Albada 209



BLANCA
3 de octubre de 2010


Blanca se sentaba en la misma esquina cada mediodía y nos esperaba hasta que despertábamos de la siesta. Frente a la casa veía pasar los minutos lo mismo que contemplaba el paso de la gente, con la misma atención seria y concentrada. Blanca en aquellas tardes se acordaba siempre de nosotros tanto como nosotros no nos acordábamos de ella a veces. ¡La pobre Blanca!
En verano, a la hora de comer, casi no se puede estar allí, por el calor, las moscas y esas cosas… mi madre dice que con el otoño empieza a correr en esa esquina un airecillo fresco, y que en invierno bien acaban de sonar las cinco en el reloj del Ayuntamiento hay que meterse para casa o buscarse el abrigo en la solana. También dice mi madre que los perros no tienen memoria, y que la Blanqueta como cualquier otro chucho se irá con el primero que le ofrezca un trozo de pan o una caricia, que estará bien, que no me preocupe.
La barrunto a través de los visillos: flaca, desgarbada, ni grande ni pequeña, de aspecto vulgar, corriente, buenísima, la vista fija en mi ventana; será difícil que encuentre una casa, ni siquiera un dueño.
Mi hermano y yo oímos sus gemidos de cachorro mientras atrapábamos cucharetas en el agua estancada de la fuente. Tibia, suave, casi como una bola de lana sonrosada, así era la Blanca cuando la encontramos encerrada en la caja de cartón. Desde finales del mes de junio, recién llegados a la casa del pueblo, fue nuestra compañera de risas, cómplice de las correrías de dos niños de ciudad en vacaciones.
En el desayuno se lo pido a papá; en la mesa se lo pido a los dos. Las maletas están listas para meterlas en el coche y como cada año, cuando con octubre regresamos a la Barcelona, han tapado con sabanas el sofá, la televisión, el aparador...
- Y sin embargo ella no ha faltado ningún día, ni si quiera aquel domingo que llovía a mares, le digo a mi madre. Lloro un poco a pesar de mis once años mientras cierran las contraventanas de madera; y llora mi hermano en tanto aseguran los portillos de la puerta de la cocina.
Salgo fuera y la perra me recibe ladrando; salta, menea el rabo, corretea a mi alrededor sin dejar de ladrar. Feliz, convencida sin tener que estarlo de que todo es lo mismo siempre, segura sin pensarlo de que ayer y antes de ayer son ahora y de que mañana es este mismo instante. -Dice mamá que estarás bien, que te olvidarás de nosotros, Blanquita... Si bajo los ojos veo los suyos, redondos, dulces, profundos como repletos de recuerdos.
Desde lo alto de la calle, al final del pueblo se ve al fondo, tras la huerta, la línea plateada de la carretera. La ventisca terminará por esconderla en apenas una hora. La perra está callada en su esquina, canta el mochuelo sobre las tejas de la vieja casa, mientras el silencio de la nieve envuelve el pueblo.





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