EL RELOJ
Este reloj es pesado, pero… ¡tan bonito! le dijo su abuelo cuando se lo regaló. Ciento veinte gramos, no más de doscientos les aseguró el vendedor del Rastro… La primera vez que lo tuvo entre las manos (quizás también porque entonces era muy niño) se preguntó cómo a sus anteriores propietarios no les habría molestado llevar aquel artilugio encima todo el día, colgado de la cadenita de plata. Enganchada y a juego, colgaba también la diminuta llave para darle cuerda. Cada noche con precisión, con mimo, el abuelo y él apretaban al botón, y la tapa de atrás se abría como al reclamo de un sortilegio; entonces giraban la llave despacio, muy despacio, cuidando de no pasarse con la rosca. Cuando ya no estuvo el abuelo, el reloj fue el talismán que le devolvía su sonrisa grande y la querida mirada clara; más de alguna vez se quedó dormido acunado por el tic-tac de la vieja máquina, viajando en sueños por las cientos de peripecias que juntos habían imaginado para sus otros dueños. Tenía la certeza de que ahora él era uno de aquellos desconocidos, y de que a todos les había unido en una misma Historia, segundo a segundo, el sonido del latido de aquel viejo reloj.
El reloj es pesado, de acuerdo, pero no importaba, se dijo años después, porque tenía la esfera blanca casi intacta, números romanos para las horas y dos saetas infalibles. La plata de la tapa era magnífica, labrada con un laberinto de hojas y de flores, y en el medio tenía lo mejor: aquel pequeño escudo enmarcando dos letras entrelazadas y un poco borrosas: L. y C. (la primera noche que pasó en vela recordando la boca sonrosada de Cristina, casi le da un vuelco al corazón al caer en la cuenta de que su querido reloj ya tenía, como en una premonición, grabadas sus iniciales…)
El reloj es pesado, sí, pero aquella mañana al ir al instituto lo había escondido en el bolsillo del vaquero. Se moría de ganas por enseñárselo a Cristina. Decir Cristina era como llamar a la ternura: no sabía porqué cuando pensaba en ella se sentía tan raro, tan indefenso, ni porqué le entraban aquellas ganas tontas de llorar cuando ella pasaba a su lado y ni siquiera se fijaba en que la sonreía, en que como un bobo, él la sonreía todo el rato.
Definitivamente este reloj pesa demasiado pensó Luis cuando volvió aquella tarde de clase y fastidiado lo guardo en el cajón. Con él, en el mismo gesto, fueron al fondo el desengaño del primer amor y un hilo de olvidos infantiles... Es un estupendo reloj, ligero, volátil, como el tiempo que aún nos queda por vivir, le aseguraría el relojero, algunos años después, mientras atendía su encargo y cambiaba con pasmosa facilidad aquella borrosa C. por una hermosa y rutilante A.
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