Albada 278



DOS IGUALES
(3 de febrero de 2012)

Como una catedral, querida. Así de grande era mi mentira, como una catedral altísima. Como una vertiginosa Saint Pierre de Beauvais al fin terminada y sin fisuras: así de incontenible, así de arrolladora. 
Y de tan grande, de tan desmedida y al fin monumental, me fue imposible, ya no vencerla, sino tan sólo enfrentarme a ella. Al tenerla tan cerca y tan presente, envolviéndonos al completo, formando parte del bucle cotidiano, se transformó mi farsa en tu hábito, y tú, con indolencia cobarde –no dejo de reconocerte también un poco de culpa, querida–, te cubriste la zozobra de las dudas con la comodidad de no preguntarme. 
Y el silencio fue llenando de más y más poso aquel enorme vacío de la traición y del embuste. 
Me iré con lo que llegué, con nada; sólo el coche será mi cómplice en la partida. A cambio de él también te dejaré mi mentira: romperé esta carta y mis torpes explicaciones. Me iré para recuperar aquel desasosiego de la juventud, aquella inquietud de siempre sin resolución, sin nexo, sin consecuencia, porque yo... 

***

A partir de aquí, la tinta se convertía en un borrón. Era imposible continuar leyendo la carta porque la lluvia había empapado el papel por completo en ese lado. Tampoco encontró más folios tirados sobre la acera, así que solamente tenía aquellos tres párrafos para imaginarse qué se yo, un desamor, un desengaño sentimental, cualquier historia de afectos encontrados y –eso era lo único seguro– una definitiva y clara despedida. 
Si no hubiera estado enganchada (¡aquel viento polar!) en el respaldo de los asientos de la parada del autobús nunca la hubiera recogido, ni la hubiera leído tampoco sin esos largos cinco minutos de espera solitaria. Ella ni siquiera se preguntó el porqué de que esa carta (que alguien tiró para olvidarla tan cerca de su casa) llegara hasta sus manos. Pero las casualidades son así, siempre tienen su razón (que siempre, además, terminamos por descubrir mucho más tarde).
Aquella noche, mientras el sueño llegaba, practicó su pasatiempo favorito e imaginó historias, concilió sospechas fantaseando sobre qué vecinos de su calle estarían a punto de separarse. Antes del amanecer ya había tomado forma su enredo y disfrutaba sólo con pensar a quienes lo contaría (el marido de la pareja del segundo tenía toda la pinta de engañar a su mujer y ser el autor de aquel escrito...)
La mentira tiene las piernas muy cortas, sólo eso le dijo su marido cuando le enseñó la carta y le explicó su teoría... No le contestó lo que ella sabía tan bien: que pese al tamaño de sus piernas, la mentira anda rápido y se cuela por todos los lados. 
Como una catedral, enorme y fastuosa, fue levantando con constancia el bulo y en poco tiempo el chisme se hizo tan y tan espeso que nadie pudo despegarse –durante un tiempo– de su pringue. Y digo bien durante un tiempo, porque cuando ese tiempo pasó, la gente dejó de hablar de la pareja del segundo y solamente lo hicieron de ella.
Y dicen –y no les miento— que aún necesitó ver el garaje vacío de su casa durante tres días para poner los nombres verdaderos  (destinataria y remitente) a aquella carta emborronada. 




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