Albada 304



VIDAS SINCRONIZADAS
(12 de agosto de 2012) 

Las nadadoras llevan bonitos bañadores y tocados brillantes en las cabezas. Las nadadoras se mueven con movimientos rotundos, ejecutados con una precisión milimétrica, las dos a un tiempo, sin separarse nunca de ese eje de simetría imaginario que marca la armonía y la dificultad del movimiento. Se contorsionan a veces casi acalambradas, crispadas las manos, los dedos de los pies como pulsando un violín acuático invisible. Otras veces marcan con el arco de los brazos y el cuello formas redondeadas, pasos que son apenas el inicio, el esbozo de una figura que se engulle sin contemplaciones el agua de la piscina.

Las nadadoras llevan pintados los ojos con colores psicodélicos, y las bocas de rojo coralino indeleble. Cuando se sumergen se transforman a través de la superficie en manchas luminosas, fosfenos mágicos, que coronan las ondas a borbotones con imágenes surreales donde brazos y piernas ya no son tales sino elegantes filamentos de una sola cara sonriente y fija como el mascarón de un barco antiguo. Las nadadoras nunca cesan de moverse con movimientos hermosos e increíbles que nunca llevan a ninguna parte, siempre giran y giran en medio de su azul y límpido universo olímpico

Los sonidos de la escoba pasando una y otra vez sobre las baldosas restallan contra los setos de las tapias encaladas y se allanan en la superficie de la piscina. Se para a descansar. El televisor lleva encendido un buen rato. En la pantalla las dos nadadoras continúan en su ir y venir frenético al compás de la música mientras él enciende con parsimonia un cigarrillo y se queda quieto, fumando de pie, mirando aquellos dos seres magníficos que bien pudieran ser habitantes del Olimpo. Haciendo contrapunto a su inhalación de fumador empedernido se oye de pronto el siseo reiterado de los aspersores en la zona ajardinada. Es la señal, la hora de abandonar él también la piscina; hace mucho tiempo que todos los bañistas se han marchado ya. Su trabajo por hoy ha terminado.

Baja el toldo de la caseta del bar. Revisa los estantes con las patatas fritas, los cacahuetes, las cortezas… abre la nevera y cuenta por encima los refrescos que le quedan. Mira el reloj: las diez y quince. Cuando pujó para que en verano le adjudicaran la explotación de la piscina del pueblo, no se imaginaba lo largos que se le harían los días, incrustado durante horas en ese microcosmo aislado de muros altos, tripulante-jefe de una crisálida de fondo líquido en la que se refleja un cielo en medio de la nada. Su Olimpo particular no sabe de medallas ni de famas. Al apagar la televisión del local se oscurecen también las dos sirenas de la pantalla. El encargado de la piscina, tras terminar de apurar el último cigarro del día, pausadamente, casi con la seguridad con la que se dibuja una acuarela del paisaje tantas veces visitado, descorre el cerrojo de la puerta principal y se pierde en la oscuridad de la calle.

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