¿Qué soñarán
las mariposas mudas
sobre las flores?
REIKAN
LA AZALEA
Un año más, un nuevo invierno que volvía buscando calor y la encontraba. Fue en lo primero que se fijó al entrar: ella continuaba allí dentro, al fondo de la gran sala, sobre la mesita de cristal ahumado del rincón izquierdo. Frente a la ventana y recibiendo la luz triste que se colaba en aquel local -número 38, entresuelo B-, apenas una mancha oblicua de claridad, seguía la azalea. Aunque la vio de lejos y tras la pared transparente de seguridad que les separaba, le pareció que no había crecido apenas, y que a cambio todavía tenía, tan hermosas como en su último recuerdo, once flores abiertas. En pleno enero y con el hielo haciendo estrellas sobre las lunas de los coches, aquellas flores de interior le hicieron estremecerse: eran como once promesas distraídas, once absurdos presagios de no sabía bien qué. Con el paso del tiempo, ese que ensordece los sonidos transparentes y emborrona la memoria, se le fue aminorando el temor y también el frío de los huesos. Ahora, cuando cada noche recostaba al fin la frente en el cartón, miraba a la azalea en el fondo de la sala. Escondida al final de mostradores, mesas y biombos, la imaginaba crecer, adivinaba la sabia fluorescente caminando por cada una de sus hojas esmeralda. La sonreía: ella era lo único vivo dentro y fuera de aquel mundo oscuro. Acariciaba el vidrio que los separaba dibujando su silueta lejana para conseguir así que también se le evaporaran la ausencia y la nostalgia, y que el sueño le salvara un día más. Adormecerse y soñar. Soñar cada noche un sueño nuevo y en cada sueño la misma azalea de flores blancas. Soñó que nada les separaba, que ya estaban juntos entre cuatro paredes de cristal, cobijo y palacio creados sólo para ellos, libres dentro de la gran bola mágica, hasta que la marea la rompía noche tras noche en mil pedazos: sobre la nieve blanca, las rosas aun más blancas. Sólo fueron once las noches, once los sueños. El duodécimo día el banco había iniciado las planeadas reformas de sus locales en aquella calle escondida, y al atardecer un contenedor de obras ya recogía los restos donde había estado montado el cajero automático y parte del mobiliario no servible del interior de la oficina. Entre las planchas de vidrio roto, carteles con caras sonrientes que invitaban al ahorro y tiras del metal, una maceta con flores impasibles. Aquella noche, cuando desesperado buscó a la azalea entre los amasijos del escombro, crujieron bajo sus dedos once sueños de mentira… ¿Qué soñarán las mariposas mudas posadas sobre las flores de plástico?
Un año más, un nuevo invierno que volvía buscando calor y la encontraba. Fue en lo primero que se fijó al entrar: ella continuaba allí dentro, al fondo de la gran sala, sobre la mesita de cristal ahumado del rincón izquierdo. Frente a la ventana y recibiendo la luz triste que se colaba en aquel local -número 38, entresuelo B-, apenas una mancha oblicua de claridad, seguía la azalea. Aunque la vio de lejos y tras la pared transparente de seguridad que les separaba, le pareció que no había crecido apenas, y que a cambio todavía tenía, tan hermosas como en su último recuerdo, once flores abiertas. En pleno enero y con el hielo haciendo estrellas sobre las lunas de los coches, aquellas flores de interior le hicieron estremecerse: eran como once promesas distraídas, once absurdos presagios de no sabía bien qué. Con el paso del tiempo, ese que ensordece los sonidos transparentes y emborrona la memoria, se le fue aminorando el temor y también el frío de los huesos. Ahora, cuando cada noche recostaba al fin la frente en el cartón, miraba a la azalea en el fondo de la sala. Escondida al final de mostradores, mesas y biombos, la imaginaba crecer, adivinaba la sabia fluorescente caminando por cada una de sus hojas esmeralda. La sonreía: ella era lo único vivo dentro y fuera de aquel mundo oscuro. Acariciaba el vidrio que los separaba dibujando su silueta lejana para conseguir así que también se le evaporaran la ausencia y la nostalgia, y que el sueño le salvara un día más. Adormecerse y soñar. Soñar cada noche un sueño nuevo y en cada sueño la misma azalea de flores blancas. Soñó que nada les separaba, que ya estaban juntos entre cuatro paredes de cristal, cobijo y palacio creados sólo para ellos, libres dentro de la gran bola mágica, hasta que la marea la rompía noche tras noche en mil pedazos: sobre la nieve blanca, las rosas aun más blancas. Sólo fueron once las noches, once los sueños. El duodécimo día el banco había iniciado las planeadas reformas de sus locales en aquella calle escondida, y al atardecer un contenedor de obras ya recogía los restos donde había estado montado el cajero automático y parte del mobiliario no servible del interior de la oficina. Entre las planchas de vidrio roto, carteles con caras sonrientes que invitaban al ahorro y tiras del metal, una maceta con flores impasibles. Aquella noche, cuando desesperado buscó a la azalea entre los amasijos del escombro, crujieron bajo sus dedos once sueños de mentira… ¿Qué soñarán las mariposas mudas posadas sobre las flores de plástico?
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