Albada 281

MEDIA HORA


(26 de febrero de 2012)

Cuando por fin la bisabuela dejaba de trastear por la cocina y se sentaba en el sofá, sabíamos que la hora de dormir se acercaba. No hacía falta esperar a que la sirena avisase que pronto, en media hora, las luces de todas las casas y de todas las farolas de la calle iban a apagarse; tampoco hacía falta escuchar en la escalera los pasos rápidos de algún vecino llegando a su casa inquieto por su retraso ante el inminente momento en que todos deberíamos estar ya “recogidos” y durmiendo.
Aquella media hora antes de salir disparados hacia la cama, mis hermanas y mis primos, con nuestros pijamas puestos, nos sentábamos cada noche alrededor de la bisabuela, y escuchábamos atónitos sus historias.
La bisabuela nos hablaba de una plaza donde solían
jugar ella y sus amigos a la salida del colegio: “…sobre todo cuando llegaba el buen tiempo aquel lugar se llenaba de gritos infantiles pateando el balón, o persiguiéndose con el tú lo posas… y a veces, cuando llovía, buscábamos refugio en cualquier patio y nos pasábamos la tarde contándonos historias de miedo, con la merienda en una mano y la playstation en la otra… así se nos hacían las tantas... ”
Solíamos interrumpirla muchas veces con preguntas y, a menudo, no la dejábamos continuar con nuestras exclamaciones de asombro o con n
uestras risas por las bromas y travesuras que contaba hacían. Nos sorprendió especialmente la primera vez que nos dijo que los niños a partir de cierta edad podían salir solos a la calle sin ningún mayor que les acompañara constantemente, o también que nadie les enviaba un mensaje electrónico a ellos y a sus padres cada mañana (la sirena para despertarnos en toda la ciudad está sincronizada con el envío de dicho correo) a su “Personal Digital Dietary” con el listado y el horario exacto de todas las actividades que sin falta y puntualmente se deben realizar durante cada jornada (entre otras cosas porque, sorprendentemente, dicho Dietario Digital no existía en su juventud) .
Un día nos habló de su primer novio, un chico de su misma clase aunque algo mayor que ella. Otro día de cómo aprendió a ir en bicicleta y de cómo, montada en ella, se acercaba a la biblioteca y volvía a casa cargada de libros.
A mi padre no le gustaba mucho que la bisabuela nos contara aquellas historias; le decía a mi madre que lo único que conseguía así era complicarnos la existencia, llenarnos la cabeza de imágenes y cosas absurdas, y que no estaba muy seguro de que aquello no fuera ilegal y denunciable. Mi padre sin embargo no le dijo nada a ella, a su abuela, porque nunca había sido amigo de broncas y, además, lo único que le interesaba era que le dejaran tranquilo: su mayor felicidad consistía en pasar las escasas horas libres que le permitían en el trabajo conectado a la máquina de oxígeno azul, viendo pasar allí sus películas favoritas en “seis dimensiones y con retroalimentación emocional incorporada”...
Yo a veces miro a la bisabuela mientras habla: los ojos entornados, casi cerrados, las arrugadas manos de sus pequeños gestos, aquel rostro querido que me ha acompañado siempre con su sonrisa desde que nací. La miro y confieso que, aunque la quiero a rabiar y siempre la he considerado persona sensata, todo lo que nos cuenta me despierta bastantes sospechas. Desconfío de ella y no quiero, pero la idea de que sean todo invenciones me inquieta. Cuando ya estoy en la cama, cuando toda la ciudad está en la cama y sólo el pequeño rayo de luna se cuela por la ventana, comienzan a desfilar mis dudas: ... pero, ¿qué sería eso de una bicicleta?, ¿y una biblioteca?... ¿Cómo la policía les permitiría correr por las calles, gritar, saltar, o, lo que era más grave, reunirse en grupos nada menos que “para hablar”?... Y sobre todo, lo que más me intriga, lo que más me quita el sueño: ¿qué significará, que será “Libertad” que la bisabuela la nombra una y otra vez tras un suspiro?


(Valencia, Febrero del 2012)

"Desterrada la justícia que és vincle de les societats humanes, mor també la llibertat..." (Lluís Vives, 1492-1540).

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