Albada 282





ÖTZI


(4 de marzo de 2012)



La tormenta lleva dos días sin parar. No creo que se alcance a distinguir mi forma humana desde lejos, quizás ya soy un pequeño montículo en medio de la oscuridad blanca. Sé que nadie vendrá a buscarme y si lo hicieran nunca me verían. Sólo queda la espera hasta ser una minúscula partícula bajo la nieve, un leve poso en la entraña azul. El viento me grita con voz aterradora. Apenas puedo mover los dedos, pero aún parpadeo. Lo hago lentamente y siento la quemadura del borde de los párpados al rozar con la nieve que ha congelado mis pestañas. Alcanzo a distinguir entre la ventisca el glacial azul que besa las orillas de los tres grandes picos. Cada vez más grande, más cerca, más dentro de mí. El corazón helado de las montañas hace pagar con la vida a quien lo mira, así rezaba el chamán, así lo repetían una y mil veces los viejos de la aldea. Ahora, en medio justo de aquella trampa brillante que inevitablemente se acerca, oigo en mi cabeza las músicas tribales, los mantras que nos protegían en el peligroso camino a la alta montaña, sortilegios y conjuros para los valientes guerreros al encuentro de lo remoto, de la victoria sobre lo desconocido. La herida en el hombro izquierdo ya no la noto, aquella flecha extraña me dolió más por lo inesperada. Sé que me desangro lentamente y que mientras el hielo cala, asciende, atraviesa una a una la linfa de mis huesos, yo me vacío sobre él y le pinto de rojo pequeños ríos que pronto se vuelven de cristal. Junto a la aljaba, tiradas a mis pies, hay más flechas manchadas con sangre de extranjero. Huyeron heridos cruzando el lago en sus barcas de cuero. En la bolsa cerrada, que no consiguieron llevarse, conservo todavía el cuchillo de pedernal, el hacha de cobre, la yesca para hacer el fuego, y, envueltas en madera, las setas curativas que mi mujer prepara.
Aquella mujer, aquellos hijos, la aldea al atardecer… la melancolía es tan azul, que la atraigo a mi corazón hasta estallarme.
Suena el preludio de Tristán e Isolda. Sobre la pantalla fluorescente del microscopio electrónico descansa el ADN mitocondrial de Ötzi (así lo han bautizado: Ötzi, el Hombre de los hielos).
Inclinado sobre el binocular, el investigador “sabe” por fin, tras más de 5.000 años, de aquel guerrero sepultado por el hielo de los Alpes. La genética le cuenta de sus ojos marrones, su metro cincuenta y nueve de estatura... 50 kilos, 46 años.
El científico, que vio anoche la última película de L. V. Trier, secuencia el genoma completo del cuerpo congelado. El individuo mantiene perfectamente conservados todos los tejidos de su organismo y órganos internos debido a un proceso de absoluta congelación producido por el frío extremado de la zona donde falleció, escribe en su informe. Se aprecia una predisposición hereditaria a episodios cardiovasculares, intolerancia a la lactosa; herida contusa en omoplato izquierdo… muerte por hemorragia traumática...
Una luz azul, en absoluto prevista, le obliga a levantar por un momento la frente del binocular; pero sólo es un instante, quizás fue su imaginación, en todo caso nada reseñable que añadir a su informe.
Desconectados ordenadores y microscopios, apagadas luces y cerradas puertas, en el silencio del laboratorio todavía quedan flotando entre probetas y pantallas las últimas notas del preludio de Tristán e Isolda. Melancholia orbita sobre la bóveda celeste, aguardando apocalipsis de un nuevo corazón.








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