Albada 211




EL PAN

(17-X-2010)


El chico era el mayor, así que no cabía duda: sería el que llevaría el cantarillo, mucho más delicado de transportar por las asas y por el mayor volumen de la pieza. La niña, que no era más que la tercera de los ocho hijos, pero de las chicas la más atrevida, rápidamente se acodó en la cadera –una dentro de la otra, forradas de papel de periódico y papel de estraza entre las bocas– las tapaderas y las dos cazuelitas que recién horneadas, brillaban al sol del patio trasero de la casa.

Aquella familia de ocho niños chicos, padre alfarero y madre joven –casi niña también– , aquella familia del pueblo castellano en la posguerra española, como muchas otras familias, llegaban al fin del día y a la cama fría con más hambre que hartazgo, aunque nunca los hijos se fueron a la escuela sin faltarles la taza de leche caliente y un buen lavado de orejas… que se podría ser pobre pero siempre había que mantener la decencia y el decoro, decía la madre cuando uno a uno revisaba a los ocho para que fueran impecables, curiosos y relimpios a la escuela, vestidos con algún que otro zurcido y con ropas heredadas, sí, pero siempre oliendo a jabón casero de espliego y bien "planchados".


Aunque a los dos les daba algo de miedo el camino, la esperanza de la propinilla de aquellos compradores ricos del pueblo vecino, les iluminaba los ojos pensando en lo que podrían comprarse si llegaba a una perra gorda para cada uno…
A mitad del camino, aquella casa solitaria llamaba la atención desde lejos. Vacía, callada como si estuviera ya hace mucho tiempo olvidada de sus dueños, era una buena excusa para descansar a la sombra.
La niña fue la primera que lo vio: allí en el primer piso, en el alfeizar de una ventana pequeña, casi ventanuco, asomaba el tesoro y la maravilla: un hermoso pan, un pan blanco, muy blanco, como esos que veían que se comían en casa de los ricos: redondo, de miga suave y esponjosa, grande, tan grande como para calmar el hambre de todo un día.


Apenas pudiendo disimular el entusiasmo, miraba el chico hacia el final del camino, miraba a las ventanas oscuras y cerradas, rodeaba la casa, no veía a nadie y no se decidía... Pero el pan, ese pan era tan blanco y tan tentador en aquella ventana de nadie… y ellos nunca habían probado un pan así…
Saltando era imposible, escalando tampoco porque la pared de la casa era tan lisa como las paredes del cántaro que llevaban a vender.
El hermano subió a la hermana sobre los hombros y ésta estiró los brazos hasta casi colgarse de la reja, pero al chico le fallaron las fuerzas y cayeron los dos al suelo.
Como debe ser verdad aquello de que la voluntad tiene más fuerza que cabeza, al tercer intento consiguió por fin la niña agarrar con las dos manos el tesoro; lanzó un grito de victoria y se tiró con él al suelo, dando un salto tal que dejó boquiabierto de admiración al hermano (aunque no le dijo nada porque, como decían sus amigos, a las hermanas pequeñas siempre hay que mantenerlas a raya, que si no terminan por mandarte en todo…)


Si la ilusión se pudiera cortar y repartir en cachitos como el pan, sin duda los dos niños hubieran sido los seres más ricos del mundo en aquel momento. El problema fue que aquello no había manera de partirlo porque, aunque fino y blanco, era también duro como un guijarro… fino, blanco, duro e insípido como la piedra que en realidad era.
Ese imaginado pan blanco de hermosos dorados como el trigo requisado del que se hacía, ese pan de olor suave, tibio y acariciante que comían los días de fiesta los hijos de la casa grande, no era ahora para los dos críos más que un sueño, algo desabrido e insulso en comparación con su pan de cebada o de centeno, el chusco negro que compartían siempre acompañado de las risas y la algarabía infantil cada día en casa. Sin decirse nada –porque de niños, a fuerza de costumbre, nos acostumbramos pronto a las desilusiones– recogieron cántaro y pucheros y siguieron su camino.


Cuando oí aquella historia, era muy niña y no la escuchaba… llevaba yo casi ya media escalera de ventaja corriendo hacia la plaza; yo, mis trenzas y mi bocadillo de (blanco y tierno) pan con chocolate.
Eran historias viejas de niños de posguerra, de cartillas de racionamiento y advertencias de abuelas. Ahora, de mayor, cuando veo a mi madre poner el pan en medio de la mesa, en el centro de la comida familiar, recuerdo su historia y la imagino de niña repartiéndonos su pan. Pan para partir y compartir; PAN, lujo cuando falta y delicia cotidiana, tan invisible como deliciosa cuando la disfrutamos cada día.



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