Albada 245

GIRASOL
(12 de Junio de 2011)

Me duele verla cada instante con la misma intensidad que me golpean los minutos de retraso cuando llega tarde a nuestra cita.

Como otras veces, he dejado la habitación casi en penumbra. A través de la persiana del salón la luz dibuja líneas paralelas de anaranjado brillante en la repleta biblioteca frente a la que estoy sentado. Sólo se oye el zumbido continuo del ordenador. Lo apago también. Así estoy mejor. Así la espero mejor. A oscuras y en silencio, como cuando la acaricio, la beso, la tomo; entonces ni una palabra, ni siquiera un susurro por mi parte. Por la suya, no. Ella a cada roce, a cada ternura del envite se estremece con esa risa dulce y suave que me deja desde el primer momento sin aliento, desarmado. Ahora, ella es también en el recuerdo, y la evocación de su alegría me produce un estado de burbujeante nerviosismo mientras espero.


Fuera no es tan de noche como en la casa. Atardece despacio en junio. El reloj ya no suena aquí dentro; no lo necesito: todos los días giran alrededor de ella. Mis semanas y meses siguen su órbita sin salirse ni un segundo de su sonriente estrella.
Me confieso a mí mismo sometido y no contrito. Más que atraído, subyugado por esta magnifica criatura que la vida me ha regalado al final de la existencia. Soy, me reconozco, un girasol convencido y jubiloso.


Es un amor tardío, me digo, la última oportunidad de vibrar con la gozosa entrega, ten cuidado. Pero más consciente que nunca, he atrapado toda su plenitud de golpe, sin darme un respiro. Y dejo de explicarme a mí mismo incluso en momentos como ahora cuando sólo me rodean mis libros, mi penumbra, mi silencio. Su memoria me protege, me calma del dolor mordiente de la melancolía, ella misma es antídoto de la huella que me deja su presencia. Me lastima verla pero no quiero renunciar a esos rasgados bordes de la herida abierta que hacen sentir el pálpito esperanzador de la existencia.

He dejado campo libre a la pasión. Cada noche la impaciencia nos posee como amantes y hace que se desvanezca la torpeza de la edad. Aliso con el deseo mi piel marchita, doy un plazo nuevo al abismo que presiento. Y la amo, la amo sin elección posible, sin concesiones a mi corazón, sin límites a mi propio acabamiento.
A veces, cuando la pasión descansa satisfecha, ella me habla de la hondura de su amor. Yo la miro y mis ojos le dicen de su juventud y de mis años. La acaricio y mis dedos le hablan del océano de tiempo que no cruzaremos de la mano. Entonces ella acerca sus labios a mi rostro y envuelve la lágrima con su calma nueva que aún no sabe de finales. La abrazo mientras llega el sueño, y la abrazo más lejos, allí donde es el tiempo eterno instante y huyen juntos hacia arriba mi antes y su futuro.


La luz naranja ya no está; la habitación es ahora azul. Sonrío al oír el tintineo de las llaves sobre la puerta. Sé que después vendrá su voz precediendo a los pasos del amor. Mi último, mi querido, mi definitivo Amor.





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