Albada 320



ENCUENTRO
(9 de diciembre de 2012)


Estaba inquieto y sin pensarlo dos veces decidió bajar del vagón una estación antes que la suya. Subió las escaleras mecánicas del metro a pie; cuanto más se empeñaba la cinta metálica en retrasar cada uno de sus pasos más deprisa escalaba él los falsos peldaños que jugaban a esconderse. Demasiada gente y poco oxígeno aquí dentro, pensó levantando la vista hacia la salida. Al alcanzar por fin la calle agradeció la bocanada de aire frío aunque a los pocos segundos tuvo que subirse el cuello de la cazadora y meter las manos en los bolsillos. En ese instante, sólo en ese instante (así se lo reconocería a ella después) se arrepintió de aquel arrebato por salir del metro antes de tiempo y se puso de mal humor. La noche era muy fría y todavía le quedaban por andar varias calles y cruzar entero el parque hasta llegar a su casa. No era habitual en él tomar nada de vuelta del trabajo, solía estar tan cansado y aburrido que sólo le apetecía cenar y arrellanarse cuanto antes en el sofá para dormitar delante de televisor; pero hacia tanto frío que la luz de aquel bar fue el único remedio que se le ocurrió para dejar de tiritar. Y al entrar, nada más entrar, la vio... y su imagen fue mucho más que el viento gélido: lo hizo paralizarse por completo. La reconoció al instante a pesar de que habían pasado tantos años sin verse. Tuvo incluso la disparatada sensación de que todo aquel tiempo no había existido más que en la pesadilla de una noche. Por un momento se le pasó por la cabeza que hacia rato que ella lo estaba esperando, que había sido ayer mismo su última cita y que de nuevo él llegaba tarde. Fue directo hacia la mesa donde estaba sentada pero ella –siempre había sido la más decidida de los dos- ya se había levantado y le sonreía.

Y se contaron su vida, la vida que de verdad les importaba. Se dijeron todo lo que no habían hecho juntos pero que durante todos estos años alejados habían deseado hacer cogidos de la mano: las ciudades que habrían visitado, cómo hubieran sido los muebles y el color elegido para pintar su habitación, dónde quedarían antes de volver a casa para tomar un aperitivo y reírse de la última ocurrencia de los jefes, como serían los desayunos de sus fines de semana, las duchas con risas, los nombres de los hijos que habrían amado juntos... Se contaron todo, toda la vida que le habría pertenecido tener, la vida que les importaba.

No fueron dos estaciones ni tres: el sueño le duró casi hasta el final del trayecto. Le despertó la voz impersonal de los altavoces anunciándolo. En el vagón sólo quedaban un par de personas más que ya estaban delante de la puerta de cristal preparados para salir. Se levantó entumecido y se dejó arrastrar por las escaleras mecánicas hasta la noche helada de la calle.



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