Albada 351




NOCHE OSCURA
(8 de septiembre de 2013)

Lo que quería era tan sólo sentir cierto grado de acompañamiento, sin que le desbordase. Escribió la frase en su flamante cuaderno recién comprado, al principio de la segunda hoja (la primera la dejó en blanco). Subrayó con rotulador fosforescente: “cierto grado” y después de volver a leer la frase decidió que también señalaría “sin que le desbordase”. Le quedó casi toda la línea iluminada de amarillo chillón, un borrón brillante que hería la retina. Arrancó la hoja y dejó el cuaderno encima de la mesa. Cualquiera hubiera pensado que aquel bloc de bonitas tapas granates era nuevo. Él no. Él sabía que ya lo había “estrenado” y que además le faltaba una hoja: justamente la segunda.

Al lado del cuaderno estaba el ordenador encendido. La pantalla en blanco y la lamparita de la mesilla eran las únicas luces en toda la habitación. El cursor del Word centelleaba reclamándole atención. Esta vez, sin embargo, había preferido volver al papel y al bolígrafo como en los “viejos” tiempos; aunque ahora se había dado cuenta de lo útil que era aquella socorrida tecla del “supr” (¡al menos valía lo que una hoja de su cuaderno nuevo!).

Se tumbó en la cama con el portátil en las rodillas. Abrió el Facebook y curioseó un rato. Tenía dos mensajes, uno de su hermana, al que contestó con un “tdo ok hblmos lgo” y otro (que no contestó) de Enrique, el antiguo compañero de Secundaria que seguía empeñado en recuperar aquel pasado de pandilla y primeros cigarrillos a base de intercambiar fotos en blanco y negro y comentarios jocosos con el grupo (recién “reagrupado” gracias a “las nuevas tecnologías”); aunque nadie lo quisiera, en medio de aquellos chascarrillos y bromas que se mandaban, siempre se colaba un deje de melancolía, una chispa de nostalgia persistente y machacona que vestía irremediablemente de gris a todo aquel tiempo tan intangible como irrecuperable. Lo último que se traía Enrique entre manos era celebrar un “encuentro” de todos los amigos (algunos lamentablemente desaparecidos)

Cerró el ordenador y volvió a coger el cuaderno. “Sentir cierto grado de acompañamiento” escribió y rompió otra vez la hoja. Realmente no sabía lo que buscaba, aunque si creía saber lo que no deseaba. No quería volver a sufrir cuando a final de curso tuviera que marcharse a otra ciudad (¿cuántas llevaba? ¿ocho? ¿diez?) dejando una vez más su corazón enredado en unas manos delicadas de mujer; no quería que le dolieran las risas abiertas y los francos abrazos de leales compañeros. En definitiva no quería la promesa de nuevos amores ni tampoco estrenar amigos del alma. Se sentía muy mayor y demasiado cansado. Le daba una enorme pereza pensar en el comienzo de curso, en volver a sonreír a caras desconocidas, hacerse el simpático, intentar caer bien. Definitivamente aquella noche estaba para el arrastre. Se dijo que tal vez fuera por la hora. Miró el despertador sobre la mesilla: las dos y media. Apenas le quedaban cinco horas de sueño; si apagaba la luz ahora, con suerte, aún dormiría lo suficiente; al fin y al cabo no tenía que madrugar tanto como otras veces, su piso estaba muy cerca de la Universidad y podía ir andando, sin problemas de atascos ni de subir y bajar escaleras de estaciones de Metro. Sus nuevos alumnos tampoco tendrían mucha prisa por perderse el primer día de clase. Todo iría bien, como siempre todo “seguiría” bien.

Y sí, “siguió” bien. Quizás sólo fuera sueño por la tardía hora o simplemente aburrimiento. La noche oscura por fortuna siempre tiene un punto en el que amanece y decide despedirse.

Aún sin “subidas al Monte Carmelo” o despertares “iluminados” cuando al día siguiente recogió sus cosas se sintió mucho mejor. Decidió dejar olvidado el cuaderno de tapas granates sobre la mesa (puede que otra noche…). Antes de guardar el ordenador en la cartera lo encendió y escribió un mensaje: “OK, Enrique, estaré allí”.

-Definitivamente las cosas se ven mejor con la luz del día, volvió a pensar mientras se echaba una última mirada en el espejo del pasillo. Cerró la puerta del piso y comenzó a bajar las escaleras silbando.












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