Albada 309



VER LAS ESTRELLAS

(16 de septiembre de 2012)

Les aseguro que las vi, claro que aquella noche las vi, no una ni veinte, creo que fueron todas.

Aunque no podía meter en el cuerpo ni un gramo más de alcohol, ni tan siquiera un centímetro cúbico más de humo, acabé de un trago el whisky con el último cubito bailando hecho un esqueleto (el cubito, se entiende, no yo) y apuré en dos largas caladas el sospechoso cigarrillo compartido. Todo por no saber decir “no” a aquella desconocida rubita que no paraba de reírse y tirarme de la manga diciéndome de seguido: venventontoven. Y así de imbécil debí de ser, que sin pestañear la seguícomounidiotalaseguí. La seguí a ella y también a sus modernísimos amigos; tan interesantes, tan originales ellos empeñados en terminar la noche viendo las estrellas en la parte alta del pueblo. Y mientras ellos y ella seguían con su jijí-jajá, comencé a pensar, sin dejar de ir detrás de ellos tropezando por las empinadas cuestas, que menudo plan, como si nosotros, los del pueblo, no hubiéramos pasado más de una y diez noches al raso espiando los brillantes cuerpos celestes y también, todo hay que decirlo, a otros cuerpos mucho más terrenales pero no menos brillantes retozando a nuestro lado. ¡Para eso tanta modernidad y tanta risa!

Ya casi llegando al mirador, el aire de septiembre, frío y húmedo, hizo que la dueña de aquella dorada cabellera se apretara un poco más contra mí y empezara yo a ver aquel “plan” con mejores perspectivas, digamos que “como más claro” y eso que el cielo estaba bien oscuro. Tan oscuro era, tan sin luna, que ésta apenas se dibujaba como un jirón a la derecha.

“¡Oh, qué cielo más ideal para ver las estrellas!”, gritó uno de aquellos zangoretinos mientras yo abrazaba a mi rubia más fuerte.

No sé por qué, ni tampoco cómo pasó. Quizás es que cuando el deseo parece tan simple y tan sencillo, tan fácil que ya lo sientes en la punta de los dedos, la mente baja la guardia y se despista la atención; o quizás fuera simplemente que me las prometía tan felices, sentándome junto a la chica con ademán de cazador, que no reparé en la proximidad del barranco.

Mientras rodaba por la ladera (cuatro costillas rotas y fractura de cadera) apenas me dio tiempo de cerrar los ojos para ver toda la bóveda celeste entre la imagen fugaz de una cabellera rubia. Estrellas dentro de mi cabeza, miles de ellas vi, se lo aseguro.



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