LA CHICA QUE COLECCIONABA FOTOS DE MÚSICOS
(Diario de Teruel, 14 de noviembre de 2010)
Acababa de abandonar a su marido después de un suave portazo… todo en su vida hasta aquel adiós, hasta los demás adioses, había sido tan delicado, tan ¿inconsistente? que siempre le quedaba la sensación de que lo que acababa de sucederle no era más que un sueño con demasiado color.
Entró en la primera cafetería que encontró, ausente, con la misma elegante parsimonia con que podía haber entrado en el más exclusivo salón. Aquel bar y ese rincón junto a los ventanales empañados eran el mejor sitio, un sitio como otro cualquiera para ver pasar la vida fuera. No se había llevado nada de la casa: sólo el ÁLBUM que, abierto sobre la mesa, ahora acariciaba; el álbum y la certeza de que su empeño ya había terminado, que con el esfuerzo cumplido había conseguido recoger uno de esos raros tesoros que sólo algunos privilegiados pueden entender y apreciar.
Desde que vio la primera foto –nunca pensó que fuera una casualidad que entrara en aquella anónima exposición– decidió, tan conmovida como convencida, que reunir la mejor –la auténtica– colección de retratos de músicos sería en adelante su tarea.
Ardua tarea porque las condiciones que se impuso no eran de un menester cualquiera: los elegidos eran fotografiados por ella misma mientras ejecutaban la pieza que más les emocionaba; con el clic ajustado con precisión absoluta a ese momento del acorde mágico en el que el músico se funde con la melodía, ese instante fuera de cualquier tiempo y espacio que ella conseguía atrapar y que la dejaba siempre tan exhausta como fascinada.
Rostros de músicos en blanco y negro; rostros demudados, transfigurados por la música, poseídos por esa fuerza tan intensa como etérea, tan viva y a la vez tan irreal… ojos cerrados, frente fruncida, labios encendidos, frentes envueltas en sudor y latidos, cientos de latidos precipitados… latidos tallados a luz y sombra de la música, encerrados a fogonazos en su álbum.
El auditorio de cada ciudad que visitaba se convertía en su casa. Asistía y repetía una y otra vez concierto hasta que elegía su objetivo: sin dudarlo, siempre apostaba por el mejor, el que más se entregaba dejándose tomar por la música, aunque esto no coincidiera a menudo con el solista estrella sino con el más apartado de la orquesta, ese del ángulo que apenas se adivinaba tras los primeros violines…
Como coleccionista implacable rompió sin piedad corazones, mintió sin importarle el engaño con tal de conseguir increíbles encuadres, sus instantáneas robadas al silencio. Vivía sólo para ver crecer las hojas del álbum, y el resto –músicos como juguetes– no importaba.
La última de aquellas fotos fue la de su marido. Excelente pianista en cuyo rostro descubrió encajada toda la fuerza atronadora de los primeros acordes del Concierto para piano nº 1 de Tchaikovski. Tanto le emocionó su expresión atravesada por el torrente de notas, que accedió a sus ruegos y se casó con él.
Fue su mejor retrato, el preferido... también el último. El error fue no descubrir a tiempo que lo anodino de lo cotidiano convierte en vulgar lo más querido, y la realidad termina por pintar de insulso lo que antaño brillaba como extraordinario. Al final, fotograma a fotograma, a la vida hay que tomarla menos en serio, se dijo cerrando el Álbum.
El camarero se le acercó con el café. Y ahora ella no tuvo más remedio que fijarse por primera vez en él, mientras, éste, casi al oído, le susurraba embaucador:
-Tendré que pedirte que me dejes hacerte una foto. Eres justo la cara que necesito para terminar mi colección de las chicas más bonitas con las que me he cruzado.
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