Albada 305



MOMENTOS
(19de agosto de 2012)

El coche remonta lentamente la montaña. El camino es tan inestable que a veces parece que las ruedas se van a quedar atrapadas por el fondo de la carretera, hundidas, deglutidas en aquel símil de asfalto. El pequeño vehículo aminora entonces la marcha, casi se para por completo, y parece tomar fuerzas; entonces, cuando el motor apenas ha parado unos segundos, arranca de nuevo con brío renovado el camino de la cúspide. Del motor sale mucho más fuerte ese brooomm, broooommmm brooomm y un shissssss se encadena sucesivamente con otro cada vez que derrapa en la gran cantidad de cerradas curvas que sortea hasta llegar a la cumbre. Una vez allí la bajada es fácil: consiste simplemente en dejarlo caer por la pendiente, al albur del recorrido; más rápido en las mayores pendientes, un poco más lento cuando el nivel se va allanado… y finalmente, pararse del todo cuando llega la horizontalidad completa del suelo. Hay algunos coches que a veces tienen un encontronazo con algún pliegue y se detienen en la bajada (esos son los que pierden), o incluso hay otros que chocan con alguno de los parados que ya han hecho la carrera (esos también pierden). Gana el que consigue llegar más lejos, y aún quedan tres coches más para intentarlo.
Asciende ahora otro; es rojo, un Testarossa nuevecito que recorre voluntarioso las imaginadas curvas que bordean la subida. Suena despacio el brom-brom de su alegre motor. Esta vez ha separado las rodillas y ha formado dos montañas: ¡más difícil todavía, subir y bajar, subir y bajar! Cuando se desliza por la primera bajada el choque con la falda de la otra montaña (su pie izquierdo) es inevitable: ¡pumbaaa!... y el coche va a caer boca-arriba fuera de la cama.
Romm roomm!!… sigue imitando con los labios fruncidos el ruido de las ruedas todavía girando como locas… cuando va a bajarse de la cama a recoger el juguete, de pronto se queda quieto y en silencio. Le ha parecido oír pasos, quizás es mamá que se ha levantado para ver qué ruido es ese de su habitación. Se acurruca de nuevo y se tapa hasta la frente, cierra los ojos y espera haciéndose el dormido. Escucha mejor. No, nadie se oye por el pasillo, nadie ha ido a la cocina ni viene a la habitación de su hermano y suya. Todos en la casa siguen dormidos, salvo él, claro. Él sí que lleva un buen rato ya despierto y pasándoselo en grande con los coches en la cama, construyendo con sus piernas circuitos imaginarios sobre la sábana, asistiendo a fantásticas carreras que sus coches han hecho para él y que sólo él ha podido presenciar: ¡se siente el más feliz del mundo!
Al niño le gustan los domingos por la mañana porque puede jugar en la cama y estarse mucho tiempo inventando aventuras. Mientras todos, hasta Muffi el perro, duermen, él siente que a esas horas del amanecer la casa es otra y que vive con su familia en un tiempo y en un mundo en que todo lo bueno y lo mágico es posible.
Hoy, además de ser domingo, son vacaciones y en vacaciones todos los días se parecen un poco a los domingos. ¡Qué suerte tienen!
A su lado su hermano pequeño, que todavía acuestan en la cuna, ha vuelto también a dormirse. Antes, por un momento vio que tenía los ojos abiertos y levantaba los brazos. Pero no llegó a llorar: un rayo de sol muy nuevo, muy de domingo por la mañana se había colado por las rendijas de las persianas justo para posarse entre las barandillas de la cuna. Era un rayo de sol juguetón, de color amarillo claro que se escondía entre los barrotes mientras el pequeño jugaba a atraparlo con aquellos deditos gordezuelos de los bebés chicos. Para cuando el hilo de luz, flotando una y otra vez, consiguió alcanzar el techo de la pared de enfrente, el hermano agotado por el juego se había vuelto a dormir ya, y él había vuelto con su apasionante carrera de coches.
Pero ahora, él también se ha cansado y se frota los ojos con la manga del pijama. Vuelve a oír aquellos ruidos. Sabe que no son sus padres, ni siquiera Muffi porque el ruido viene de fuera: un viento furioso ha comenzado a azotar a los árboles del jardín y las gotas de la inesperada lluvia de verano golpean la persiana.
De repente toda la casa se le vuelve grande y en la habitación aquellos rayos de sol que han iluminado sus juegos y los del su hermano se han oscurecido.
A medida que avanza, el pasillo se le hace más largo y tiene que extender los dos brazos porque le parece que las paredes se inclinan amenazadoramente sobre él. Nadie se lo ha dicho, pero sabe que eso es el miedo.
Afortunadamente nada hay mejor en esta vida que abrirse un huequito en la cama grande y segura de los padres, y que te reciba ese abrazo tibio entre el sueño y la vigilia de papá y mamá.
Abrazo tierno, imborrable de la felicidad en uno de esos domingos de vacaciones, con la tormenta mirándote tras los cristales.

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