Albada 344



PÁJAROS

(21de juniode 2013)

… pero aquellas que el vuelo refrenaban / tu hermosura y mi dicha al contemplar; /aquellas que aprendieron nuestros nombres, / esas… ¡no volverán! Se equivocaba Becquer. No debía conocer mucho el poeta sevillano las costumbres de estos hermosos animales. Las “Hirundo rustica”, es decir, las golondrinas, siempre vuelven al lugar donde hicieron su nido. Después de cruzar miles de kilómetros desde sus cuarteles de invierno en las cálidas tierras africanas, incluso después de cruzar el mar, regresan con nosotros; vuelven a ese mismo nido que dejaron vacío allá para el mes de septiembre, cuando los días comenzaban a acortarse y el aire se enfriaba. Tener un nido de golondrinas en casa y poder contemplar de cerca la cría de los polluelos de estas gráciles y a la vez poderosas aves de reflejos azules (de un azul intenso de brillos metalizados si les acaricia el sol) es un auténtico privilegio y una de las razones que cualquier ser humano puede esgrimir para comenzar el día contento o simplemente esperanzado (que ya es mucho).
Las golondrinas, como sus parientes los aviones, llevan más de 35 millones de años volando de un lugar a otro, infatigables, laboriosos. Los nidos del avión, más amante de la ciudad (urbica) que la golondrina, afortunadamente aún se encuentran en algunos tejados y ventanas de nuestra ciudad. Hace poco los vi hasta en el mismo edificio del Vicerrectorado de la Universidad. Es un lujo. En otras ciudades los miman con esmero, hacen recuentos, premian a quien los protege. Nosotros, si queremos, aún estamos a tiempo de no perderlos del todo.

Llevo casi un mes sin poder salir de casa. La culpa la tienen una caída desafortunada (¿hay caídas dichosas?) y unos huesos rotos. Durante este tiempo, con tantas y tantas horas sin poder moverme, escuchar desde la mañana los cantos de los pájaros ha sido un aliciente, el mejor libro, la mejor música. Desde el balcón abierto veo cruzar veloces vencejos haciendo acrobacias mientras gritan alborozados. Los vencejos me recuerdan a mi niñez, cuando vivía en el Centro y al atardecer (o en lo más fresco de la mañana) se apoderaban del cielo de Teruel y moteaban todo el blanco de las nubes de inquietos y sonoros acentos. Más de alguna vez tuve que sortear lo infranqueable para colarme en el patio de luces de mi antigua casa. En su alboroto, algún despiste los había hecho caer allí y desde el suelo estas aves son incapaces de impulsarse para emprender el vuelo: si no se remediaba aquel pájaro, antes volátil y ligero, ahora un montón de dolientes plumas en el rincón más oscuro de un patio, estaba condenado a morir mientras veía en su agonía, por el cuadradito que se abría al cielo mucho más arriba (mi casa tenia cinco pisos), a sus compañeros atravesar como flechas el aire. Saber lo cierto de su destino y sobre todo de la dolorosa espera era demasiado para una niña, así que no importaba el riesgo. Claro que todo no era generosidad ni altruismo, porque yo tenía la mejor de las recompensas: después de recogerlo (siempre con un trapo para que no me clavara las uñas), soltarlo desde la terraza y verlo volar era un instante único, una experiencia apasionante (¿es posible qué una niña se sienta “Dios” en algún momento?). El vencejo vive en el cielo, sus alas nunca dejan de volar; sólo se posa para incubar sus huevos o cebar a los pollos; su cuerpo, con sus atrofiados pies (apus apus, ápodo: sin pies), no está hecho para estar quieto. Cuando un día la joven cría se decida y se lance al vacío en su primer vuelo, estará en el aire, sin tocar nunca tierra, más de dos años, hasta que la vida lo madure y construya su primer nido en la más alta de las cornisas. Mientras tanto se habrá alimentado volando, habrá copulado volando, habrá dormido volando. Como grandes peces con alas, surcaran los cielos con su pico abierto y nos librarán de millones de pertinaces mosquitos. Mientas los humanos dormimos, a casi dos mil metros por encima de nosotros, estas aves, reinas del cielo, dejándose acunar por las suaves corrientes del aire y sin nosotros saberlo, velarán nuestro sueño.
Pero no son sólo los vencejos, desde mi encierro veo más pájaros. Aquí abajo, en mi diminuto jardín de adosado, esta primavera puse varios comederos colgando de un pino. Uno con pan, del que dan, constantemente, buena cuenta los gorriones (un día hablaré de los increíbles gorriones); otro con semillas y trozos de nuez que embadurné con grasa y que han hecho las delicias de una pareja de carboneros garrapinos (aunque parece que no les gustó el nido que les fabriqué con una caja de leche y se han marchado a criar a otro lugar). A veces veo también petirrojos, currucas capirotadas, y alguna que otra picaraza (urraca) que está al acecho por lo que pueda “pillar”, aunque no cuenta con que mi perro, que tiene una particular manía a los pájaros de su especie, las perseguirá infatigable.
Veo al mirlo de siempre (el “de siempre” porque estas aves son muy territoriales) posado en las antenas de la casa de enfrente. El mirlo canta y canta y a mi me parece que mira hacia mi ventana, quiero creer que me ve mirarle y por eso canta; eso pienso (ilusa) hasta que vuela hasta allí, cruzando por encima de mi tejado, la mirlo hembra (más clara y reservada que su compañero) y emprenden el vuelo juntos, quizás hasta otra antena más discreta.
No me puedo imaginar una ciudad sin pájaros. Sería como esas “cosas” valiosísimas que no las hechas de menos hasta que te faltan, cuando la vida ya no es igual de “Vida”, sin ellas.
Una ciudad sin pájaros es como una ciudad sin niños. Recuerdo en un viaje hace muchos años a una ciudad del norte de Europa en la que no llegué a ver, en los tres días que estuve, ningún niño. No me inquieté hasta que de pronto me di cuenta de su ausencia y entonces dejé de admirar sus “notables” monumentos para buscar desesperadamente la mirada de un niño por la calle. Quizás estaban en el “cole” no sé, el caso es que me marché de aquella hermosa ciudad con una secreta angustia.
Al anochecer oigo a los autillos del otro lado de la carretera, en la Rambla Franquía. La noche se hace más ligera, menos oscura con su canto.
Y aquí sigo con mi cuerpo roto. Los días se nos van deprisa y se va perdiendo la cuenta de los años. Quizás, al final, resulta que sí hay caídas afortunadas. Al menos, de vez en cuando, es bueno parar un poco y simplemente dejar tiempo para mirarse y escucharse a uno mismo; y como no, aprovechar para mirarlos y escucharlos también a ellos, los pájaros, nuestros etéreos compañeros.

 

















2 comentarios:

  1. increiblemente hermosa y maravillosala naturaleza

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  2. Preciosa albada. Qué sensación la de salir por la mañana de tu casa un día de marzo, alzar la cabeza y ver el primero de ellos, y saber que nos acompañan hasta el siguiente mes de septiembre, eso no tiene precio.

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