Albada 321





VISITA
(16 de diciembre de 2012)


He recuperado la cita rápidamente en Internet. Recuerdo que hace mucho tiempo la apunté a mano en alguna hoja ya perdida: “cuando los gatos sueñan adoptan actitudes augustas de esfinges reclinadas contra la soledad, y parecen dormidos con un sueño sin fin; mágicas chispas brotan de sus ancas mullidas y partículas de oro como una fina arena vagamente constelan sus místicas pupilas."

A Baudelaire le debían gustar los gatos, claro. A Baudelaire seguro que también le gustaría el gato que lleva todo el día ronroneando en mi jardín. Me he dado cuenta que estaba allí esta mañana temprano, después del enorme revuelo que han organizado mi perro (las patas todavía adormecidas tras la plácida noche en casa) y él, el gato intruso, persiguiéndose, formando tal remolino de hojas que entre tanto fragor apenas se distinguía quién perseguía a quién.

Lo veo desde la ventana; sabe que lo estoy observando pero parece no importarle. Creo que es muy joven. Lleva todo el día ahí abajo, solo, jugueteando con las ramas de los árboles y la pelota perdida de Urko, mi perro, con el que al final ha terminado por firmar una respetuosa y pacífica indiferencia. Me pregunto si habrá pasado la noche allí (¡esos cinco bajo cero blanqueando la naricilla rosa!) y si piensa hacer lo mismo esta nueva noche. Qué quiere, qué espera. No entiendo de costumbres de gatos, pero los sé mucho menos desamparados que los perros allí afuera, en la ciudad; quizás por eso, por ser menos vulnerables, más autosuficientes, por ser más libres, un perro nos conmueve y a un gato se le admira. Nunca he tenido gato, o mejor dicho: nunca un gato me ha adoptado a mí.

Gatos vagabundos y equilibristas de los tejados anaranjados, gatos misteriosos y cavilosos, gatos cazaratones y con botas andarinas, gatos sagrados con ojos de lapislázuli…

Se nos echa a todos la noche encima: a esta bibliotecaria, a sus poetas y a su perro junto a la chimenea; al gato, pertinaz y visitante, en el jardín oscuro.

La calle tiene ya las paredes frías, los cristales de los coches pronto se cubrirán de hielo y el domingo comenzará a dar las últimas bocanadas. Apetece la noche, quedarse en casa y seguir leyendo. Gatos poderosos de Poe y de Lovecraft, invisibles y sonrientes gatos de Cheshire burlándose de Alicia, gatos anarquistas de Borges, gatos parisinos de Cortazar; gatos rebeldes, incorrectos, perezosos y bellísimos… y también, claro, este gato intruso en mi jardín y su maullido que suena como la voz de un niño pequeño.

Y al final me decido. Sé que la solución está en el estante de mis libros preferidos. Pasando veloz las hojas hallo la “fórmula infalible” de mi admirado profesor Parra. Dice así: “MANERA DE ATRAER, QUE NO ATRAPAR A UN GATO: coloque en el equipo hi-fi la Sinfonía del Nuevo Mundo restando los agudos; el fuego bien vivo en la chimenea y la alfombra delante y libre de artefactos. Dispóngase usted en un ángulo discreto; puede fumar. Y deje la ventana abierta. El platito de leche no funciona”

Cambio el tocadiscos por el reproductor de audio de mi ordenador; cambio la Sinfonía del Nuevo Mundo por el Adagio del Concierto para piano, nº 5. Op. 73, (¿de verdad qué se me ha ocurrido a mí que aquel gato preferiría escuchar El Emperador o ha sido su telepatía?). El resto de la fórmula la sigo al pie de la letra: la ventana abierta, la chimenea encendida, la mullida alfombra… y, por supuesto, la discreta y sosegada espera hacia aquel que ha tenido a bien venir (¡por fin!) a visitarme.




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