora, en esta tarde y entre tus manos, contienen cada uno de ellos una historia y un significado ignorado que te urge imaginar.
Terminas en la biblioteca, buscando, sin darte cuenta, el libro que has olvidado todavía. En las estanterías, mezclados, los tuyos y los de tus hermanos. Tu madre, tan guardadora, ni siquiera ha retirado el viejo y desencuadernado diccionario de inglés (utilizado y reutilizado por los menores de la familia curso tras curso), ni las enciclopedias… Incluso descubres las revistas prohibidas que os escondíais entre las hojas de los volúmenes más gruesos. De pronto, en la tercera estantería, en piel azul oscuro y letras plateadas, el libro te encuentra. Al abrirlo el tacto del papel y el olor acre de la tinta rebrotan en tus sentidos y te llevan de nuevo a aquella Navidad de tu adolescencia en la que lo leíste de un tirón. Tú y aquellas vacaciones en azul, enganchado a la imaginación y a la magia que destilaba cada página, alargando las horas antes de dormirte, llegando tarde y ganándote reprimendas cuando te llamaban a comer y te demorabas terminando otro capítulo. En el magnifico libro de Stoker, en aquel Drácula sumido en las brumas balcánicas, aprendiste que el abismo entre el bien y el mal no es más que el filo de las dos caras de una misma moneda.
Vas cruzando puertas y más puertas de dormitorios cada vez de azul más claro, casi llegas al blanco, y bajas escaleras interminables, escuchas voces cada vez más fuertes… El ruido de los anuncios de coches y perfumes en la televisión es el antídoto perfecto para despertarse de cualquier siesta aunque ésta sea inesperada y presenciada tras la copiosa comida de Año Nuevo, por toda tu familia (con el regocijo de los más pequeños). Todos te miran divertidos y mientras te gastan bromas y te ofrecen la bandeja del turrón, tú les sonríes también azorado y te decides por el trozo de mazapán. (En realidad, sólo piensas en salir corriendo hacia la biblioteca y comprobar si en la tercera estantería está, en azul oscuro y bordes plateados, lo que queda de tu sueño).





Pequeño homenaje al poema Me acuerdo de Bram Stoker de Luis Alberto de Cuenca:

"Cuando el mundo era joven, cuando tierras y mares

estaban aún formándose en el limo primero,

cuando el aire empezaba a surgir de la escoria

elemental, entonces, cuando los dinosaurios

eran sólo un proyecto en la mente divina,

alguien puso en mis manos una edición de Drácula,

la novela de Stoker, con prólogo de Pere

Gimferrer,mi maestro (junto con Pound, Cirlot,

Rubén Darío, Borges y muchísimos otros

nombres que ahora no vienen al caso).Todavía

no puedo describir lo que sentí leyendo

un libro tan hermoso, aunque fuese en aquella

edición descuidada e incompleta de Táber.

Al leerlo, se abrieron las puertas del abismo

para mí, de un abismo en el que florecían

las rosas inmortales de la imaginación,

los lirios del estilo y de la inteligencia;

de un abismo de sombras ancestrales y mágicas

por el que daba gusto perderse y despeñarse;

de un abismo en que Bien y Mal no eran tan sólo

conceptos antagónicos, sino también, y al mismo

tiempo, el haz y el envés de una misma moneda.

Tantos años después, recuerdo mi lectura

primigenia de Drácula, mientras siguen aullando

los lobos de la angustia y del aburrimiento

ahí fuera, mientras vierten noche oscura en el alma

los vampiros del mundo, la carne y el demonio.

Tantos años después, me acuerdo de Bram Stoker

y brindo por su Drácula con la sangre que brota

de la herida del tiempo que ha pasado."