Albada 265


CINCUENTA Y MÁS

(6 de noviembre de 2011)

Doce centímetros: los tacones de esta temporada vienen altos, súper-altos. Afortunadamente, piensa Sandra, también se llevan con plataforma, incluso con tacón muy ancho; ¡qué gran descanso para sus sufridos pies amortiguar un poco (al menos ese poco) cada paso del día que comienza! Sus nuevos zapatos son de un resplandeciente color violeta y resuenan con un suavísimo toc-toc-toc al pisar sobre la tarima del pasillo. Pese a que anda rápida y decidida mientras se pone el abrigo, recoge las llaves y mete el móvil en el bolso, ni se le ocurre caer en la tentación de esa última ojeada en el espejo del recibidor. Ese espejo, cómplice hermano de los demás espejos que están inventando un rostro nuevo sobre su rostro de siempre. Un semblante extraño en el que se sorprende cada vez que la mira esa otra mujer ¿mayor? en la que no acierta a distinguirse todavía.

Se desliza el sedán rojo por las largas avenidas. El otoño en Madrid hace flotar en el cielo mareas de ocres y amarillos; unas nubes vagan al fondo del azul. Todo es insoportablemente hermoso. ¿Quién me vende una máquina del tiempo? ¿Dónde está el camino para volver atrás diez, quince años? Siente el calor subir desde su pecho hasta la nuca. Baja la temperatura del aire acondicionado, aumenta la fuerza del ventilador. Sandra quisiera que lloviera escarcha para apagar el incendio que se ha prendido en sus sienes, la angustia abrasando la frente pálida.

La urgencia es ahora la luz de neón tras salir del ascensor. La oficina es un cómodo refugio, un oasis donde no pensar. Allí, analizando informes, estudiando proyectos, contestando y escribiendo correos electrónicos, da una tregua a la cabeza que bulle repleta de preguntas, de reproches. Por primera vez desde que se ha levantado deja que le engulla lo cotidiano y le devuelva a cambio la tranquilidad de un mundo que es como ese viejo conocido que nunca cambia, que nunca le desconcierta.

Pasan las horas sin hacer cruces, ineludibles. Sandra sólo ha pedido un primer plato. Vigila el peso e intenta acomodar la consistencia del tiempo que transcurre a la vez que trata de reacomodar también esos tres kilos inesperados que no consigue perder. En el restaurante de la empresa hay hombres jóvenes con mujeres más jóvenes que ella. Acostumbrarse a ser objeto de deseo no cuesta nada, lo que sí duele es no enhebrar miradas, claudicar al fin a la evidencia de que los años te han derrocado y la invisibilidad se te ha instalado de rondón sin darte cuenta. La vida te desplaza como a esas hojas del parque madrileño, piensa, mientras el coche deshace el camino. Deslumbran las ventanas de los modernos edificios a la luz del sol poniente y también el reloj en su muñeca. Todos almacenan nostalgias.

Sabe que al abrir la puerta de su casa se encontrará frente a frente con la mujer de la que no quiso despedirse esta mañana. A la luz del recibidor aquella aparición le devuelve la mirada interrogante y le sorprende su expresión serena: un día más ha vuelto a regalar a aquellos ojos mucho de la hondura y la belleza de la Vida. Sonríen por primera vez desde hace tiempo las dos: la mujer que mira y la que se mira.

Ahora, se dice Sandra, bajar de los doce centímetros será fácil si además te esperan unas suaves zapatillas. En el espejo, el reflejo de aquella mujer de cincuenta y pico, guarda prendida una sonrisa todavía un instante más, mientras se aleja -toc-toc-toc- pasillo alante. El tiempo está en calma, igual que la soledad: vacíos de rencor, quizás esta noche haya una tregua.



("Eve". John Martin)


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