Teruel en Labordeta

“Y de golpe, delante de ti, Teruel. Sus sierras, sus caminos, se yerguen ante ti, te asedian, te embisten, te cobijan, una mezcla de amor y odio se enfrenta, hasta que una tarde cualquiera uno queda asombrado por el color de sus tierras, sus otoños, sus piedras, sus gentes, sus verdaderas gentes: esa pareja que a primeras horas desciende El Campillo con su carga de piñas; o esa masovera que, en mitad del pinar, recuerda a sus hijos casados, allá en ‘las barcelonas’; o esos labradores que duramente sobreviven; o los mineros, o los pastores, o ese tipo jovial que, a escondidas, te enseña los proyectos de un nuevo Sindicato y tantos y tantos otros que así, sencillamente, te ofrecen su amistad, su casa, su paisaje, que al fin te das cuenta de que te sientes unido con la luz cegadora que embisten esas torres mudéjares perdidas en el cielo[…].
Pasan los años y los amigos crecen por el paisaje serrano, o por la hermosa vega del Turia –humilde como toda la tierra turolense–, y cuando un día hay que recoger la casa, levantar los bártulos y regresar al solar donde uno se fue haciendo hombre a costa de los muertos, aquellas tierras, aquellos tipos y paisajes te rondan el recuerdo un día y otro día hasta que una tarde decides otra vez ir a su encuentro, reviviendo con ellos las pasadas horas...” (Texto de José Antonio Labordeta publicado en Andalán)
Canción Adamar (J.A. Labordeta y M. J. Hernández .Poema de A. Guinda):

Primera frase

"Un hombre, en su desamparo, llegó caminando hacia la salida de la ciudad, se sentó en un banco de una gran calle proletaria llamada Gürtell. Entonces le cayó encima una hoja, porque esa calle tiene árboles. Por nada del mundo se habría atrevido a tirar esa hoja, era una señal de lo alto, y la conservó "...

No conocía a Ludwih Hohl. Acabo de abrir su pequeño libro "Camino nocturno" que la editorial Minúscula ha publicado recientemente.
Es verdad eso que dicen sobre lo de las primeras frases y de que te enganchen y "eso"...

y...

he terminado de leer el relato con la sensación de que Hohl ya era un viejo conocido.

Está bien pues

Albada 208

LA CITA

Era en el medio de Palermo. Cita en la trinchera de un corazón desbocado entre via Virrey de Maqueda y via Cassaro, justo dónde se cruzan en I Quattro Canti.
-19 de septiembre. Hizo caso al viejo arquitecto Giovanni y se colocó en el centro del teatro, giró sobre si mismo y sintió al instante la belleza del ottangulo mágico, el vértigo del centro de la ciudad barroca. Cerró los ojos y, entonces, se entregó al vacío.
-Volverte a ver. Y al imaginársela vio caer la Torre de Babel, derrumbarse piedra a piedra el Partenón y deshacerse el Coliseo. Atardecía lento mientras la bandada de estorninos cruzó por el cielo gris.
Amó las ruinas desde niño, los fragmentos encontrados, la inaprensible belleza de la perfección perdida. Los paisajes abruptos, las abadías medievales solitarias y rotas de Friedrich, de Robert y de Girkin como fondo de sus sueños; la suave melancolía de la nieve sobre los ventanales, el paso silencioso de un caminante desconocido… el espejismo del batir del mar helado en la fata morgana como el último sonido que le acunaría…
-Volverte a ver un 19 de septiembre. Su alma azul enredada en las esculturas amontonadas, invadidas por la oscura hierba; la mirada púrpura prendida de los góticos arcos, resbalando por las vetustas escaleras que invitan a ninguna parte. Y como siempre, la larga espera: el tiempo discurriendo entre columnas, frontones y dinteles desparramados por el suelo, bajo la bóveda abierta por la que se cuela ya el hechizo de la luna, y un viento sombrío preludiando las fuerzas incontrolables de la Naturaleza (flores, arbustos, árboles preñando salvajemente todo). Aquí Romanticismo. Aquí la sublime, la fascinante soledad.
Como si marcara la llegada de una tormenta monstruosa, abruptamente el reloj del Duomo convierte a la cita en un recuerdo fracturado; la lluvia la desintegra como a los restos de una fábrica fantasma o a los edificios en ruinas de una ciudad cantada por Proust y Goethe.
-Volverte a ver un 19 de septiembre, y sobrevivir al crepúsculo cuando sólo queda - grabada a cincel- la cita sobre el muro de piedra. Definitivamente, demasiado fausto para una cita por videoconferencia e Internet. Abrió los ojos y cruzó la plaza. Las calles mojadas de Palermo brillaban bajo el sonriente neón. Si se daba prisa todavía llegaría a tiempo del primer pase de su película favorita de romanos.















Albada 207


CREATIVIDAD

Crear. Pensar. Más que nunca necesitamos ejercitar esos verbos. Más que nunca y ahora, porque nos acabamos de dar cuenta (la palabra crisis nos deslumbró al encenderse sin previo aviso) de que no sabemos dónde vamos, ni de quién ni de cómo es el futuro.
Inventar, discurrir, cavilar sobre cosas pequeñas y grandes, sobre ideas hondas e increíbles, sobre sueños que ni siquiera tienen nombre. Todos, sin falta todos, deberíamos practicar cada uno en su día a día la creatividad. Fomentarla. Sacarla a flote desenterrándola de entre tantos años de experiencia acumulada que nos han cubierto las ansias de buscar, explorar y encontrar tras el follaje espinoso de la complaciente resignación, la aceptación abúlica, acomodados, satisfechos de, en y por lo que “nos van dando”.
De niños el mundo es un inmenso universo que nuestras pequeñas manos exploran con avidez, al que nuestros pasos vacilantes, que apenas nos sostienen, no dudan en salir. La capacidad que tenemos en la infancia para investigar y descubrir es tan grande como nunca más lo será en el resto de nuestra vida: luego, año tras año, perderemos gran parte de la creatividad porque nos crecerá también –y mucho– la angustia de equivocarnos; dejaremos de buscar lo original, de inventar lo novedoso, de pedir lo mágico, por el miedo al fracaso del error que tanto hemos penalizado en la sociedad de los “adultos”. Todo a cambio de la comodidad del dejarse llevar que desconoce los imprevistos.
Arriesguemos, porque mientras seguimos perseverando en el no pensar, en el no imaginar, vamos perdiendo cada día un poco más aquel futuro que adivinábamos de niños, el norte de nuestra propia existencia.
Y mientras cada día nos levantamos con la creación de algún nuevo think tank , esos “tanque/laboratorios de ideas” algunos de los cuales ya exprimen los partidos –piensen si no en el último ex-presidente y la FAES–, me pregunto qué nos ofrecerán los programas electorales a la vuelta de unos meses… ¿Serán nuestros políticos capaces de alguna “ocurrencia brillante” nueva, ilusionante y –claro está– posible… ¿conservarán nuestros egregios representantes alguna dosis todavía de “creatividad” para ser capaces de ofrecernos un proyecto para nuestra provincia?, ¿se arriesgarán a pensar en “algo” –que no suene a lo de siempre, ya perdido- en lo que podamos creer sin tener que esforzarnos mucho?
Esta semana de camino al trabajo he empezado otra vez a cruzarme con decenas de niños que acaban de empezar la escuela. Estrenan cuadernos y lápices, pero sobre todo siguen llevando la ilusión, la emoción por la vida (no hay más que mirarles a los brillantes ojos). Desde el coche les veo cruzar por el paso de cebra, algunos ya entran a la escuela, y sólo se me ocurre pensar que ojalá sus maestros sepan conservar y fomentar en ellos la creatividad y la imaginación, que les cuiden, que les mimen esas ganas de explorar y descubrir nuevos, y en definitiva, esperanzadores horizontes donde se encuentra su futuro.

Albada 206

(F.Goya. El toro mariposa)



DIEZ DÍAS
(5 de septiembre de 2010)

Verlo, así, era tan desolador como esos finales del segundón bueno de las películas al que el guionista hace siempre morir en la penúltima escena (después de habérselas hecho pasar canutas ayudando al prota, claro).
Verlo, así, era tan descorazonador como confirmar -mal que te pese- tus fundadas sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos; o tener que oír que alguien te sople confidencialmente que Cenicienta, la felizmente casada, terminó por no soportar al regio consorte y se separa…
Verlo era acabar el cuento mal, la historia sin el comieron perdices; renunciar una vez más a ese trocito de ilusión infantil, a esa rebeldía salvadora de la adolescencia que de vez en cuando (y casi siempre por nimiedades como ésta) aún nos brotan.
Verlo, así, como un guiñapo negro y desmañado sobre la pala de la grúa, exánime, la cara desencajada, asustaba.
Pero la voz en off de Las Noticias explicó claramente (ante todo “aclaración”) que a Burgalés, el toro que llevaba diez días huído, diez días escondido, sólo le habían disparado dardos narcotizantes, y que la imagen dolorosa y concluyente que estábamos viendo todos en la pantalla de la televisión a la hora de comer, era sólo la de un animal dormido, un toro que quizás soñaba.

Qué soñaría aquel toro de Valtierra, qué delirios tendría para saltar vallados y escaparse tan ufano, tan redondo, hacia maizales y choperas. Diez días jugando al escondite contra batidas, masivos rastreos y helicópteros; diez noches compañero de la luna, protegido de las sombras, cómplice de los bosques y los sotos de los ríos…
Un toro solo, patas, aliento y oleaje de carne zaina. Un toro libre entre las zarzas y los jarales, oyendo el canto de las ranas y los grillos. Un toro embebido de auroras, escabulléndose de ladridos y de humanos, desoyendo la esquila del manso, señuelo de sumisión.

La historia del toro desertor de su destino y a la búsqueda de la fortuna es el cuento del verano: un día tras otro, como en un encantamiento de Sherezade, su fuga alimentando las blanduras del corazón y el íntimo regocijo de que es posible lo mágico y el triunfo del indomable.
Parece ser que al toro soñador una asociación italiana, conmovida “por su voluntad y deseo de ser libre”, quiere llevárselo a pastar a Bolonia. Aún queda por determinar, dice el ganadero, el precio de su rescate.
Puede que después de todo, Burgalés halla encontrado su buena estrella y al fin descanse lejos, alegre corazón, entre la colina verde y el cielo, tan azul como el papel de seda, de una finca en la Romagna.