ALbada 353


BAJO UN ARIA EN SOL
(29 de Septiembre del 2013)

Hay personas cuya compañía es mejor que las medicinas; incluso son   tan eficaces como el más  excelente de los  libros. Hay seres humanos  que brillan cuando se te acercan y a su calor sientes que aún es posible una sonrisa.

Flota entre  ellos  y tú  un aria en  sol  ¿Por qué si no me parece oír al padre  Bach cuando estoy sentada a su lado en  medio del torbellino  de la plaza?

Hay  hombres y mujeres para los que no se ha hecho la palabra mentira ni deslealtad; gente generosa, de una pieza… gente buena.

Son tan pocos, tan escasos, que encontrarte con una de esas criaturas  es preferible a cualquier otro premio. Un delicado y  exquisito regalo que  por momentos te hará sentir la desmesura de la felicidad.

Lo sublime es posible sólo  porque en ellos aún  podemos encontrar el consuelo  de la dignidad y la honradez. Todavía piensas al pensarlos que  es posible creer. El goce de la vida es poder ver la luz que  emana de su alma y que tan generosamente nos alumbra a todos.  

Cuando las desgracias  de la vida te envuelven y te sientes más que nunca un ser necesitado y menesteroso; cuando la marea de las horas y el afán diario te dejan entre un ok y un k.o.,  volver la vista, alargar la mano  y encontrar a alguien así   hace que todo resulte más fácil, que todo sea tan  posible como  cuando te comías el mundo a los veinte años.

 Son tu amigo, tu mujer, tu madre o tal vez  tu  hijo; son tu vecino o la dependienta de la tienda en frente de tu casa; es quizás ese desconocido con el que te cruzas al comprar un billete de tren o el compañero de trabajo que lleva compartiendo contigo media vida.

Quizás es la primera vez que te has encontrado con ellos o tal vez nunca los has visto como son en realidad  hasta ese instante.  Lo complicado no es lo escasos que son  estos seres de luz (en peligro de extinción contantemente, y más  ahora), el problema  reside en que cerramos  los ojos para protegernos de tanto centelleo falso, en que dejamos de escuchar para no tener que soportar tanta verborrea funesta y que incluso  nos forramos de corazas para que nadie nos dañe lo más tierno del nuestro pequeño  corazón. Aislados como estamos es difícil reconocerlos.

 Somos seres “abiertos desde el origen”,  y para ser felices necesitamos   ser-con otro y no simplemente co-existir; pero “abrirse”  tiene a menudo tantos riesgos que no queremos  exponemos a convertirnos en nuestros propios verdugos.  Quizás acertar en la Vida, sea al final sólo eso: cuestión de  aceptar el riesgo, probar al menos.

Vuelvo a escuchar cerca de mí  el “Aria para la cuerda de Sol y  sé que soy afortuna, somos afortunados todos los que estamos a su alrededor. Y es que  bajo el calor de esa nota, un paraguas  tan tenue como inquebrantable, existen personas cuya  compañía es mejor que las medicinas; incluso son tan eficaces como el más excelente  de los libros (lo cual para una bibliotecaria como yo no está nada mal).
 

 

Albadas 352

CUATRO
(15 de septiembre de 2013)

Los libros. Recuerda que le gustaba mucho el día en que compraba los libros de los niños. Todos los años para estas fechas… llegar a casa y extenderlos sobre la mesa… abrir los plásticos, forrarlos, ponerles el nombre… Le encantaba su olor. A aquel aroma del papel nuevo encolado y de la tinta fresca se unía también el disfrutar ojeándolos y entretenerse mirando las vistosas ilustraciones. Eran libros bonitos los de sus hijos. Los que tenía ella de pequeña no lo eran tanto pero también recuerda el mismo “vivificante” perfume unido al cosquilleo en medio del estomago mientras los colocaba en la cartera. Esa inquietud difusa que producen todos los comienzos: estreno de la caja de “alpinos” (como flechas multicolores todas sus minas afiladas), goma blanca con olor a nata y sacapuntas de metal en el flamante estuche, cuadernos azules de espiral… reencuentro con los amigos… conocer (porque quizás ese año sí tocara cambio), al nuevo profesor, tener distinto compañero de pupitre… sentirse “muy, muy mayor” al salir al patio del recreo por “ser de segundo ya”… Todo un mundo nuevo por estrenar dentro del abrazo seguro que daba la certeza del camino marcado, del recorrido aprendido por lo cotidiano: un nuevo curso siguiendo al anterior y que precedía al que seguiría después. Mayores y niños repitiendo con distintas huellas idénticos pasos de la vida.
El patio del colegio. Siempre ha vivido en frente (el negocio familiar en la planta baja, la vivienda arriba). El patio del colegio donde jugaban sus hijos es el mismo que en el que ella jugó. El rincón donde se juntaba el pequeño grupo de las “más amigas” para comerse el bocadillo estaba casi igual: bajo el castaño sólo un banco de madera blanca había sustituido a la vieja grada de piedra en el que se sentaban muy unidas las cabezas (olor de colonia infantil, apenas cabían las cuatro).
Al principio los nietos también habían jugado en el mismo patio. Y ella, como lo hizo con sus hijos, se había escapado un momento de la tienda para verles desde fuera de la verja a la hora del recreo. Siempre iba con prisas (un horno lleva mucho trabajo, mucha dedicación) pero nunca dejaba de ir a verlos.
La abuela. ¡Eres una abuela moderna! le escribe en el wassap su hija mayor cuando le cuenta que se ha matriculado en un curso a distancia de alemán. Lo cierto es que ahora que ha cerrado la panadería tiene todo el tiempo del mundo para ella. Ya no le haría falta escaparse y cruzar corriendo la calle (¡tan sólo cinco minutos!) que le separa de la escuela. Claro que de aquello ha pasado mucho tiempo. Raúl, el más pequeño de los nietos, lleva más de dos años en Frankfurt trabajando. Por quedarle no le queda en el pueblo ningún nieto. Por no quedarle tampoco tiene ya ni la algarabía del patio a la hora del recreo. Frente a las persianas echadas de su tienda la escuela permanece silenciosa y quieta. Este año la han cerrado definitivamente. Ya no hay niños en el pueblo, dice el alcalde.
El banco. Desde su casa ve el pequeño banco, más vacío y blanco que nunca. Quizás en otoño lo abriguen las hojas del castaño.





Albada 351




NOCHE OSCURA
(8 de septiembre de 2013)

Lo que quería era tan sólo sentir cierto grado de acompañamiento, sin que le desbordase. Escribió la frase en su flamante cuaderno recién comprado, al principio de la segunda hoja (la primera la dejó en blanco). Subrayó con rotulador fosforescente: “cierto grado” y después de volver a leer la frase decidió que también señalaría “sin que le desbordase”. Le quedó casi toda la línea iluminada de amarillo chillón, un borrón brillante que hería la retina. Arrancó la hoja y dejó el cuaderno encima de la mesa. Cualquiera hubiera pensado que aquel bloc de bonitas tapas granates era nuevo. Él no. Él sabía que ya lo había “estrenado” y que además le faltaba una hoja: justamente la segunda.

Al lado del cuaderno estaba el ordenador encendido. La pantalla en blanco y la lamparita de la mesilla eran las únicas luces en toda la habitación. El cursor del Word centelleaba reclamándole atención. Esta vez, sin embargo, había preferido volver al papel y al bolígrafo como en los “viejos” tiempos; aunque ahora se había dado cuenta de lo útil que era aquella socorrida tecla del “supr” (¡al menos valía lo que una hoja de su cuaderno nuevo!).

Se tumbó en la cama con el portátil en las rodillas. Abrió el Facebook y curioseó un rato. Tenía dos mensajes, uno de su hermana, al que contestó con un “tdo ok hblmos lgo” y otro (que no contestó) de Enrique, el antiguo compañero de Secundaria que seguía empeñado en recuperar aquel pasado de pandilla y primeros cigarrillos a base de intercambiar fotos en blanco y negro y comentarios jocosos con el grupo (recién “reagrupado” gracias a “las nuevas tecnologías”); aunque nadie lo quisiera, en medio de aquellos chascarrillos y bromas que se mandaban, siempre se colaba un deje de melancolía, una chispa de nostalgia persistente y machacona que vestía irremediablemente de gris a todo aquel tiempo tan intangible como irrecuperable. Lo último que se traía Enrique entre manos era celebrar un “encuentro” de todos los amigos (algunos lamentablemente desaparecidos)

Cerró el ordenador y volvió a coger el cuaderno. “Sentir cierto grado de acompañamiento” escribió y rompió otra vez la hoja. Realmente no sabía lo que buscaba, aunque si creía saber lo que no deseaba. No quería volver a sufrir cuando a final de curso tuviera que marcharse a otra ciudad (¿cuántas llevaba? ¿ocho? ¿diez?) dejando una vez más su corazón enredado en unas manos delicadas de mujer; no quería que le dolieran las risas abiertas y los francos abrazos de leales compañeros. En definitiva no quería la promesa de nuevos amores ni tampoco estrenar amigos del alma. Se sentía muy mayor y demasiado cansado. Le daba una enorme pereza pensar en el comienzo de curso, en volver a sonreír a caras desconocidas, hacerse el simpático, intentar caer bien. Definitivamente aquella noche estaba para el arrastre. Se dijo que tal vez fuera por la hora. Miró el despertador sobre la mesilla: las dos y media. Apenas le quedaban cinco horas de sueño; si apagaba la luz ahora, con suerte, aún dormiría lo suficiente; al fin y al cabo no tenía que madrugar tanto como otras veces, su piso estaba muy cerca de la Universidad y podía ir andando, sin problemas de atascos ni de subir y bajar escaleras de estaciones de Metro. Sus nuevos alumnos tampoco tendrían mucha prisa por perderse el primer día de clase. Todo iría bien, como siempre todo “seguiría” bien.

Y sí, “siguió” bien. Quizás sólo fuera sueño por la tardía hora o simplemente aburrimiento. La noche oscura por fortuna siempre tiene un punto en el que amanece y decide despedirse.

Aún sin “subidas al Monte Carmelo” o despertares “iluminados” cuando al día siguiente recogió sus cosas se sintió mucho mejor. Decidió dejar olvidado el cuaderno de tapas granates sobre la mesa (puede que otra noche…). Antes de guardar el ordenador en la cartera lo encendió y escribió un mensaje: “OK, Enrique, estaré allí”.

-Definitivamente las cosas se ven mejor con la luz del día, volvió a pensar mientras se echaba una última mirada en el espejo del pasillo. Cerró la puerta del piso y comenzó a bajar las escaleras silbando.












Albada 350



CONCIERTO
(1 de septiembre de 2013)

  A las ocho de la mañana el pueblo duerme todavía. O al menos lo parece. Subiendo al palacio sólo se cruza con una pareja de turistas alemanes que le preguntan, en un español más que aceptable, a qué hora se abre el museo y dónde podrían tomar un café. Todo está cerrado, incluso el horno de la panadería de Lucía tiene las persianas echadas.
 A medida que deja atrás las empinadas cuestas y llega a lo alto, oye de nuevo (como perdida) alguna nota, algún arpegio sofocado y, más fuerte, los gorjeos alegres de las golondrinas. El verano termina y están inquietas por comenzar el largo viaje. Ella también está nerviosa: hoy es su último día y pretende volar, al fin, muy lejos. 
Antes de girar la llave se vuelve para contemplar el pueblo que a esas horas siempre le recuerda a un perro dormido enroscado a los pies del imponente edificio del XVI que lo corona.  
“Según el cálculo efectuado por Josef Heinz Eibl, de los treinta y cinco años, diez meses y nueve días (=13.097 días) de su vida, Mozart pasó diez años, dos meses y ocho días (=3.720 días) viajando” 
La frase, escrita en la pared en letras grandes de hermosa caligrafía, es lo primero que se ve al entrar en el edificio. Está pintada justo encima del mostrador donde ella informa y vende las entradas a la exposición (no podría nunca llamarse museo aunque así lo anunciaban los folletos de la localidad). Cuando Aurora se sienta, sobre su cabeza también se puede ver una magnífica reproducción de un retrato de Wolfgang Amadeus Mozart, el de Barbara Krafft de 1819 del que se dice que es una de las representaciones más fiables. 
Vestido con una elegante casaca roja con rebordes plateados y pañuelo inglés de puntillas al cuello, la mirada del alegre genio se dirige directamente a cada uno de los visitantes que cruza la puerta. Sobre la pálida tez del delgado rostro, los ojos de un azul intenso se apoderan del que entra. Esa mirada vibrante no se separará de él durante toda la visita (hay muchos más cuadros del compositor en cada una de las estancia) y cuando horas después el visitante se toma un vermut con aceituna en la plaza del pueblo, parece que el bueno de Mozart ha bajado tras el turista las empedradas cuestas y todavía siguen en alegre compañía. Tal es su intensidad. 
Aurora no sólo vende entradas e informa, también se ocupa de mantener aquello limpio; es señora de la limpieza, recepcionista y guía del museo a la vez. Es también restauradora, investigadora y guardia de seguridad. Allí es todo ella; en realidad, allí sólo trabaja ella. 
En aquel alcor perdido entre páramos y campos agostados, en aquel edificio de estilo plateresco dedicado al músico austriaco la realidad es tan sorprendente (¿o mejor llamarla absurda?) que aún después de los treinta años que lleva entre sus paredes llenas de las miradas claras del músico y vitrinas con sus “certificados” objetos personales (un peine, un gabán pardo a la última moda francesa, una casaca de paño azul con piel, una camisa de dormir y cinco pares de medias, papel pautado, una pluma, una bola de billar…), cada mañana, antes de entrar, tiene que volverse a mirar al pueblo para no perder poco a poco la cordura. 
La cordura y sobre todo la ilusión. La ilusión que le llevó a encerrarse en el viejo palacio recién licenciada, cuando creyó al viejo conde loco de su pueblo, último descendiente de un apellido tan orgulloso como ilustre; arruinado y desahuciado, un borracho que en su delirio le confesó la existencia cierta de cartas y partituras escondidas. Cartas de antepasados que hablaban de la visita de incógnito del honorable Mozart a España, de cómo cayó enfermo y de que en aquel palacio encontró el cobijo y el cuidado de sus “ilustrados” parientes. Que hallaría pruebas en la correspondencia privada de los antiguos propietarios del palacio, le dijo; que allí, olvidadas por “el genio” convaleciente y la desidia de los herederos, se escondían las partituras originales de dos sinfonías y una opera entre los miles de legajos amontonados en los desvanes de la ruinosa mansión. 
Ese fue su secreto entonces y ahora. La razón de haber pasado allí horas y horas encerrada más de treinta años.
 -El museo está lleno de recuerdos de nuestro insigne compositor, explica Aurora con una sonrisa profesional a los turistas alemanes que acaban de entrar. Desde hace muchos años la familia dueña del palacete, amante de la música y admiradora incondicional de Mozart, ha venido reuniendo una extraordinaria colección de objetos sobre el compositor. Mientras su fortuna se lo permitió pujó en todas las subastas de Europa para conseguirlos y el resultado es la excelente muestra que hoy pueden ustedes admirar aquí. Aurora vuelve a sonreír y les indica que pasen a la siguiente habitación donde un pianoforte de madera de tilo, que otrora fuera propiedad del músico, preside la estancia… 
Al anochecer, cuando coloca la llave en el portón del palacete, le parece volver a oír las teclas del pianoforte. Los acordes se silencian un poco cuando cierra la puerta y desaparecen por fin al terminar de bajar la primera cuesta. Las golondrinas siguen bordando sus sonoros bucles azules sobre el pueblo y al llegar a su casa ya sólo las oye a ellas. 
Suspira aliviada, se tapa los oídos con las manos sudorosas… ¡mejor así!, ¡mejor no oír! ¡No soportaría que Mozart bromeara de nuevo otra vez con ella! ¡Ahora que se jubilaba y abandonaría por fin aquel trabajo absurdo, aquel pueblo ruinoso! 
Aurora cierra los ojos y prefiere soñar que viaja: sabe que cuando amanezca no podrá dejar atrás las notas de una maravillosa sinfonía que la encerrará definitivamente para siempre y de nuevo en aquel caserón encantado.