HAMELIN
6 de febrero de 2011
El gran momento está por llegar. La cita es a la una y media. Vuelve a sacar el folio del interior del sobre con sello oficial y relee alto y claro por enésima vez: “Deberá Ud. comparecer a las 13,30 hs. en…” Sonríe al escucharse. Aquella voz, que las paredes desnudas le devuelven con eco, suena muy bien, se oye inmejorable: las sílabas perfectamente articuladas, el tono en su punto justo, amigable y serio a la vez.
El esfuerzo había merecido la pena. Desde que se levantó aquella mañana, consciente de que por fin había llegado el día, no había dejado de recordar las clases de su circunspecto maestro de dicción, a las que estuvo acudiendo durante más de tres años todos los lunes, miércoles y jueves a la salida de la Facultad. Porque, aunque su padre se empeñó en mandarlo a aquella ciudad y matricularlo en Empresariales, él –que pasaba desde niño horas enteras en la cocina del pueblo, pegado a la radio encendida de la abuela– nunca había renunciado a su verdadera vocación, a su talento.
Hasta que sucedió el gravísimo incidente que le separó definitivamente de su vida de estudiante, fueron muchas horas modulando la voz, aprendiendo a respirar, a controlar los silencios… hasta que consiguió magnificar sus ya extraordinarias dotes. Del resultado, del mágico resultado, sólo su peculiar mentor y él habían sido conocedores… hasta hoy a las trece treinta.
Si la venganza tenía una historia, la suya arrancó en aquel horror que aún tan joven le culpó siendo inocente. Había prometido desquitarse un día, y éste era el día y ya casi ésta la hora: convertiría su voz en confidente que acariciara al escucharse, sería implacable tanto que arrastraría al oyente más allá de las palabras, dejándolo inerme, sin más voluntad que la que él le ordenase....
Dos guardias le vienen a buscar a la celda. Pronto estará ante jueces y abogados. Todos, absolutamente todos se le someterían. Para después tenía ya bien calculados los siguientes pasos: sería fácil hacerse con el control de la megafonía en los grandes almacenes y más fácil todavía quedarse con sus cientos de compradores (bastaría con elegir el tono más tentador e insinuante); luego cambiar a una voz más confidente desde la emisora de radio; la televisión vendría después con alguno de esos discursos políticos de amplia audiencia “prometedor e ilusionante” … y seguir, seguir... cada vez sería más fácil y él más fuerte… seguir hasta tener a todos indefensos, obedientes a una sola voz: la suya.
El acusado se acerca al micrófono, carraspea levemente y casi en un susurro, un suspiro apenas, comienza, tras el apremio del juez, su declaración : probando, un, doss, treeesss, probaando, probaaandoooooooo……….
6 de febrero de 2011
El gran momento está por llegar. La cita es a la una y media. Vuelve a sacar el folio del interior del sobre con sello oficial y relee alto y claro por enésima vez: “Deberá Ud. comparecer a las 13,30 hs. en…” Sonríe al escucharse. Aquella voz, que las paredes desnudas le devuelven con eco, suena muy bien, se oye inmejorable: las sílabas perfectamente articuladas, el tono en su punto justo, amigable y serio a la vez.
El esfuerzo había merecido la pena. Desde que se levantó aquella mañana, consciente de que por fin había llegado el día, no había dejado de recordar las clases de su circunspecto maestro de dicción, a las que estuvo acudiendo durante más de tres años todos los lunes, miércoles y jueves a la salida de la Facultad. Porque, aunque su padre se empeñó en mandarlo a aquella ciudad y matricularlo en Empresariales, él –que pasaba desde niño horas enteras en la cocina del pueblo, pegado a la radio encendida de la abuela– nunca había renunciado a su verdadera vocación, a su talento.
Hasta que sucedió el gravísimo incidente que le separó definitivamente de su vida de estudiante, fueron muchas horas modulando la voz, aprendiendo a respirar, a controlar los silencios… hasta que consiguió magnificar sus ya extraordinarias dotes. Del resultado, del mágico resultado, sólo su peculiar mentor y él habían sido conocedores… hasta hoy a las trece treinta.
Si la venganza tenía una historia, la suya arrancó en aquel horror que aún tan joven le culpó siendo inocente. Había prometido desquitarse un día, y éste era el día y ya casi ésta la hora: convertiría su voz en confidente que acariciara al escucharse, sería implacable tanto que arrastraría al oyente más allá de las palabras, dejándolo inerme, sin más voluntad que la que él le ordenase....
Dos guardias le vienen a buscar a la celda. Pronto estará ante jueces y abogados. Todos, absolutamente todos se le someterían. Para después tenía ya bien calculados los siguientes pasos: sería fácil hacerse con el control de la megafonía en los grandes almacenes y más fácil todavía quedarse con sus cientos de compradores (bastaría con elegir el tono más tentador e insinuante); luego cambiar a una voz más confidente desde la emisora de radio; la televisión vendría después con alguno de esos discursos políticos de amplia audiencia “prometedor e ilusionante” … y seguir, seguir... cada vez sería más fácil y él más fuerte… seguir hasta tener a todos indefensos, obedientes a una sola voz: la suya.
El acusado se acerca al micrófono, carraspea levemente y casi en un susurro, un suspiro apenas, comienza, tras el apremio del juez, su declaración : probando, un, doss, treeesss, probaando, probaaandoooooooo……….
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