Albada 300



(Fotografía de Pepe Alcaide)

SIESTA DE ANEA
(15 de julio de 2012)

Bajo el porche, tumbado al lado de la puerta, casi a mis pies, veo bostezar al perro. Me he sacado la silla baja, la de anea; pesa poco pero es fuerte, aguanta el peso, hasta el de un viejo gordo como yo. Cuando te sientas en ella hace un ruido tenue, es como si fuera la silla la que se acomodase al cuerpo de uno y no al revés. Las descoloridas tiras de espadaña, tejidas con sabiduría antigua, aún conservan en la memoria vegetal un poco de su lozanía de antaño, cuando en aquel feroz noviembre la tormenta se coló entre los juncales de la laguna y ellas respondieron altivas, resistiéndose a la genuflexión, tamborileando, azotando a la lluvia y al viento con su agitar sonoro; aquel pequeño crujido al sentarme parece el eco de sus batallas.

Ahora, a la silla de anea la llevan los nietos de aquí para allá, cómo si fuera un juguete. Este verano alguien le ha pintado las patas y el respaldo de azul-turquesa; es como una novia vieja demasiado engalanada para su primer amor, parece otra, está desconocida. Las niñas sientan sobre ella a sus muñecas mientras fingen darles de comer cucharadas colmadas de imaginaria sopa que nunca se derrama; los niños, la tumban, la visten con trapos viejos y la convierten en improvisada tienda de campaña o en trinchera. Pero lo habitual es que la silla pase en un rincón muchos meses vacía, sobre todo cuando termina agosto y la casa sólo la habitan el perro, mis recuerdos y yo.

Era la silla de mi madre, después fue durante un breve tiempo mía (¡bien chico era yo entonces!), de la mujer, de las hijas… y, en cualquier momento, siempre ha sido la silla de todo el que entró en la casa.

A mi madre la recuerdo (todavía muy guapa, con su pelo brillante y rubio) sentada en el sombreado patio. Al atardecer, recién regados la buganvilla, el jazmín y los geranios, todo allí eran risas y perfume fresco; sentadas a su lado, la abuela, las tías y alguna vecina de visita, todas con la labor en el regazo (los bolillos o las interminables y coloridas colchas a punto de cruz)

En los fríos inviernos, sin embargo, el patio estaba callado y vacío. Entonces sólo yo utilizaba la silla de anea: era la única que por su tamaño servía para trabajar en la mesita junto a la lumbre de la cocina. A la vuelta del colegio, mi madre me daba la merienda y no me dejaba levantarme de allí hasta que no terminaba las cuentas. A ratos odié, por carcelero cruel, aquel amoroso asiento.

Y luego llegó ella, mi mujer. También es invernal y laboriosa su imagen en mi corazón, pero me duele aún tanto su figura, ausente y tan querida, que confundo las noches con los días a su lado: el ganchillo y el hilo entrelazado entre sus hábiles y largos dedos, el fuego de la chimenea reflejando el púrpura en su blanca piel... la sonrisa que a veces me elevaba desde su asiento en la silla diminuta… y la certeza, la certeza dolorosa de que entonces era el instante y el latido y de que todo lo querido estaba, aún, al alcance de mi mano.

Vinieron las hijas, se criaron al abrigo del cariño y partieron también. La ciudad quedaba lejos para un abuelo testarudo y cabezota; tampoco una vieja silla de anea encontraría sitio en un piso sin fuego en la chimenea.

A mi lado, junto a la puerta, veo de nuevo bostezar al perro. Se levanta y se mete dentro de la casa. A su paso tintinean las cuentas de colores de la cortina. Hace calor. El sol se ha atrevido a entrar hasta en esta umbría del porche. Mientras pienso, creo que podría haberme adelantado un caracol. Levanto la vista hacia el horizonte, hasta la falda de la montaña vecina. Apenas alcanzo a distinguir en la parcela del Matías las manchas blancas y negras; casi todas quietas, tumbadas, un par moviéndose lentamente. Seguro que allí debe hacer más fresco: la hierba húmeda, la brisa del roquedal de arriba bajando al valle… ¡un alivio para este sol castigador de la hora de la siesta! Pastar por la mañana, sestear toda la tarde ¡no estaría mal ser vaca!, me digo, y bostezo, bostezo ahora, al fin, yo también, contagiado por el tiempo y la nostalgia, mientras remuevo un poco mi cansado cuerpo sobre la silla de anea.

2 comentarios:

  1. Me encanta leerte y conforme consumo las palabras mis ojos se van humedeciendo en esa irrefrenable nostalgia que nos aportan los recuerdos de la infancia y de la juventud. He visto mi patio y mi silla de "enea" llenos de vida...

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  2. ¡Gracias!... un abrazo y un catálogo entero de recuerdos azul de cielo para ti!!!!!!!!!

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