(F.Goya. El toro mariposa)
DIEZ DÍAS
Qué soñaría aquel toro de Valtierra, qué delirios tendría para saltar vallados y escaparse tan ufano, tan redondo, hacia maizales y choperas. Diez días jugando al escondite contra batidas, masivos rastreos y helicópteros; diez noches compañero de la luna, protegido de las sombras, cómplice de los bosques y los sotos de los ríos…
Un toro solo, patas, aliento y oleaje de carne zaina. Un toro libre entre las zarzas y los jarales, oyendo el canto de las ranas y los grillos. Un toro embebido de auroras, escabulléndose de ladridos y de humanos, desoyendo la esquila del manso, señuelo de sumisión.
La historia del toro desertor de su destino y a la búsqueda de la fortuna es el cuento del verano: un día tras otro, como en un encantamiento de Sherezade, su fuga alimentando las blanduras del corazón y el íntimo regocijo de que es posible lo mágico y el triunfo del indomable.
DIEZ DÍAS
(5 de septiembre de 2010)
Verlo, así, era tan desolador como esos finales del segundón bueno de las películas al que el guionista hace siempre morir en la penúltima escena (después de habérselas hecho pasar canutas ayudando al prota, claro).
Verlo, así, era tan descorazonador como confirmar -mal que te pese- tus fundadas sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos; o tener que oír que alguien te sople confidencialmente que Cenicienta, la felizmente casada, terminó por no soportar al regio consorte y se separa…
Verlo, así, era tan desolador como esos finales del segundón bueno de las películas al que el guionista hace siempre morir en la penúltima escena (después de habérselas hecho pasar canutas ayudando al prota, claro).
Verlo, así, era tan descorazonador como confirmar -mal que te pese- tus fundadas sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos; o tener que oír que alguien te sople confidencialmente que Cenicienta, la felizmente casada, terminó por no soportar al regio consorte y se separa…
Verlo era acabar el cuento mal, la historia sin el comieron perdices; renunciar una vez más a ese trocito de ilusión infantil, a esa rebeldía salvadora de la adolescencia que de vez en cuando (y casi siempre por nimiedades como ésta) aún nos brotan.
Verlo, así, como un guiñapo negro y desmañado sobre la pala de la grúa, exánime, la cara desencajada, asustaba.
Verlo, así, como un guiñapo negro y desmañado sobre la pala de la grúa, exánime, la cara desencajada, asustaba.
Pero la voz en off de Las Noticias explicó claramente (ante todo “aclaración”) que a Burgalés, el toro que llevaba diez días huído, diez días escondido, sólo le habían disparado dardos narcotizantes, y que la imagen dolorosa y concluyente que estábamos viendo todos en la pantalla de la televisión a la hora de comer, era sólo la de un animal dormido, un toro que quizás soñaba.
Qué soñaría aquel toro de Valtierra, qué delirios tendría para saltar vallados y escaparse tan ufano, tan redondo, hacia maizales y choperas. Diez días jugando al escondite contra batidas, masivos rastreos y helicópteros; diez noches compañero de la luna, protegido de las sombras, cómplice de los bosques y los sotos de los ríos…
Un toro solo, patas, aliento y oleaje de carne zaina. Un toro libre entre las zarzas y los jarales, oyendo el canto de las ranas y los grillos. Un toro embebido de auroras, escabulléndose de ladridos y de humanos, desoyendo la esquila del manso, señuelo de sumisión.
La historia del toro desertor de su destino y a la búsqueda de la fortuna es el cuento del verano: un día tras otro, como en un encantamiento de Sherezade, su fuga alimentando las blanduras del corazón y el íntimo regocijo de que es posible lo mágico y el triunfo del indomable.
Parece ser que al toro soñador una asociación italiana, conmovida “por su voluntad y deseo de ser libre”, quiere llevárselo a pastar a Bolonia. Aún queda por determinar, dice el ganadero, el precio de su rescate.
Puede que después de todo, Burgalés halla encontrado su buena estrella y al fin descanse lejos, alegre corazón, entre la colina verde y el cielo, tan azul como el papel de seda, de una finca en la Romagna.
Puede que después de todo, Burgalés halla encontrado su buena estrella y al fin descanse lejos, alegre corazón, entre la colina verde y el cielo, tan azul como el papel de seda, de una finca en la Romagna.
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