
EL ARTE DEL BIS
Desde niño era lo que quería. Y de mayor también. Siempre había soñado con ser importante, había esperado ser alguien. Y ya que no lo fue por listo ni por ocurrente, lo que le sacó del anonimato, de la medianía que él tanto aborrecía, fue su asombrosa capacidad de repetir.
Repetimonas le llamaban los niños de la clase cuando les recordaba al pie de la letra la última retahíla de deberes que preferían olvidar; repetimonas le gritaba su hermana mayor cuando remedaba delante de la madre sus conversaciones a escondidas con el noviete de turno. Pero él nunca se dio por aludido. Por el contrario bien pronto decidió sacarle partido a su extraordinaria capacidad de poder repetir sin equivocarse cualquier cosa que oyera.
Aquella habilidad suya que en el instituto fue el origen de algún que otro ojo morado y de bastantes más disgustos con su querida hermanita, fue sin embargo la que le permitió acabar la carrera con facilidad y hasta -según comentario no exento de envidia de alguno de sus compañeros- con escandalosa comodidad. Lo cierto es que con la edad se aplicó en utilizar aquella memoria prodigiosa sólo para su propio beneficio, lo cual le libró de no pocos embrollos.
Sólo una vez apareció el vértigo. Sólo aquel tropiezo, el contratiempo con el viejo profesor de ética de quinto. Apunto estuvo, a un tris, de suspenderle y estropear el historial de su brillante porvenir. Él fue el único que descubrió su secreto, la certeza furtiva que siempre había conseguido ocultar.
Que no pensaba, le dijo. Que era incapaz, no ya de tener ideas más o menos buenas, más o menos acertadas, sino de tener una sola idea propia. Que era un repetimonas, un fraude vamos, le dijo, una cotorra de pensamientos y de juicios ajenos que no llegaría a nada.
Se le hizo más tarde de lo habitual en el despacho: la cita bien requería un poco más de esfuerzo. Mientras bajaba a la sala, aprovechó el espejo del ascensor para anudarse de nuevo la corbata. Entre luces y micrófonos avanzó seguro hasta el atril. Todo controlado; lo tenía, como siempre, todo controlado.
Las consignas y argumentarios políticos es lo que tienen: son extremadamente fáciles de memorizar y más para alguien como él “que no pensaba”. Cuando las cámaras de televisión le enfocaron, su primera sonrisa, mal disimulada y sesgada, se la dedicó a aquel viejo profesor.