Albada 186

(Faro de Leuret. José Manuel Ubé)

FARO

La habitación es exagonal. En la pared del fondo, el pintor ha dibujado la cama de colcha azulada; en el centro, la mesa con la botella y el vaso, un cuaderno abierto -tal vez un diario-, y el sextante; siete, diez libros apilados en las estanterías, algún atlas, y papeles desordenados sobre la única silla; en primer término, con nitidez, un jersey grueso de lana gris y un chubasquero amarillo colgados de la percha; apoyadas, a la izquierda, dos cañas de pescar, y un lío de redes junto a las botas de agua.

A él lo ha pintado a la derecha, medio cuerpo inclinado sobre el alfeizar de la gran ventana, una rodilla sobre un taburete, la otra pierna firme sobre el suelo de madera. Está casi de espaldas, en un escorzo difícil, apenas se le adivina la sonrisa tras la barba blanca, las manos que sujetan el catalejo y el humo de la pipa. El capricho del artista le ha pintado dentro de la estancia con el gorro marinero calado hasta las cejas. No hacía falta: todos teníamos ya las pistas para saber que él era el viejo farero y que tras la ventana abierta, aunque nosotros no lo viéramos, estaba el mar.

La pintura es mala, la perspectiva desajustada, pero para una niño la fantasía corrige y embellece todo, aunque ese todo fuera un souvenir playero, un kitsch cualquiera, traído por alguien que ya ni se recuerda, hace mucho tiempo.
Él ha crecido con ese cuadro y ha hablado en sueños con el hombre que mira por la ventana. De su obsesión infantil le ha quedado una magnífica colección de miniaturas, faros diminutos, perfectos, casi tan reales como los que coronan cada uno de los cabos que ha visitado. Tan grande es su fascinación por los faros como su incomprensión hacia los fareros y su amor por la soledad. Él teme a la soledad.

Sube, cada atardecer, a lo más alto de su adosado de la Fuenfresca. Mira al sureste y adivina el mar: hay días que el viento atraviesa muy rápido el horizonte y trae hasta Teruel, casi intacto, un poco de aire salado, un trocito de ese mar añorado al que cantaba Labordeta; mira al norte amigo, al oeste cómplice… Entonces, como se siente muy pequeño en su torre de vigía, se acerca el horizonte con el catalejo.
Cada noche aquel aprendiz de farero se pierde en su propia oscuridad y resbala un poco más hacia dentro de sí mismo. Una noche, en la más profunda soledad lo comprendió todo. No tiene ya miedo, ni desamparo, ni siquiera una pizca de melancolía: el sonriente viejo del cuadro le ha contado ya el secreto: al final no es la luz del faro la que nos guía sino esos segundos de oscuridad los que revelan el camino.

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