Albada 287



DESQUITE


(8 de abril de 2012)

Cuando lo decidí ya me sentí mejor, como liberado de un gran peso. La noche anterior y la de antes y la anterior a la de antes, había estado dándole vueltas hasta concluir que ya estaba preparado, que el momento había llegado. No hacía falta demorarlo más. La excusa fue aquel premio, el detonante la llamada oficial, el sobre timbrado con la invitación.
Salí pronto de casa, y eso que me costó mover a toda la familia, especialmente a los chicos que nunca acaban de cerrar el ordenador.
El coche era nuevo y casi nuevo también el camino. Eran más de 20 años sin volver a mi ciudad. 20 años sin saber de ella más que por los esporádicos encuentros con algún viejo conocido al que le preguntaba, como si el asunto -mi pasado- no fuera conmigo, englobando su nombre en toda una retahíla de otros tantos de aquel entonces.
Todo lo que hice fue por y para ella. Porque ella supiera, algún día, que yo seguía de pie y adelante. Para que ella se enterase, de una vez por todas, de que su crueldad no me había destruido; que, a aquella insensibilidad con que me había aguijoneado y a su veneno, yo había respondido con el mejor de los antídotos: el deseo de venganza. Con él alimentándome, tuve las fuerzas necesarias para llevar adelante mi vida y mi único propósito: desquitarme.
Convertirme en un escritor de éxito, formar la familia perfecta, tener la casa ideal, ser admirado, ser reconocido públicamente, no fue más que el instrumento, el medio de demostrarle que nunca me ganó, que aún me quedó una pizca de aquel orgullo y amor propio que ella redujo a cenizas con tanta ingenuidad como inmisericordia. Hoy por fin, cuando la vea cara a cara, quizás las arrugas hayan borrado el gesto que tanto amé; tal vez el remordimiento la haya hecho más pequeña y enronquecido la insultante luminosidad de su piel. Puede que hoy, por fin, la escuche suplicarme el perdón.
He tenido que atender a la prensa, apenas me han dejado serenarme, ni recomponer las imágenes de los recuerdos mientras volvía a recorrer las calles de mi niñez. Expectantes en la sala, cientos de rostros conocidos, pero no el de ella. Aplaudido, he estrechado manos y dado abrazos, pero no a ella.
Lo he sabido de improviso, sin ni siquiera preguntar: un comentario, no del todo bienintencionado, y el infortunado final de la antigua novia del recién premiado me sacude de arriba abajo, me hace temblar la mano saludadora y congelar la sonrisa ante los flashes.
La herida, compañera de tantos años, se hace grande y pequeña al mismo tiempo para desaparecer definitivamente del todo y dejar en mí sólo la sensación de la impotencia absoluta, de la sinrazón completa.
Me palmean la espalda y me llaman triunfador, y pienso que sí, que puede que tantos aplausos me los haya merecido porque he vencido al fin. Y sé también, que a partir de ahora, sólo me queda disfrutar del éxito de la más absurda, de la más inútil de las victorias.

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