Albada 347



EL NADADOR
(28 de julio de 2013)


La playa está todavía vacía. Los de la limpieza hace poco que se han marchado con sus cilindros motorizados tan estrambóticos como naves explorando atmósferas lejanas. Las sombras perpendiculares de las papeleras (azules y brillantes recuerdan el lapislázuli en las pestañas de las diosas africanas) dividen matemáticamente la arena en porciones hasta donde se pierde la vista.

El agua acaricia los tobillos y luego hace lo mismo con los hombros tostados por el sol de julio. Al fondo no veo fin y mis brazos fuertes de nadador, curtidos por tantas y tantas horas de ejercicio, comienzan sin pausa a trazar dibujos sobre este mar esplendido que late sólo para mí. Siento su pulso sutil y blanco con cada fleco de espuma que va envolviendo mi cuerpo a medida que me adentro en él.

Soy feliz.

En este instante soy feliz. Nada me sobra y, sobre todo, no me falta nada. Descubro a cada brazada el milimétrico e inacabable placer de la belleza. Absorbo la belleza y me derrama ella en su infinito. Soy un fragmento, una partícula. Soy armonía en estado puro, en la que me deshago y dejo de ser yo para serlo todo al fin y por completo. Mi cuerpo se mueve al compás de la más perfecta de las máquinas, la eternidad se hace materia en las olas que marcan el tono. El ritmo atronador del silencio recorre mi cuerpo. Vibra cada una de mis articulaciones, cada tendón se yergue y se destensa en el cadencioso ir y venir del oleaje.

Nado y lo hago en dirección al final, que se que no es más que un espejismo: el horizonte es un labio salado que se pliega sobre su mismo borde para comenzar de nuevo una y otra vez su canto. El paraíso no tiene lugar ni tiempo porque es tan leve y veloz que se escurre de cualquier palabra que quiera nombrarlo. Sólo se posa y se adueña por completo del espíritu que sabe despojarse de recuerdos. Yo ya he perdido casi por completo la memoria. No se cual es mi nombre y apenas recuerdo cual era el de ella.

Ahora me pesa profundamente tanta dicha, me tira y llama al fondo. Siento los músculos apagarse lentamente, agotados por el esfuerzo, saturados de tanta dicha. Decenas de burbujas me hacen cosquillas en la nariz. Una espiral fluorescente cabalga sobre la columna vertebral mientras avanza más y más hacia mí el abismal escondido de mi origen.

Súbitamente dejo de entregarme y emerjo con la premura del relámpago sobre el líquido acariciador. La boca se entreabre ansiosa al cielo para saciarse de nubes.

Nado. Vuelvo a nadar con fuerza; esta vez hacia la línea que dibuja la arena. Cada vez más y más cerca, la playa me parece una piel dorada moteada de pequeñas figuritas tumbadas al sol.



















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