(Foto Arturo Bobed)
EL LECTOR
Anochece. Una bandada de estorninos hace crujir a un tiempo el esqueleto del viejo chopo frente al corral, mientras las cornejas y las chovas, negro palpitante sombreando el frío blanco, alejan su vuelo hasta los dormideros escondidos más allá de las carrascas y sabinas. Noche cerrada, ni una estrella, y duerme ya el pastor mientras sestea el viejo perro de carea junto a la chimenea.
Hiela negro fuera –el primer domingo de diciembre ha irrumpido sin luna– y pese al frío la vida se afana sobre el silencio de la nieve: decenas de topillos se aplican masticando raíces, arrancando suaves brotes… arriesgan dejando un rastro de pisadas diminutas en sus escarceos de madriguera a madriguera. Tejones, garduñas, musarañas… pululan absortos entre endrinos y majuelos... es un baile el suyo presuroso y diligente.
El ulular del cárabo detiene un momento su ritmo acompasado. Abandona el desnudo tronco la pandilla de estorninos. Es el aviso: un desarmado ejército de húmedos hocicos y vientres tibios se agazapa aterido cuerpo a tierra. La silueta se adivina rojiza, los pequeños ojos podrían ser brillantes… pero más allá de la sospecha de las sombras se oye el chasquido al caer sus finas y largas patas sobre la presa. Ni un quiebro de su hermosa cola ha necesitado para atrapar de un salto al pequeño ratoncillo.
Se aparta el zorro de la masada con el botín en la boca, despreciando la mondas de patata y mandarina que el humano dejó junto a la tapia; su andar es desdén al ladrido del perro amansado al calor de la cocina y chuscos de pan duro.
Al alba chirría la puerta de la casa. El pastor, rico en días y sabiduría, lee la nieve. Se entretiene siguiendo con la vista las pequeñas pisadas del topo, reconoce las redondas marcas de las pezuñas de los corzos que tímidos apenas se han alejado del bosque… y mas allá los hondonares dejados por un par de jabalís… Sonríe al contarle las huellas sobre el blanco cómo el pequeño zorro se ha alejado ligero con la presa.
Montaña y hombre saben que la soledad allá arriba es sólo un disfraz de la noche y que la nieve, hoja suave, devuelve al amanecer la historia de la vida contada al milésimo detalle. Sólo hay que saber leerla.
EL LECTOR
(5 de diciebre de 2010)
Por la mañana la nieve sobre el sendero fue instante azul, ahora suavemente rosa mientras el sol cae rozando el perfil de la montaña. Vuelve a nevar. El viento levanta torbellinos en lo que ayer aún era camino: se lleva hasta el vecino río el olor del sarmiento que calienta la masada y el balar soñoliento del ganado que, ya saciado, se hacina en la paridera.
Por la mañana la nieve sobre el sendero fue instante azul, ahora suavemente rosa mientras el sol cae rozando el perfil de la montaña. Vuelve a nevar. El viento levanta torbellinos en lo que ayer aún era camino: se lleva hasta el vecino río el olor del sarmiento que calienta la masada y el balar soñoliento del ganado que, ya saciado, se hacina en la paridera.
Anochece. Una bandada de estorninos hace crujir a un tiempo el esqueleto del viejo chopo frente al corral, mientras las cornejas y las chovas, negro palpitante sombreando el frío blanco, alejan su vuelo hasta los dormideros escondidos más allá de las carrascas y sabinas. Noche cerrada, ni una estrella, y duerme ya el pastor mientras sestea el viejo perro de carea junto a la chimenea.
Hiela negro fuera –el primer domingo de diciembre ha irrumpido sin luna– y pese al frío la vida se afana sobre el silencio de la nieve: decenas de topillos se aplican masticando raíces, arrancando suaves brotes… arriesgan dejando un rastro de pisadas diminutas en sus escarceos de madriguera a madriguera. Tejones, garduñas, musarañas… pululan absortos entre endrinos y majuelos... es un baile el suyo presuroso y diligente.
El ulular del cárabo detiene un momento su ritmo acompasado. Abandona el desnudo tronco la pandilla de estorninos. Es el aviso: un desarmado ejército de húmedos hocicos y vientres tibios se agazapa aterido cuerpo a tierra. La silueta se adivina rojiza, los pequeños ojos podrían ser brillantes… pero más allá de la sospecha de las sombras se oye el chasquido al caer sus finas y largas patas sobre la presa. Ni un quiebro de su hermosa cola ha necesitado para atrapar de un salto al pequeño ratoncillo.
Se aparta el zorro de la masada con el botín en la boca, despreciando la mondas de patata y mandarina que el humano dejó junto a la tapia; su andar es desdén al ladrido del perro amansado al calor de la cocina y chuscos de pan duro.
Al alba chirría la puerta de la casa. El pastor, rico en días y sabiduría, lee la nieve. Se entretiene siguiendo con la vista las pequeñas pisadas del topo, reconoce las redondas marcas de las pezuñas de los corzos que tímidos apenas se han alejado del bosque… y mas allá los hondonares dejados por un par de jabalís… Sonríe al contarle las huellas sobre el blanco cómo el pequeño zorro se ha alejado ligero con la presa.
Montaña y hombre saben que la soledad allá arriba es sólo un disfraz de la noche y que la nieve, hoja suave, devuelve al amanecer la historia de la vida contada al milésimo detalle. Sólo hay que saber leerla.
Bonito relato, pardiez. La nieve, la página en blanco sobre la que se escribe la historia de la vida. A veces, con faltas de ortografía señaladas en rojo color sangre.
ResponderEliminarGracias Evaristo.
ResponderEliminarPara ti, hombre que siente y piensa -¡qué no te callen las palabras!- aquello de Octavio Paz:
"Arbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece/ y da frutos insólitos: palabras./ Se enlazan lo sentido y lo pensado,/ tocamos las ideas:son cuerpos y son números"