Albada 203



NACAR
(15 de agosto de 2010)

La tienda está justo frente al portal de su casa. El escaparate ocupa la mayor parte de la fachada desconchada, pero aún así sólo hay sitio dentro para el maniquí y una estantería donde el dependiente suele colocar cinturones, corbatas, calcetines… y otras prendas pequeñas extendidas con más o menos -más bien menos- gracia.
Hace cinco años que vive en este piso viejo, cinco que su dirección es la calle estrecha y en cuesta, cinco que no sale de la ciudad pequeña y provinciana.
Desde aquel verano que por ajustes de plantilla le trasladaron allí, la tiendecilla de enfrente ha sido la única vista que ha tenido al asomarse a la ventana, su referente para adivinar si haría más o menos frío, si llovería de nuevo como ayer o también como antes de ayer.

Mientras toma el primer café del día, ve cómo el sol oblicuo va deslizándose entre la pared y la canalera desvencijada; es entonces, al reflejarse el primer rayo en la luna de la tienda, cuando se produce el efecto mágico de todas las mañanas: la claridad intensa parece salir engañosamente desde el interior del escaparate y ondas multicolores envuelven de luz al envarado maniquí, protagonista involuntario, que como si entendiera de fenómenos de difracción y óptica cuántica parece estirarse y crecer.
De color carne, la mandíbula de plástico al cielo, siempre dirigida hacia su ventana, observándole fijamente, desde el fondo del escaparate. El pelo tallado y la cara maquillada, tanto que, aún sin estar cerca, se le distinguen las pestañas pintadas una a una, minuciosas líneas paralelas bordeando las dos esferas blancas de nácar que tiene por mirada.
No era un maniquí moderno, ni siquiera tenía aquel glamour de los de antaño. Era soso, sin gracia, tan rígido, y envarado en su postura altiva, que ningún traje, por mejor sastre que hubiera tenido, le hubiera sentado bien. ¿Y aquel artilugio de derribo, aquella chatarra miserable aún se permitía brillar ante él y despreciarle?... ¡un muñeco de desguace mirándole insolente cada día recordándole su fracaso y medianía!…

Le odiaba: tras aquellos cinco años de tenerlo por compañero de amanecidas, retándose viendole brillar al sol, en aquella ciudad, en aquella calle, en aquella casa frente a la tienducha, definitivamente le odiaba cada mañana más…

Baja a la calle y cruza de acera. Y al falsamente inofensivo y humilde, al rodeado de camisas y pañuelos bordados, le enseña las fotos que ha bajado de Internet: maniquíes de ultimísima generación, modelos articulados que parecen tener piel, seres inermes con hermosas pelucas sonriendo, casi reales… y le pone delante de la cara el espejito.
Juraría que ha visto una lágrima saliendo de las esferitas blancas mientras se aleja carcajeándose, arrastrando las maletas -¡ al fin!- hacía la ciudad más grande, la de anchas avenidas , la de edificios altísimos donde se es vecino del sol.

En la euforia, ha olvidado junto a la taza de cafe vacía, que también allí son más las tiendas, muchos más los escaparates, y más, muchísimos más los ojos de nácar.






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