Albada 348



EL REMO
(4 de agosto de 2013)

La mañana estaba fría cuando  saltó dentro de la barca. Sólo de un vistazo la cara azul del mar le confesó al pescador tantas cosas que a punto estuvo de dar media vuelta y volverse. Blanca y pequeña, como el diente de leche de un niño chico, su casa  aún se divisaba  junto a la orilla; pero no quiso escuchar: la llamada añil era tan fuerte, tan hermosa que sus brazos remaron más rápidos aquel día, y aquel día también, pese a las aguas inquietas, la pesca fue abundante y fácil.
La tormenta anunciada se desató al atardecer. Comenzó como siempre empiezan las más terribles de las tormentas en el mar: apenas unas gotas cayendo a  ritmo lento y esa tranquilidad mentirosa extendiéndose por toda la superficie del agua, extrañamente sin olas. Era  un desasosiego calmo, como si toda la vida  estuviera estancada  dentro de un inmenso recipiente en equilibrio, a punto de  rodar y romperse en mil pedazos.
Un poco antes de que media docena de delfines danzaran frenéticamente junto a la barca, el pescador ya había recogido  las redes y comenzado a  remar hacia la costa.
Entonces sucedió. No sintió horror ni  miedo, tan sólo un atronador torbellino que le arrancó violentamente  hacia el cielo. Después, la oscuridad y de nuevo aquel silencio húmedo y blando.
La arena le cegaba los ojos y la sal le escocia en la garganta. Cuando se sobrepuso al dolor,  se vio a si mismo varado sobre la playa. De su barca no quedaba  más que un remo que  aún sujetaba entre sus puños; de su casa frente a él, tan blanca y tan pequeña como la sonrisa de un niño, sólo se veían  ruinas. 
Furioso, se encaró al océano y alzó el remo amenazante: ¡Maldito mar, qué me has quitado todo lo que yo tenía! ¡Juro que nunca más volveré a verte! ¡Me marcharé lejos,  allá donde tú no estés, dónde nadie haya visto tu belleza traicionera! ¡Encontraré un lugar en que ni siquiera sepan para  que sirve este remo!
En la búsqueda de su nuevo hogar, el pescador visitó  remotas aldeas y  en todas ellos preguntaba mientas enseñaba su viejo remo: ¿Sabes para que sirve esto? ¿Sabes, acaso, como se llama? Nunca obtuvo un no por respuesta, sólo el asombro de todos los desconocidos que encontraba. ¡Pero si tú  eres pescador! ¿Por qué  nos  preguntas eso?, le decían extrañados. ¿Cómo, si tu vida es el mar, pretendes olvidarte  de ella? , le contestó un día un anciano. ¿Acaso quieres perderte a ti mismo? ¡Piensa que por mucho que te alejes siempre llevarás en ti lo que tú eres!, le aseveró seriamente.  
Pero el pescador era pertinaz. Decidido,  seguía recorriendo centenares de caminos, hablando con  nuevos hombres y mujeres, aunque nunca  conseguía perder el rastro del mar  ni de su oficio.
Después de años  de indagaciones y andaduras llegó a los pies de una gran montaña. Nadie vive  arriba, le dijeron  en el valle. El pescador  cansado de no encontrar  quien no supiera para lo que servía su remo decidió irse a vivir allí, solo, alejado de todo y, sobre todo,  del ingrato mar.
La montaña,   alta y poderosa, le fue acogiendo en sus entrañas a medida que avanzaba hacia la cumbre. Dejo atrás robles, hayedos, pinos… avanzó entre los olorosos matorrales de las  frías praderas. Luego pisó la nieve y oyó el grito de las águilas.  Su corazón, palpitaba al compás del esfuerzo.
Tras el último repecho, cuando por fin se irguió para respirar junto al borde de la cima,  el pescador se quedo petrificado. Frente a él y mucho  más allá de lo que la vista le alcanzaba ¡todo el horizonte era mar!, ¡su dulce y azulado mar!

  


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