Albada 251



MERECIDAS VACACIONES

(24 de Julio de 2011)


Volvemos a la misma conversación durante la comida del día siguiente y de nuevo no nos ponemos de acuerdo. Por la mañana apenas tenemos tiempo de cruzarnos dos palabras; mi mujer, que entra más tarde al trabajo, aún duerme cuando apago el despertador. Seguramente estará arreglándose frente al gran espejo de nuestro cuarto de baño mientras yo ya estoy llegando a la oficina, puntual como siempre, para la primera reunión del día.

Sentados a la mesa, ella intenta distraerme comentando alguna noticia que oye en la televisión, o la última tontería de su jefe. Le sirve de bien poco: después de un momento de duda he sacado de nuevo el tema, justamente delante del plato de minivolovanes con salmón ahumado y las cazuelitas de gambas con salsa de vainilla (ya llevamos tiempo con el régimen del famoso Dr. Dukan, juntos por supuesto, por aquello de que una pactada pragmática solidaridad es más efectiva, económica y razonable... ya se lo dejé bien claro así a mi mujer cuando se negaba a seguirlo conmigo). Casi ya terminando con la tartaleta de zanahoria la conversación ha llegado a tal punto que no tiene vuelta atrás. Dadas las fechas en las que nos encontramos y estando todavía sin decidir cuándo ni dónde nos vamos de vacaciones, le digo que esto no puede seguir así, que hay que hacer las cosas bien, seguir un orden (siempre un sistema, un método es imprescindible), huir de las improvisaciones que sólo te llevan a desagradables sorpresas de última hora… hay que sacar billetes, buscar hoteles, estudiar las guías, elegir ciudades e itinerarios, que ya no hay tiempo… ella no atiende... no nos ponemos de acuerdo. Estoy algo nervioso, lo reconozco, y sin pensarlo más, como un estúpido, voy y le planteo el absurdo ultimátum: si tú no quieres ir de vacaciones, me iré yo solo.

Lo “malo” no es que entonces sí llega el acuerdo; lo “peor” es el imprevisible y doloroso asombro al escucharla decir que es lo mejor, porque a ella cada año le cansan más, le aburren terriblemente, cada vez más, nuestras vacaciones... y todo eso diciéndomelo como si nada, incluso casi, -ahora lo pienso pero no estoy seguro-, con una tímida sonrisa, mientras recoge despacio los platos, dobla tranquila las servilletas…

Me decepciona pero no le digo nada, quizás por la rabia de no salirme con la mía, tal vez por la sorpresa de su reacción...o, seguramente, por no querer saber más de lo que en aquel momento ni intuyo. Definitivamente no le pregunto nada; me levanto de la mesa y me marcho para hacer mis 26 minutos justos de siesta (según el informe reciente de la NASA este periodo es el necesario para mejorar en un 34% el rendimiento durante el día y conseguir una inmejorable digestión).

Y ahora estoy aquí, con un jet-lag de impresión atornillándome las sienes, mirando como un bobo mi maleta deshecha y las perchas bailando como esqueletos de fantasmas en el fondo del armario empotrado de esta habitación de hotel; de esta habitación de hotel grande, demasiado grande como su cama. Antes de bajar al restaurante, rescato el móvil del bolsillo pero ella no contesta.

Ceno sin hambre y sin régimen Dukan compartido frente a un mar que tú no miras conmigo. De nuevo en la habitación recoloco, reordeno mis cosas... cansado de estar solo, aburrido de estar sin ti... preguntándome de pronto todo lo que no me atreví a peguntarte en casa. Vuelvo a buscar el móvil pero me detengo a tiempo. A tiempo de mirar el cielo anochecido de esta ciudad desconocida y comprender al fin; a tiempo para poder llegar a esbozar una sonrisa y mandarte un mensaje definitivo, sin método ni orden: “Querida, feliz descanso de mí, felices y merecidas vacaciones de mí, te quiero”

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