Albada 222




EL MODERNO HUECO
(25 de diciembre de 2010)


No le gustaba. Definitivamente no sentirse ya especial, ni alejado del populacho -que ahora tanto le entendía y aplaudía- le inquietó en un principio, para después desagradarle profundamente. Si eso seguía así significaría que él no era tan “moderno” como quería/creía ser. Si la gente común, y tan vulgar, ya no le extrañaba ni le miraba perpleja, si no la escandalizaba, si no le esquivaba ni le hacía un mal gesto… ¡poco distinto o especial podía sentirse!


Todos, ahora, respetaban pacientes sus exabruptos e inconveniencias, señal inequívoca de que algo comenzaba a ir mal, pensó. Ya no era el iluminado estupendísimo, el que juzgaba todo lo que hacían los demás como propio de simples y mentecatos y se lo soltaba en su despectivo silencio. Él, divo que hacía mofa de las modas, era, ahora, prototipo, modelo a seguir… ¡todos parecían su copia!… y si el ignorante se aprende la lección mejor que el maestro, si ya no existe distinción entre ambos, ¿qué le quedaba entonces a él de extraordinario?


Se sentía perdido: le horrorizaron las sonrisas de simpatía de sus vecinos cuando coincidieron en el rellano del ascensor -él, arrastrando malhumorado compras y familia, ellos, los vecinos, tan repelentes y redichos como siempre pero esta vez mirándole con beneplácito, como al más querido de los suyos-. Ya antes había soportado mal la expresión complacida de las cajeras mientras delante de ellas afeaba a su mujer la costumbre de comprar tantas cosas innecesarias en estas fechas… Y bastante antes, por la mañana, se empezó a mosquear en la oficina cuando todos, absolutamente todos, le dieron “fieramente” la razón mientras desproticaba ¬–como cada año, por lo demás- de las reuniones familiares, de tanta suegra y cuñado plasta que aguantar, del rollo, en fin, de las Navidades… Sin faltar ni uno, el despacho entero aplaudió sus ocurrencias con viveza, casi le jalearon, alguno como el bobalicón de Gutiérrez hasta le guiñó el ojo… estaba decidido: ¡este año nadie celebraría la Navidad!.


Tanto éxito, tanta aprobación popular de su propio y buscado aislamiento, de su rebeldía proverbial, le resultó molesto y muy preocupante: ¿Cuál era entonces su merito, su triunfo, su diferencia de aquella gente que el siempre había considerado inmadura, rebaño retrasado y manipulado? ¿Cuál su excelencia y diferencia? El éxito de sus propósitos, paradojas de la vida, era su fracaso; el aplauso a la causa que él había abanderado -estar por encima del común de la gente y de sus tópicas y típicas obsesiones navideñas- su completa derrota, ya que su postura personal era ahora la de todos.


Si para estas fechas de fin de año siempre hacía lo mismo -poner cara de pocos amigos, esa gris de las prisas para que pasaran pronto, se volvía más huraño con su mujer y perdía la paciencia con los niños-, esta vez fue él quien insistió para que se hiciera la gran cena familiar en su propia casa: no estaba dispuesto a no tener que llevar la contraria a nadie: si ahora ellos no querían fiestas, ¡él las celebraría!

Allí puso villancicos, tomó mazapán y cava e hizo como si no se diera cuenta de la cara hastiada del resto de la familia –su misma, su anterior cara gris, ¡si hasta la mismísima abuela con su reluciente dentadura de porcelana nueva no sonreía!- Se sintió paleto, consumista, inmaduro y patético, por supuesto nada “divino” claro… y sin embargo con no ser como el resto, por ser de nuevo distinto, todo aquello que antes detestaba le valió la pena. ¡Es lo que tiene ser un moderno hueco!...


Pero la pesadilla dulce se le esfumó pronto, justo hasta cuando subió el tono de la tele en los anuncios; despertó confundido: se había quedado frito en el sofá de casa de los suegros mientras esperaba que llegara el resto de la familia.
La cena navideña transcurrió como cada año anterior, todo igual excepto porque el moderno, todavía impresionado por el sueño, no reaccionaba, aún flotaba...


Sólo al final, cuando llegó el momento de intercambiarse los regalos, se reavivó su esencia y volvió a las andadas: sonrío pícaro, un segundo, al darle a la cuñada mojigata el libro con la selección de las más escabrosas cartas de Joyce a Nora Barnacle; reprimió la carcajada al ofrecerle la selecta selección de turrón, del duro exclusivamente, a la abuela y disimuló cuando a escondidas les dijo a los sobrinos que ¡claro que podían jugar allí con el fantástico balón firmado por “ la Selección”!….


Ya se marchaba cuando oyó el gran espejo de la sala rompiéndose en mil pedazos, la llantina de la abuela mientras su compungida suegra le recogía los restos de la esplendida dentadura clavada en el turrón, y el gritito de enfado de la escandalizada cuñada mientras escondía rápidamente el libro en el bolso…


Por esta vez, se dijo el moderno hueco, la Navidad no le había vencido… aunque… ¡apunto estuvo!

Albada 221




DIEZ MINUTOS
(19 de diciembr de 2010)


Hace tan sólo –ni siquiera– diez minutos, que ha cerrado aquella puerta que ahora intenta abrir con las manos tiritando. Hace casi diez minutos que ha conseguido aparcar el coche después de recorrer un laberinto de calles. Encontrar sitio en aquel barrio de moda, plagado de restaurantes chic recién inaugurados, es una hazaña un viernes por la noche. Él esta vez ha tenido suerte: a mucho menos de diez minutos del XXX’s, el estupendo restaurante donde la empresa invita este año a la cena de Navidad, ha conseguido ¡al fin! aparcamiento.


Pero antes de entrar en aquel sofisticado “ambiente cosmopolita y puro diseño neoyorkino”, ya lleva diez minutos volviendo –esta vez a pie– helándose por el laberinto de calles en busca del teléfono olvidado.
El frío viento le acuchilla pequeño y seguido la cara, le ha pintado de cian la punta de los dedos. El hombre entra en el coche de nuevo; a tientas palpa debajo de los asientos, hurga y revuelve en la guantera; enciende, ahora, la luz del techo y mira perplejo en el asiento de atrás por si el móvil, nunca más inmóvil y callado...
–¡Debió caérseme al coger el abrigo!…


Piensa en que ahora tiene que volver a salir del coche, y en esos cerca de diez minutos –¡otra vez!– de frío laberinto. Y le entra una invencible pereza que le paraliza, y que le deja allí adentro, quieto, mientras sigue pensando… pensando en el risotto con foi y setas de la cena, en sus compañeros obedientes, ya ordenadamente sentados bajo la luz de las lámparas de diseño, en esa huella escarlata en los bordes de las copas y en las sonrisas pintadas de los jefes… pensando en que trabaja más minucioso cuando un poco de aire se cuela por la única ventana de la oficina –su fachada pura galería motorizada–, en la música ambiente chillout y en la cara aviesa del envidioso del despacho vecino… en la hora en que madruga el metro para llevarle hasta el trabajo y en el montón cada vez más elevado de asuntos pendientes apilados a la derecha de su mesa…


Si un claxon fuera poco, son suficientes las luces de cuatro, cinco coches y hasta unos golpes en la ventanilla:
–¿Pero va a sacar usted el coche o no, se va a quedar ahí dormido? ¡Que yo necesito aparcar!


Autómata, gira la llave del motor y ya desciende por la gran avenida. Lejos, casi a diez minutos, queda el barrio de moda, el de los restaurantes de postín y las cenas de empresa con cocina de fusión

Y ahora el hombre, mientras se aleja, piensa en aquella silla vacía que quedó tan sólo –ni siquiera– a diez minutos.


Albada 220


MÍMESIS DE PLEXIGLÁS
(12 de diciembre de 2010)

Tomás, tipo desconfiado por instinto, pasa las hojas de sus apuntes de dos en dos, lee rápidamente, a golpe de vista, desganado… Acodado en la barra escucha sin poderlo evitar las conversaciones de voces airadas a su lado mientras apura el segundo café; dos niños hacen burbujas soplando ruidosamente las pajitas en el vaso de coca-cola, mientras un tercero, más pequeño, duerme en el regazo de una mujer.
Gira treinta grados sobre el taburete de plexiglás: frente a él, la lluvia cae lentamente pintando en los ventanales figuras que se alargan, se estilizan, para terminar finalmente deshaciéndose en diminutos charquitos sobre la esquina del alfeizar. Fuera todo está desenfocado, quizás tanto o más impreciso de como lo está todo allí dentro.

Persuasivas, las noticias en el televisor repiten una y otra vez el mismo mensaje en un idéntico esquema: discursos de políticos de unos y otros partidos, declaraciones de implicados… y, explícita e implícitamente iguales, las entrevistas de afectados en las que sólo cambian las caras del periodista y del entrevistado; la misma puesta en escena en todos los canales, exacta a la que él puede ver, sin necesidad de levantar la cabeza hasta el televisor, tan sólo mirando alredor.

Sobre el plexiglás Tomás vuelve a prestar atención a los folios: Aristóteles y su eikos, definiendo lo Verosímil como la opinión general en contraposición a lo factible considerado por los “más cultos”; los clásicos franceses del XVII y su Verosímil equiparado a lo más deseable, a lo que mejor sienta creer… nosotros, los contemporáneos, consiguiendo gracias a la manipulación más refinada convertir en Verosímil lo posiblemente verdadero…

Pero –piensa– ¿quién pide no ser engañado? ¿Quién intentaría si quiera mover un poco los hilos de la pesada maquinaria mediática e ir más allá de las leyes del espectáculo? Él lo único que quiere –como todos los que están en la barra de la cafetería, como los tres niños aburridos, como esa madre, como los que aguardan deambulando fastidiados, nerviosos, por pasillos y salas de espera– es largarse de una vez de allí.

Quizás es verdad eso de que el nombre termina por marcar tanto el carácter y el destino del individuo que ya no se llega a distinguir ni quién ni qué fue antes, pero el caso es que a Tomás, el de la duda, le ha dado por desconfiar un poco, nada más que un poco…
Pero la incertidumbre dura lo que aguanta su esfuerzo: al estudiante le duele la cabeza y está cansado. Mientras deja los apuntes de Ética peligrosamente demasiado cerca de los niños y sus coca-colas, se pide otro café… quizás con un poco de suerte anuncien pronto su vuelo y duerma en casa.

Albada 219

(Foto Arturo Bobed)


EL LECTOR
(5 de diciebre de 2010)

Por la mañana la nieve sobre el sendero fue instante azul, ahora suavemente rosa mientras el sol cae rozando el perfil de la montaña. Vuelve a nevar. El viento levanta torbellinos en lo que ayer aún era camino: se lleva hasta el vecino río el olor del sarmiento que calienta la masada y el balar soñoliento del ganado que, ya saciado, se hacina en la paridera.


Anochece. Una bandada de estorninos hace crujir a un tiempo el esqueleto del viejo chopo frente al corral, mientras las cornejas y las chovas, negro palpitante sombreando el frío blanco, alejan su vuelo hasta los dormideros escondidos más allá de las carrascas y sabinas. Noche cerrada, ni una estrella, y duerme ya el pastor mientras sestea el viejo perro de carea junto a la chimenea.


Hiela negro fuera –el primer domingo de diciembre ha irrumpido sin luna– y pese al frío la vida se afana sobre el silencio de la nieve: decenas de topillos se aplican masticando raíces, arrancando suaves brotes… arriesgan dejando un rastro de pisadas diminutas en sus escarceos de madriguera a madriguera. Tejones, garduñas, musarañas… pululan absortos entre endrinos y majuelos... es un baile el suyo presuroso y diligente.


El ulular del cárabo detiene un momento su ritmo acompasado. Abandona el desnudo tronco la pandilla de estorninos. Es el aviso: un desarmado ejército de húmedos hocicos y vientres tibios se agazapa aterido cuerpo a tierra. La silueta se adivina rojiza, los pequeños ojos podrían ser brillantes… pero más allá de la sospecha de las sombras se oye el chasquido al caer sus finas y largas patas sobre la presa. Ni un quiebro de su hermosa cola ha necesitado para atrapar de un salto al pequeño ratoncillo.
Se aparta el zorro de la masada con el botín en la boca, despreciando la mondas de patata y mandarina que el humano dejó junto a la tapia; su andar es desdén al ladrido del perro amansado al calor de la cocina y chuscos de pan duro.


Al alba chirría la puerta de la casa. El pastor, rico en días y sabiduría, lee la nieve. Se entretiene siguiendo con la vista las pequeñas pisadas del topo, reconoce las redondas marcas de las pezuñas de los corzos que tímidos apenas se han alejado del bosque… y mas allá los hondonares dejados por un par de jabalís… Sonríe al contarle las huellas sobre el blanco cómo el pequeño zorro se ha alejado ligero con la presa.


Montaña y hombre saben que la soledad allá arriba es sólo un disfraz de la noche y que la nieve, hoja suave, devuelve al amanecer la historia de la vida contada al milésimo detalle. Sólo hay que saber leerla.



Albada 218


INSTANTE

28 de noviembre de 2010

Todas las mañanas de los domingos de los últimos meses de los últimos años ha seguido el mismo camino desde su casa hasta allí. El banco de madera pintado en azul oscuro suele estar casi siempre vacío a esas horas, lo que le permite elegir el lado más soleado en invierno –justo el extremo de la izquierda que es por donde empieza a resbalar el sol temprano– o el más sombreado –a la derecha– cuando en los calurosos domingos de verano no corre ni una pizca de brisa.

Hombre de costumbres, celebra ese día, íntimamente encantado, su liturgia particular: antes de llegar ya ha comprado los dos periódicos en los que se sumergirá con la pasmosa parsimonia de un avezado lector de fondo, mientras deja cuidadosamente doblado sobre la madera azul el último número de la revista de viajes que se reserva para leer en casa ya casi extinguida la tarde, justo cuando contemple tras los visillos los últimos vagidos del domingo sobre el tejado vecino, y compitan en lentitud la llegada de la noche y el vaciado de su dry Martini seco.
A primera vista, quien no se hubiera fijado antes en él –exactamente cada domingo de los últimos meses de los últimos años– podría pensar que estaba aguardando a alguien: he aquí la espera tranquila de un hombre paciente que lee e ignora a los que pasan a su lado, a los que llegan, a los que se van… y que a veces, con desgana, intercambia cortesías con algún inoportuno compañero de banco. Nada más contrario a la verdad: aquel hombre nunca ha buscado a nadie.
Pero hoy al levantar la vista se ha tropezado de golpe con sus ojos. Supuso que la mujer ya debía llevar mirándole el intenso instante y que precisamente había sido esa insistencia muda la que le había urgido para que levantara la cabeza y se encontraran frente a frente. Un estremecimiento en toda regla, una profunda conmoción el encuentro de sus dos miradas. Tan detenidas se han quedado por momentos la una en la otra, que el tiempo se ha desmoronado por completo y, vencido, ha deshecho su finitud en un segundo. Sin apenas darle espacio a la sorpresa, la sonrisa clara de ella y la risa franca de él han reconocido saberse desde siempre incluso sin haber tenido un antes juntos ni quedándoles ningún después.

Las dos manos saludan todavía el feliz hallazgo mientras el ruido del encendido del tren anuncia el adiós. Quedarán las últimas miradas hundiéndose en la lejanía mientras el corazón celebra el inesperado encuentro: la de ella, desconocida amada, tras la ventanilla del tren desde donde le descubrió; la de él, solitario amante, junto al banco azul de una estación cualquiera donde sin saberlo la ha esperado siempre.

Albada 217

(Foto de F.J. Ubé)

EMPAREDADOS
(21 de noviembre de 2010)

Presté atención por si me había despistado (me cuesta, lo reconozco, estar más de 15 minutos pendiente únicamente del televisor). Luego, para asegurarme, la volví a ver en el youtube. Me refiero que volví a ver la entrevista que el pasado día 16 Antón Castro le hizo al productor musical Toño Berzal en Borradores (recomendable programa de Aragón Televisión). Presentaba el Ciclo canción de autor “A Cántaros” que se celebra este mes, “Primera edición del único festival en Aragón exclusivamente dedicado a la Canción de Autor, explican sus organizadores. Subrayo lo de Aragón porque si en el programa efectivamente hay un estupendo repertorio de jóvenes promesas y también de algunos ya clásicos, menos jóvenes, el calendario era claro: las actuaciones se están ya realizando en Zaragoza, Huesca y Alagón.

Supongo que será porque estos días en Teruel estamos un poco más sensibles por lo de nuestro Ayuntamiento, o quizás es que nunca nos acostumbramos a eso de ser
el caso aparte , yo qué sé…, pero mientras lo oía pensé un tanto fastidiada: Vaya, ahí estamos: de nuevo como siempre, o bueno, más bien: Vaya, ahí no estamos de nuevo, como siempre.

Y al siguiente día la culminación de la movida en el consistorio. Cuando vi a Manuel Blasco de nuevo con el bastón y la banda de alcalde de nuestra ciudad me acordé de aquel ya lejano junio del 99. Recuerdo que entre las emociones que sentí mientras entraba al salón de plenos (ilusión y un gran “ataque de responsabilidad”), no acababa de acomodárseme bien cierta perplejidad, un asombro que me iba superando por momentos ante cómo se desarrollaron las votaciones aquella mañana y su resultado: aquella rabia de que pudiendo haber tenido mi ciudad un Ayuntamiento de izquierdas –como habían votado sus ciudadanos– terminara de manera muy distinta por los “intercambios de cromos” a esferas que se me escapaban y la decepción –ya aprendida y sufrida desde entonces en primera persona– de que nadie de mi partido se dignara dirigirse a nosotros, humildes concejales.
Pese a ello siempre diré que aquel equipo trabajamos francamente “bien”. Manuel Blasco (inteligencia práctica) supo hábilmente distribuir las tareas y las responsabilidades entre todos, respetándonos siempre, consciente de que si las concejalías que se nos habían asignado iban bien, eso que ganaba la ciudad y a la postre su propio prestigio y gestión personal. Por otro lado, la lealtad con la que correspondimos a su confianza todos y cada uno de los concejales de aquella legislatura quedó sobradamente probada en los buenos resultados para la ciudad.

Nunca he estado de acuerdo, por muchos argumentos “
políticos” que me den, con que el Ayuntamiento de Teruel tenga que ser moneda de cambio (como ha venido ocurriendo últimamente de manera habitual) para acomodar equilibrios en ámbitos “superiores” o para contentar las cuotas de poder que como en una especie de cadena surrealista al final lo único que hacen es desfigurar y desvalorar por completo las decisiones de sus votantes. Al final, de tanto hacer “apaños” se termina por pintar un panorama totalmente ficticio que nada tiene que ver con la intención del ciudadano cuando se acercó a la urna. Me dirán algunos que es legal, que “ese es el juego político”. Pues si es un juego, desde luego esas reglas no son justas.

Pero rehago el camino y me escapo de los escurridizos barros por los que me estoy metiendo; había empezado hablando de música y no de política. Había empezado hablando de que Teruel no estaba y he terminado hablando de que Teruel no cuenta.

Ataque de lirismo junto a reivindicación. Quizás nos lo tengamos merecido, ignoro cuál ha sido la razón por la que ninguna actuación de “A Cántaros” se vaya a celebrar en nuestra provincia, pero quiero dejar aquí constancia de que echaremos en falta la presencia de estos nuevos “trovadores urbanos” y que duele oír hablar de Aragón sin que la provincia de Teruel se mencione... aunque también duele, cómo no, que se hable “demasiado”de Teruel como simple prenda para el trueque político...

Albada 216


LA CHICA QUE COLECCIONABA FOTOS DE MÚSICOS
(Diario de Teruel, 14 de noviembre de 2010)


Acababa de abandonar a su marido después de un suave portazo… todo en su vida hasta aquel adiós, hasta los demás adioses, había sido tan delicado, tan ¿inconsistente? que siempre le quedaba la sensación de que lo que acababa de sucederle no era más que un sueño con demasiado color.

Entró en la primera cafetería que encontró, ausente, con la misma elegante parsimonia con que podía haber entrado en el más exclusivo salón. Aquel bar y ese rincón junto a los ventanales empañados eran el mejor sitio, un sitio como otro cualquiera para ver pasar la vida fuera. No se había llevado nada de la casa: sólo el ÁLBUM que, abierto sobre la mesa, ahora acariciaba; el álbum y la certeza de que su empeño ya había terminado, que con el esfuerzo cumplido había conseguido recoger uno de esos raros tesoros que sólo algunos privilegiados pueden entender y apreciar.

Desde que vio la primera foto –nunca pensó que fuera una casualidad que entrara en aquella anónima exposición– decidió, tan conmovida como convencida, que reunir la mejor –la auténtica– colección de retratos de músicos sería en adelante su tarea.
Ardua tarea porque las condiciones que se impuso no eran de un menester cualquiera: los elegidos eran fotografiados por ella misma mientras ejecutaban la pieza que más les emocionaba; con el clic ajustado con precisión absoluta a ese momento del acorde mágico en el que el músico se funde con la melodía, ese instante fuera de cualquier tiempo y espacio que ella conseguía atrapar y que la dejaba siempre tan exhausta como fascinada.

Rostros de músicos en blanco y negro; rostros demudados, transfigurados por la música, poseídos por esa fuerza tan intensa como etérea, tan viva y a la vez tan irreal… ojos cerrados, frente fruncida, labios encendidos, frentes envueltas en sudor y latidos, cientos de latidos precipitados… latidos tallados a luz y sombra de la música, encerrados a fogonazos en su álbum.

El auditorio de cada ciudad que visitaba se convertía en su casa. Asistía y repetía una y otra vez concierto hasta que elegía su objetivo: sin dudarlo, siempre apostaba por el mejor, el que más se entregaba dejándose tomar por la música, aunque esto no coincidiera a menudo con el solista estrella sino con el más apartado de la orquesta, ese del ángulo que apenas se adivinaba tras los primeros violines…

Como coleccionista implacable rompió sin piedad corazones, mintió sin importarle el engaño con tal de conseguir increíbles encuadres, sus instantáneas robadas al silencio. Vivía sólo para ver crecer las hojas del álbum, y el resto –músicos como juguetes– no importaba.

La última de aquellas fotos fue la de su marido. Excelente pianista en cuyo rostro descubrió encajada toda la fuerza atronadora de los primeros acordes del Concierto para piano nº 1 de Tchaikovski. Tanto le emocionó su expresión atravesada por el torrente de notas, que accedió a sus ruegos y se casó con él.
Fue su mejor retrato, el preferido... también el último. El error fue no descubrir a tiempo que lo anodino de lo cotidiano convierte en vulgar lo más querido, y la realidad termina por pintar de insulso lo que antaño brillaba como extraordinario. Al final, fotograma a fotograma, a la vida hay que tomarla menos en serio, se dijo cerrando el Álbum.
El camarero se le acercó con el café. Y ahora ella no tuvo más remedio que fijarse por primera vez en él, mientras, éste, casi al oído, le susurraba embaucador:
-Tendré que pedirte que me dejes hacerte una foto. Eres justo la cara que necesito para terminar mi colección de las chicas más bonitas con las que me he cruzado.

Albada 215


TERUEL
(DdT 7de noviembre de 2010)

La situación da para mucha crítica ácida, para mucho enfado, para muchas revanchas y desquites, para muchos ya se sabía, se veía venir, para otros muchos cómo es posible… es una vergüenza, todos los políticos son…

Sería una letanía angustiosa recoger aquí los comentarios de los ciudadanos turolenses estos días, pero el caso es que Teruel, más cenicienta endeudada, más huérfana hipotecada… más desprotegida y abandonada que nunca, se mira y no se lo cree.

Esta ciudad que recorta silueta en azules increíbles, esta pequeña ciudad que podría ser ejemplo de buen hacer y de mejor vivir, se nos ha ido poco a poco de las manos, se ha ido deslizando despacio e inexorablemente hasta tocar fondo y, vencida, se ha dejado hacer: los últimos acontecimientos de esta semana han sido en realidad el ruido sordo de un simulacro de chapoteo; el mal venía de mucho antes.

Cuando al anochecer nos guardamos algo de la rabia para olvidarla entre los párpados cerrados, cuando nos dejamos fuera de las ventanas los jirones de las preocupaciones, la ciudad se nos levanta en sueños, distinta, resplandeciente, como si fuera tan de plata como la luna.
Es la Teruel soñada. Teruel, donde futuro e hijos se pueden conjugar juntos; Teruel, donde honra haber nacido y cuyo nombre se oye entre escalofríos en la locura de la gran ciudad que un día lejano nos cobijó separándonos de ella hace tantos años… Teruel, la ciudad de las hermosas, de las cómplices torres vigilantes; la Teruel del Turia cadencioso que la abriga; la perpetua Teruel helada de aquella guerra; la ciudad por la que saltas de gozo con el pañuelico rojo, la generosa, la hospitalaria, la Teruel imaginada…

Despertaremos ahora a los siete meses y, tras el paréntesis forzado de la espera, las elecciones y un de nuevo hablar de sueños… y confiar, y apostar o quizás creer… y siempre esperar

Hermana, tierra amiga, cuerpo seco…” Teruel. Cómo duele a veces nuestra querida ciudad… Ganas dan de acariciarla, de decirle que no pasará nada, que esté tranquila, que saldremos adelante… ganas dan de mentirla y de cantarla…

Albada 213





PECES DETENIDOS
(31 de octubre de 2010)

Hay muchas historias de aparecidos, pero sin duda una de las más extrañas es la que acaeció en esta misma ciudad un día como hoy. Los hechos ocurrieron en aquel tiempo en que todavía llovían hojas por las calles de Teruel. La lluvia serena de los álamos blancos y la quietud ocre del otoño envolvían el atardecer de nuestra ciudad aquel 31 de octubre. Hacía frío ese año, eso al menos es lo que contaban los periódicos de la época. No en vano estaba ya cerca el implacable crepúsculo invernal, decía en estilo un tanto rebuscado aquel domingo de 1886 El eco de Teruel, y añadía, en tono conciliador: “convendría que para evitar la oscuridad que reina en el primer trozo de la calle San Juan, se repusiera de inmediato el farol que se quitó con motivo de las obras que se están practicando en aquel punto…”

Bueno, justo en aquel punto arranca nuestra historia. Un punto que era realmente un socavón, un considerable y profundo agujero sobre el cual José Gómez Batea tenía previsto levantar su nuevo negocio familiar: la futura, la rutilante, la modernísima “tienda de comestibles Gómez Batea e hijo. Ultramarinos selectos”.


Palidecía el joven hijo de don José oculto entre ladrillos y sacos de cemento mientras allí esperaba a los amigos. Era ya noche oscura y ciega. La cita: Noche de Ánimas y subida al cementerio de los más osados. Mozalbetes escalando ruinas y huyendo en desbandada de la voz enojada del vigilante… y a la mañana siguiente, mañana festiva de Todos los Santos, encontrar en el paseo el premio a la hazaña en la mirada encendida de las niñas, risa nerviosa de adolescente que se prende en los cabellos de los jóvenes, mientras toman gaseosa y limonada.
Era su primera vez fuera de casa; su primera vez solo en aquella noche de huellas de seres invisibles deslizándose por las aceras y haciendo gemir las hojas… deriva y procesión de sombras tristes, vacíos habitados sobre los fríos muros, gusanos barridos por el viento, orígenes perdidos, ojos glaucos flotando en la oscuridad como peces en un océano detenido… Noche de Ánimas esperando bajo el farol extraviado…escalofrío y desplome...


Dicen que esta noche la frontera, el velo, es tan sutil entre el reino de los vivos y “el otro” que nunca es más fácil colarse y deambular en mundo ajeno. Caer a un agujero profundo justo esa noche es lo que tiene: imaginaos al joven deslizándose como una Alicia sin espejo al más allá. O mejor diremos que al más acá, porque donde realmente apareció el confundido hijo del señor Gómez no fue en el Hades ni siquiera en el helado infierno de Alighieri, sino que como un ángel de alas enfangadas fue a sobrevolar la noche del Teruel de la vía perimetral, el de las luces de led en el Torico y elecciones municipales con movida a la vista… un Teruel actual que dejó boquiabierto al muchacho cuando pudo sobreponerse de la visión de aquellas extrañas formas de colorido metal con ruedas que jalonaban el otrora desahogado Óvalo

Al muchacho lo encontraron al día siguiente andando desorientado por la carretera de Alcañiz. Dicen que balbuceaba extrañas historias sobre una ciudad perdida que recorrió viajando por sus cielos, mientras las brujas, reinas de aquella noche, jugaban a las cuatro esquinas sobre la torre de San Martín, y acompañado entre azote y azotea por las arengas de un tal Mefisto, que a veces también –le confesó el custodio – se hacía llamar Evaristo.

Albada 212

(Jean Jacques Sempé, La fèe du Logis)


LA CURIOSIDAD...
(24 de octubre de 2010)

Cuando se encontró la agenda llovía suavemente en la ciudad, y en la calle no había un alma. La primera intención fue pasar de largo, dejarla abandonada en medio de los charcos que ya se empezaban a formar entre las baldosas rotas de la acera. Pero no pudo ser: tuvo que recogerla del suelo, limpiar con el pañuelo las tapas oscuras y guardarla en el bolsillo del abrigo.
Al entrar a casa, el gato negro sobre la escalera verde le miró fijo y silencioso como el del dibujo del cuadro de Sempé colgado en el comedor. Sentado en el sofá, observado por aquellos cuatro ojos finos como el papel, pasó la primera hoja en blanco –vacío el hueco del propietario–, y la segunda, en blanco también. En la tercera vio, por primera vez, aquella letra un poco picuda, como antigua, pero vigorosa y muy clara, que enseguida se le hizo familiar.
Teléfonos anónimos, nombres desconocidos; listas de tareas extrañas escritas cada una tras un punto, como si se tratara de un guión a seguir; el dibujo de la fachada de una casa, con el número 29 pintado sobre la puerta; y un poema en francés que no entendió.
La curiosidad devora rápido y breve: repasó de nuevo los nombres, los pronunció en voz alta, paladeó gustoso su sonido devuelto por el ligero eco de las cuatro paredes... alguno hasta quería “sonarle”... Sonrió al preguntarse qué relación tendrían todos los tipos de esas listas entre ellos y por qué el dueño de aquella agenda había rodeado en rojo un par de ellos. Leer la vida de los otros, espiar sus idas, sus venidas, saber sin ser descubierto… Fuera ya llegaba la noche y, tras la ventana iluminada, la silueta seguía asomada a las páginas; inclinada se empapaba de la vida de un desconocido que lo era cada vez menos, con esa satisfacción envuelta de condescendencia enfermiza que da el saber que tienes literalmente una vida entre tus manos…
Anotaciones aparentemente inconexas, frases cortas, direcciones, más nombres y más nombres, más tareas... Aquella letra picuda ordenándolo todo: sitios donde ir, cosas absurdas que comprar, llamadas urgentes que hacer, citas, reuniones a las que no había que faltar… todo tan minuciosamente transcrito tras sus correspondientes puntos, que de pronto llegó a darle miedo tanta previsión…
Y pánico, claro, sobre todo cuando ya de amanecida, y después de que hubiera decidido tirar la agenda, vio en la última de las listas las letras de su nombre en el centro del círculo rojo... un semáforo con las luces de “peligro” encendidas cuando recordó –más bien reconoció– el número encima de su puerta.

Albada 211




EL PAN

(17-X-2010)


El chico era el mayor, así que no cabía duda: sería el que llevaría el cantarillo, mucho más delicado de transportar por las asas y por el mayor volumen de la pieza. La niña, que no era más que la tercera de los ocho hijos, pero de las chicas la más atrevida, rápidamente se acodó en la cadera –una dentro de la otra, forradas de papel de periódico y papel de estraza entre las bocas– las tapaderas y las dos cazuelitas que recién horneadas, brillaban al sol del patio trasero de la casa.

Aquella familia de ocho niños chicos, padre alfarero y madre joven –casi niña también– , aquella familia del pueblo castellano en la posguerra española, como muchas otras familias, llegaban al fin del día y a la cama fría con más hambre que hartazgo, aunque nunca los hijos se fueron a la escuela sin faltarles la taza de leche caliente y un buen lavado de orejas… que se podría ser pobre pero siempre había que mantener la decencia y el decoro, decía la madre cuando uno a uno revisaba a los ocho para que fueran impecables, curiosos y relimpios a la escuela, vestidos con algún que otro zurcido y con ropas heredadas, sí, pero siempre oliendo a jabón casero de espliego y bien "planchados".


Aunque a los dos les daba algo de miedo el camino, la esperanza de la propinilla de aquellos compradores ricos del pueblo vecino, les iluminaba los ojos pensando en lo que podrían comprarse si llegaba a una perra gorda para cada uno…
A mitad del camino, aquella casa solitaria llamaba la atención desde lejos. Vacía, callada como si estuviera ya hace mucho tiempo olvidada de sus dueños, era una buena excusa para descansar a la sombra.
La niña fue la primera que lo vio: allí en el primer piso, en el alfeizar de una ventana pequeña, casi ventanuco, asomaba el tesoro y la maravilla: un hermoso pan, un pan blanco, muy blanco, como esos que veían que se comían en casa de los ricos: redondo, de miga suave y esponjosa, grande, tan grande como para calmar el hambre de todo un día.


Apenas pudiendo disimular el entusiasmo, miraba el chico hacia el final del camino, miraba a las ventanas oscuras y cerradas, rodeaba la casa, no veía a nadie y no se decidía... Pero el pan, ese pan era tan blanco y tan tentador en aquella ventana de nadie… y ellos nunca habían probado un pan así…
Saltando era imposible, escalando tampoco porque la pared de la casa era tan lisa como las paredes del cántaro que llevaban a vender.
El hermano subió a la hermana sobre los hombros y ésta estiró los brazos hasta casi colgarse de la reja, pero al chico le fallaron las fuerzas y cayeron los dos al suelo.
Como debe ser verdad aquello de que la voluntad tiene más fuerza que cabeza, al tercer intento consiguió por fin la niña agarrar con las dos manos el tesoro; lanzó un grito de victoria y se tiró con él al suelo, dando un salto tal que dejó boquiabierto de admiración al hermano (aunque no le dijo nada porque, como decían sus amigos, a las hermanas pequeñas siempre hay que mantenerlas a raya, que si no terminan por mandarte en todo…)


Si la ilusión se pudiera cortar y repartir en cachitos como el pan, sin duda los dos niños hubieran sido los seres más ricos del mundo en aquel momento. El problema fue que aquello no había manera de partirlo porque, aunque fino y blanco, era también duro como un guijarro… fino, blanco, duro e insípido como la piedra que en realidad era.
Ese imaginado pan blanco de hermosos dorados como el trigo requisado del que se hacía, ese pan de olor suave, tibio y acariciante que comían los días de fiesta los hijos de la casa grande, no era ahora para los dos críos más que un sueño, algo desabrido e insulso en comparación con su pan de cebada o de centeno, el chusco negro que compartían siempre acompañado de las risas y la algarabía infantil cada día en casa. Sin decirse nada –porque de niños, a fuerza de costumbre, nos acostumbramos pronto a las desilusiones– recogieron cántaro y pucheros y siguieron su camino.


Cuando oí aquella historia, era muy niña y no la escuchaba… llevaba yo casi ya media escalera de ventaja corriendo hacia la plaza; yo, mis trenzas y mi bocadillo de (blanco y tierno) pan con chocolate.
Eran historias viejas de niños de posguerra, de cartillas de racionamiento y advertencias de abuelas. Ahora, de mayor, cuando veo a mi madre poner el pan en medio de la mesa, en el centro de la comida familiar, recuerdo su historia y la imagino de niña repartiéndonos su pan. Pan para partir y compartir; PAN, lujo cuando falta y delicia cotidiana, tan invisible como deliciosa cuando la disfrutamos cada día.



Albada 210

(Remedios Varo)


ZGZ
(8 de octubre de 2010)

Está ya la vecina Zaragoza en plenas fiestas. No es difícil imaginarse a la hermana mayor vestida de celebración: la calle Alfonso más transitada que nunca y ese aroma de las miles de flores que a partir del martes se hace hasta tangible a medida que te acercas al Pilar; el Paseo de la Independencia abarrotado, tanto que cuesta pasar entre los grupos que bailan frente a las pantallas gigantes o avanzar a través de los que se paran frente a los puestos de los vendedores ambulantes; las cafeterías llenas, los bares a tope… el cierzo a veces, los árboles de sus calles siempre (felizmente Zaragoza conserva aún bastante bien su vegetación urbana, no como nosotros), las obras del tranvía (ese tranvía cuya razón nunca he entendido), los escaparates engalanados…
Hasta lo que yo recuerdo, han cambiado bastante estas fiestas. Antes, puede que bastante antes, en los Pilares no había mucha marcha, ni tampoco la clase de animación que ahora se ve. Pero poco nos importaba no tener tantos conciertos ni bailes, ni vaquillas, ni siquiera interpeñas en el Actur: en aquellos años en que yo cruzaba el campus varias veces al día, subía y bajaba las escaleras de Filosofía o bordeaba el estanque hasta la quinta planta del vecino edificio de Interfacultades, Zaragoza era –fueran o no fueran Pilares– un universo por descubrir para cualquier joven que viniera por primera vez desde Teruel (lo de pasarte por el Pilar y eso no contaba porque a lo sumo eran viajes de ir, comprarte adoquines y piedrecicas del Ebro y volver en el mismo día).
Zaragoza: tan cerca y a la vez tan lejos… Claro que entonces no veníamos cada semana a casa, sino de vacación a vacación o de puente a puente, que no estaban las economías para tanto ir y venir; y luego, además, estaba lo otro… lo de las interminables horas de autobús, y los atascos mucho más interminables cuando ya creíamos que llegábamos… Estaban aquellos domingos, de noche, muy de noche, aunque apenas eran las ocho de cualquier invierno, y veías o más bien adivinabas a través del humo del tabaco y la ventanilla empañada la serpiente encendida de la caravana de coches entrando a la ciudad tras el fin de semana, las siluetas de las naves pegadas como adosados del polígono industrial, las primeras urbanizaciones de chalets, las gasolineras… y el autobús avanzando lentamente hasta el primer semáforo, en rojo por supuesto, y te fijabas un poco estremecida en aquel edificio con garitas fantasmales que parecía un cuartel –Valdespartera–, la Casa Grande, el campo de fútbol… y… y ya te estirabas un poquito, te desentumecías lentamente los músculos, y se desperezaba por dentro todo el autobús Fernando el Católico adelante, presintiendo en las gargantas el agarrarse de aquel olor a gasoil de la vieja cochera de Juan Pablo Bonet, de salida y entrada imposibles; el desbarajuste de los portaequipajes, el hasta luego al compañero, y el perderse al fin cada uno por una calle, andando rápido con la maleta a cuestas, enfocadas las piernas intermitentemente por los neones de los escaparates y los faros de los coches hasta el piso de estudiantes y el definitivo clic del flexo de tu habitación.
Hoy seguimos yendo a Zaragoza los de Teruel, un poco mas cómodos y más rápidos, pero no lo suficiente (ese tren, por favor, esas vías, por favor…) y sean pilares o no, sigue teniendo la ciudad un algo por descubrir que nos atrapa. Y siguen sin venir –como entonces y como siempre– los de Zaragoza a Teruel. Esto es así, mal que pueda pesar a alguno o a muchos, y por muy mal que quede el escribirlo.
Por aquel entonces cuando en algún festival cantábamos todos aquello de “los de Huesca y de Teruel, como los zaragozanos…” nos recorría ese escalofrío suave por la piel… la fraternidad, el corazón caliente de la juventud, no sé… aunque luego aquellas fiestas las solíamos terminar los de Teruel casi siempre bebiendo junto a sorianos, riojanos y, cómo no, con los vascos, que por algo tardábamos en llegar a casa casi el mismo tiempo que ellos, aun siendo de otra región.
Era así y sigue siendo más o menos así. Nombrar a Zaragoza aquí, en Teruel, es nombrar todavía (poco hemos cambiado) aquello de que vienen llorando y se van llorando, y, funcionarios aparte, también escuchar lo del centralismo, lo de zaragón… o aquello otro de que nos conocen y nos quieren más los del Reino…
Pero estos días Zaragoza está de fiesta. La ciudad del viento, la vecina poderosa, la hermana mayor tan sospechosa como sospechada, tan querida como recelada está de enhorabuena. Felicitémosla pues, brindemos con ella.
Quiero a Zaragoza: en ella he vivido algunos de los mejores momentos de mi vida. Es la ciudad de personas muy importantes para mí a las que quiero mucho.
No sé lo que el futuro deparará a Aragón, a Teruel, a las provincias hermanas. Mucho habrá que imaginar, mucho que trabajar para aquello de “estrecharnos las manos, puestos en pie…” Mientras tanto no dejemos de soñar… soñar por ejemplo que ese tranvía alocado que cruzará Zaragoza sigue, sigue, sigue y sigue… hasta nuestro Teruel, convertido, claro está, en un tranvía de alta velocidad…

Albada 209



BLANCA
3 de octubre de 2010


Blanca se sentaba en la misma esquina cada mediodía y nos esperaba hasta que despertábamos de la siesta. Frente a la casa veía pasar los minutos lo mismo que contemplaba el paso de la gente, con la misma atención seria y concentrada. Blanca en aquellas tardes se acordaba siempre de nosotros tanto como nosotros no nos acordábamos de ella a veces. ¡La pobre Blanca!
En verano, a la hora de comer, casi no se puede estar allí, por el calor, las moscas y esas cosas… mi madre dice que con el otoño empieza a correr en esa esquina un airecillo fresco, y que en invierno bien acaban de sonar las cinco en el reloj del Ayuntamiento hay que meterse para casa o buscarse el abrigo en la solana. También dice mi madre que los perros no tienen memoria, y que la Blanqueta como cualquier otro chucho se irá con el primero que le ofrezca un trozo de pan o una caricia, que estará bien, que no me preocupe.
La barrunto a través de los visillos: flaca, desgarbada, ni grande ni pequeña, de aspecto vulgar, corriente, buenísima, la vista fija en mi ventana; será difícil que encuentre una casa, ni siquiera un dueño.
Mi hermano y yo oímos sus gemidos de cachorro mientras atrapábamos cucharetas en el agua estancada de la fuente. Tibia, suave, casi como una bola de lana sonrosada, así era la Blanca cuando la encontramos encerrada en la caja de cartón. Desde finales del mes de junio, recién llegados a la casa del pueblo, fue nuestra compañera de risas, cómplice de las correrías de dos niños de ciudad en vacaciones.
En el desayuno se lo pido a papá; en la mesa se lo pido a los dos. Las maletas están listas para meterlas en el coche y como cada año, cuando con octubre regresamos a la Barcelona, han tapado con sabanas el sofá, la televisión, el aparador...
- Y sin embargo ella no ha faltado ningún día, ni si quiera aquel domingo que llovía a mares, le digo a mi madre. Lloro un poco a pesar de mis once años mientras cierran las contraventanas de madera; y llora mi hermano en tanto aseguran los portillos de la puerta de la cocina.
Salgo fuera y la perra me recibe ladrando; salta, menea el rabo, corretea a mi alrededor sin dejar de ladrar. Feliz, convencida sin tener que estarlo de que todo es lo mismo siempre, segura sin pensarlo de que ayer y antes de ayer son ahora y de que mañana es este mismo instante. -Dice mamá que estarás bien, que te olvidarás de nosotros, Blanquita... Si bajo los ojos veo los suyos, redondos, dulces, profundos como repletos de recuerdos.
Desde lo alto de la calle, al final del pueblo se ve al fondo, tras la huerta, la línea plateada de la carretera. La ventisca terminará por esconderla en apenas una hora. La perra está callada en su esquina, canta el mochuelo sobre las tejas de la vieja casa, mientras el silencio de la nieve envuelve el pueblo.





Teruel en Labordeta

“Y de golpe, delante de ti, Teruel. Sus sierras, sus caminos, se yerguen ante ti, te asedian, te embisten, te cobijan, una mezcla de amor y odio se enfrenta, hasta que una tarde cualquiera uno queda asombrado por el color de sus tierras, sus otoños, sus piedras, sus gentes, sus verdaderas gentes: esa pareja que a primeras horas desciende El Campillo con su carga de piñas; o esa masovera que, en mitad del pinar, recuerda a sus hijos casados, allá en ‘las barcelonas’; o esos labradores que duramente sobreviven; o los mineros, o los pastores, o ese tipo jovial que, a escondidas, te enseña los proyectos de un nuevo Sindicato y tantos y tantos otros que así, sencillamente, te ofrecen su amistad, su casa, su paisaje, que al fin te das cuenta de que te sientes unido con la luz cegadora que embisten esas torres mudéjares perdidas en el cielo[…].
Pasan los años y los amigos crecen por el paisaje serrano, o por la hermosa vega del Turia –humilde como toda la tierra turolense–, y cuando un día hay que recoger la casa, levantar los bártulos y regresar al solar donde uno se fue haciendo hombre a costa de los muertos, aquellas tierras, aquellos tipos y paisajes te rondan el recuerdo un día y otro día hasta que una tarde decides otra vez ir a su encuentro, reviviendo con ellos las pasadas horas...” (Texto de José Antonio Labordeta publicado en Andalán)
Canción Adamar (J.A. Labordeta y M. J. Hernández .Poema de A. Guinda):

Primera frase

"Un hombre, en su desamparo, llegó caminando hacia la salida de la ciudad, se sentó en un banco de una gran calle proletaria llamada Gürtell. Entonces le cayó encima una hoja, porque esa calle tiene árboles. Por nada del mundo se habría atrevido a tirar esa hoja, era una señal de lo alto, y la conservó "...

No conocía a Ludwih Hohl. Acabo de abrir su pequeño libro "Camino nocturno" que la editorial Minúscula ha publicado recientemente.
Es verdad eso que dicen sobre lo de las primeras frases y de que te enganchen y "eso"...

y...

he terminado de leer el relato con la sensación de que Hohl ya era un viejo conocido.

Está bien pues

Albada 208

LA CITA

Era en el medio de Palermo. Cita en la trinchera de un corazón desbocado entre via Virrey de Maqueda y via Cassaro, justo dónde se cruzan en I Quattro Canti.
-19 de septiembre. Hizo caso al viejo arquitecto Giovanni y se colocó en el centro del teatro, giró sobre si mismo y sintió al instante la belleza del ottangulo mágico, el vértigo del centro de la ciudad barroca. Cerró los ojos y, entonces, se entregó al vacío.
-Volverte a ver. Y al imaginársela vio caer la Torre de Babel, derrumbarse piedra a piedra el Partenón y deshacerse el Coliseo. Atardecía lento mientras la bandada de estorninos cruzó por el cielo gris.
Amó las ruinas desde niño, los fragmentos encontrados, la inaprensible belleza de la perfección perdida. Los paisajes abruptos, las abadías medievales solitarias y rotas de Friedrich, de Robert y de Girkin como fondo de sus sueños; la suave melancolía de la nieve sobre los ventanales, el paso silencioso de un caminante desconocido… el espejismo del batir del mar helado en la fata morgana como el último sonido que le acunaría…
-Volverte a ver un 19 de septiembre. Su alma azul enredada en las esculturas amontonadas, invadidas por la oscura hierba; la mirada púrpura prendida de los góticos arcos, resbalando por las vetustas escaleras que invitan a ninguna parte. Y como siempre, la larga espera: el tiempo discurriendo entre columnas, frontones y dinteles desparramados por el suelo, bajo la bóveda abierta por la que se cuela ya el hechizo de la luna, y un viento sombrío preludiando las fuerzas incontrolables de la Naturaleza (flores, arbustos, árboles preñando salvajemente todo). Aquí Romanticismo. Aquí la sublime, la fascinante soledad.
Como si marcara la llegada de una tormenta monstruosa, abruptamente el reloj del Duomo convierte a la cita en un recuerdo fracturado; la lluvia la desintegra como a los restos de una fábrica fantasma o a los edificios en ruinas de una ciudad cantada por Proust y Goethe.
-Volverte a ver un 19 de septiembre, y sobrevivir al crepúsculo cuando sólo queda - grabada a cincel- la cita sobre el muro de piedra. Definitivamente, demasiado fausto para una cita por videoconferencia e Internet. Abrió los ojos y cruzó la plaza. Las calles mojadas de Palermo brillaban bajo el sonriente neón. Si se daba prisa todavía llegaría a tiempo del primer pase de su película favorita de romanos.















Albada 207


CREATIVIDAD

Crear. Pensar. Más que nunca necesitamos ejercitar esos verbos. Más que nunca y ahora, porque nos acabamos de dar cuenta (la palabra crisis nos deslumbró al encenderse sin previo aviso) de que no sabemos dónde vamos, ni de quién ni de cómo es el futuro.
Inventar, discurrir, cavilar sobre cosas pequeñas y grandes, sobre ideas hondas e increíbles, sobre sueños que ni siquiera tienen nombre. Todos, sin falta todos, deberíamos practicar cada uno en su día a día la creatividad. Fomentarla. Sacarla a flote desenterrándola de entre tantos años de experiencia acumulada que nos han cubierto las ansias de buscar, explorar y encontrar tras el follaje espinoso de la complaciente resignación, la aceptación abúlica, acomodados, satisfechos de, en y por lo que “nos van dando”.
De niños el mundo es un inmenso universo que nuestras pequeñas manos exploran con avidez, al que nuestros pasos vacilantes, que apenas nos sostienen, no dudan en salir. La capacidad que tenemos en la infancia para investigar y descubrir es tan grande como nunca más lo será en el resto de nuestra vida: luego, año tras año, perderemos gran parte de la creatividad porque nos crecerá también –y mucho– la angustia de equivocarnos; dejaremos de buscar lo original, de inventar lo novedoso, de pedir lo mágico, por el miedo al fracaso del error que tanto hemos penalizado en la sociedad de los “adultos”. Todo a cambio de la comodidad del dejarse llevar que desconoce los imprevistos.
Arriesguemos, porque mientras seguimos perseverando en el no pensar, en el no imaginar, vamos perdiendo cada día un poco más aquel futuro que adivinábamos de niños, el norte de nuestra propia existencia.
Y mientras cada día nos levantamos con la creación de algún nuevo think tank , esos “tanque/laboratorios de ideas” algunos de los cuales ya exprimen los partidos –piensen si no en el último ex-presidente y la FAES–, me pregunto qué nos ofrecerán los programas electorales a la vuelta de unos meses… ¿Serán nuestros políticos capaces de alguna “ocurrencia brillante” nueva, ilusionante y –claro está– posible… ¿conservarán nuestros egregios representantes alguna dosis todavía de “creatividad” para ser capaces de ofrecernos un proyecto para nuestra provincia?, ¿se arriesgarán a pensar en “algo” –que no suene a lo de siempre, ya perdido- en lo que podamos creer sin tener que esforzarnos mucho?
Esta semana de camino al trabajo he empezado otra vez a cruzarme con decenas de niños que acaban de empezar la escuela. Estrenan cuadernos y lápices, pero sobre todo siguen llevando la ilusión, la emoción por la vida (no hay más que mirarles a los brillantes ojos). Desde el coche les veo cruzar por el paso de cebra, algunos ya entran a la escuela, y sólo se me ocurre pensar que ojalá sus maestros sepan conservar y fomentar en ellos la creatividad y la imaginación, que les cuiden, que les mimen esas ganas de explorar y descubrir nuevos, y en definitiva, esperanzadores horizontes donde se encuentra su futuro.

Albada 206

(F.Goya. El toro mariposa)



DIEZ DÍAS
(5 de septiembre de 2010)

Verlo, así, era tan desolador como esos finales del segundón bueno de las películas al que el guionista hace siempre morir en la penúltima escena (después de habérselas hecho pasar canutas ayudando al prota, claro).
Verlo, así, era tan descorazonador como confirmar -mal que te pese- tus fundadas sospechas sobre la identidad de los Reyes Magos; o tener que oír que alguien te sople confidencialmente que Cenicienta, la felizmente casada, terminó por no soportar al regio consorte y se separa…
Verlo era acabar el cuento mal, la historia sin el comieron perdices; renunciar una vez más a ese trocito de ilusión infantil, a esa rebeldía salvadora de la adolescencia que de vez en cuando (y casi siempre por nimiedades como ésta) aún nos brotan.
Verlo, así, como un guiñapo negro y desmañado sobre la pala de la grúa, exánime, la cara desencajada, asustaba.
Pero la voz en off de Las Noticias explicó claramente (ante todo “aclaración”) que a Burgalés, el toro que llevaba diez días huído, diez días escondido, sólo le habían disparado dardos narcotizantes, y que la imagen dolorosa y concluyente que estábamos viendo todos en la pantalla de la televisión a la hora de comer, era sólo la de un animal dormido, un toro que quizás soñaba.

Qué soñaría aquel toro de Valtierra, qué delirios tendría para saltar vallados y escaparse tan ufano, tan redondo, hacia maizales y choperas. Diez días jugando al escondite contra batidas, masivos rastreos y helicópteros; diez noches compañero de la luna, protegido de las sombras, cómplice de los bosques y los sotos de los ríos…
Un toro solo, patas, aliento y oleaje de carne zaina. Un toro libre entre las zarzas y los jarales, oyendo el canto de las ranas y los grillos. Un toro embebido de auroras, escabulléndose de ladridos y de humanos, desoyendo la esquila del manso, señuelo de sumisión.

La historia del toro desertor de su destino y a la búsqueda de la fortuna es el cuento del verano: un día tras otro, como en un encantamiento de Sherezade, su fuga alimentando las blanduras del corazón y el íntimo regocijo de que es posible lo mágico y el triunfo del indomable.
Parece ser que al toro soñador una asociación italiana, conmovida “por su voluntad y deseo de ser libre”, quiere llevárselo a pastar a Bolonia. Aún queda por determinar, dice el ganadero, el precio de su rescate.
Puede que después de todo, Burgalés halla encontrado su buena estrella y al fin descanse lejos, alegre corazón, entre la colina verde y el cielo, tan azul como el papel de seda, de una finca en la Romagna.



Albada 205




UNA de GAFAPASTAS
(29 de Agosto de 2010)

Al atardecer mi amigo me llevó a su tertulia de La Pecera. El café del Círculo de Bellas Artes (techos altísimos decorados con frescos, espejos dorados, la escultura de M. Huerta, el salto de Leukade, con la que casi te tropiezas al entrar…).
Cierto que el café tiene el nombre bien ganado, por que parece una burbuja en medio de la bulliciosa calle Alcalá, una cápsula del tiempo donde meter alma y piel.
Se estaba bien allí, al menos así me sentía yo, sentada en uno de los comodísimos sillones azul-mar, viendo el agua del inesperado y aparatoso tormentón de verano resbalando por los grandes ventanales y semiescuchando a mi amigo contar la historia de la pobrecita Lesbia presidiendo, tan muerta y tan desnuda en medio de nosotros, aquel antiguo salón de conversaciones…
La lámpara de lagrimillas y el café de mi taza bailaron un poco con el ruido del primer trueno pero en aquel momento llegaron también el resto de los tertulianos y todo fue ceremonia de presentación. Los amigos de mi amigo acercaron sillones, pidieron tés rojos y tés negros, uno rubio y alto, con americana plagada de chapas, pidió un chupito de absenta.
Aquel variopinto grupo se dedicaba a la caza de palabras. Todos, incluido mi amigo, eran una especie de detectives del lenguaje, expertos en etimologías, cuanto más complicadas mejor, y exponían sus teorías (tan documentadas como tediosas) en aquellas reuniones de café… una rocambolesca, disparatada y deliciosa tertulia que desde el principio supe que terminaría por agotarme.
La cosa comenzó bien, casi de primaria, hablando de Snob y de su etimología fácil de determinar (procedente de Inglaterra y derivada del latín sine nobilitate, la abreviatura de “sin título nobiliario” que se ponía en los listados delante del nombre de los estudiantes de Oxford y Cambridge que carecían de “suficiente alcurnia”). Tampoco hubo problemas con la siguiente palabra Propina (de nuevo del latín, propinare, dar de beber – el rubio de la absenta, añadió, con gran regocijo del resto, que en francés propina se decía “pourboire”). Siguieron otras palabras relacionadas con la bebida como la germánica Brindis y aquí alguien contó el origen de la costumbre de formular deseos al empezar a beber (los antiguos creían que el alcohol poseía espíritus benefactores) mientras todos decidíamos practicarla de inmediato pidiendo una ronda doble de absenta y entrechocando las copas al compás de ¡salutem, prosit, cheers y muchos más “bramidos” que me fue imposible entender entonces ni transcribir ahora aquí...¡tanto filólogo como había en aquel grupo!).
La cosa se complicó cuando al hilo de los brindis y animado por la euforia de la espirituosa bebida verde, el más joven se atrevió a decir que Spa provenía del latín, “Salus per aquam” (salud por el agua) dijo… Las reacciones fueron variadas y extremadas: hay quien se escandalizó y soltó un bufido, los hay que torcieron el gesto aunque callaron… hubo uno, el que se las daba de más erudito y también el más tedioso, que no paró de lamentar los tan dañinos errores de la etimología popular, soltándole a la cara del incauto joven entre otras lindezas cosas tales como paratimología, y malapropismo, para terminar con la temida anatema… Como la situación se puso algo tensa decidí, que ya que había parado de llover, bien merecía una visita la azotea (abierta al público previo pago) de aquel estupendo edificio.

Y tras subirme andando los siete pisos de la monumental escalera, allí por fin el silencio que tanto dice y la esplendida vista de la ciudad al atardecer. El Madrid de agosto de las ocho de la tarde, y esa luz con que gustaba de retratarla su pintor Antonio López. La ciudad con los tejados brillantes, las fachadas relucientes recién bañadas por la tormenta del verano… y presidiéndolo todo, sobre la azotea del Circulo de Bellas Artes, la callada Minerva, diosa de la sabiduría.
La soledad fue buena compañera para beber de aquella luz, hasta que la llegada de una pareja, más parlanchina de lo que yo hubiera querido, rompió la armonía.
No te engañes, al final y por mucho que diga el Zapatero y el otro, somos nosotros, los curritos de a pie, los que nos hemos convertido en los paganos de la crisis…le decía él a ella… y siguieron, siguieron y siguieron hablando.
Creo que me mareé un poco, sería el vértigo, sería la absenta, o sería que en la conversación de aquellos dos no cabían etimologías…¡aunque si, creo que la tenía!... Afortunadamente (¡para la pareja y para mi!) no me atreví a volverme y decirles que se equivocaban, que paganos no era eso, que pagano viene de pagus, "habitante de las aldeas" en (¡cómo no!) latín, en referencia a aquellos romanos que habitaban la campiña y que, reacios a someterse a la religión católica, seguían practicando los ritos del viejo mundo grecorromano mientras los obispos de Teodosio se afanaban en convertirlos. Pagano: no-cristiano, pagano: habitante del pago… y tampoco les dije, emulando al insufrible pitagorin que acababa de dejar en la cafetería, que padecían una “atracción paronímica”, que estaban practicando falsa etimología confundiendo el origen de pagano con pagarPagar que también viene del latín: pacere, es decir "pacificar" o "dejar en paz"…
La mirada de Minerva, puede que algo escandalizada o quizás más bien irónica, me hizo abandonar la azotea. Cuando llegué a la planta baja (esta vez si que tomé el ascensor) mi amigo y sus colegas, mucho más serenos, discutían sobre el origen de la expresión ok.
Fuera ya era casi de noche y las farolas de Atocha se iban encendiendo una a una mientras me sumergí en la conversación como un pececillo más, como una gafapasta más… será por etimologías…




Albada 204


(Roberto Matta)

DULCE VERANO
(22 de agosto de 2010)

La pereza es dulce como el chocolate con leche. La pereza es infatigable porque no se cansa nunca de perdurarse a sí misma ni de estancarse dentro de su propio regocijo. La pereza no ama los cambios, ni los inventos porque a la larga nadie ha demostrado nunca que supongan un trueque al final definitivo que a todos nos termina. La pereza no es más que la respuesta inteligente o quizás la desesperación tranquila del que ve que nada va a alterarse, y que la puerta hace tiempo estaba ya cerrada.
El jardín después de la tormenta es más azul y huele a espliego. Sentado en la hamaca observa a Maruska. Le ha puesto nombre ruso porque la primera vez que la vio fue sobre la pared, en aquella mancha de humedad con un asombroso parecido a la antigua URSS, o quizás en realidad lo hizo porque de siempre le había apetecido conocer a alguien llamado así.
Maruska!, ¡Marusketaaa! le dice con diferentes tonos cuando la ve salir.
A la arañita, un ejemplar joven de la familia Argiopidae, no le llega la voz del humano, no por ser tan pequeña, desde luego, sino porque no tiene oídos, ni membranas timpánicas, ni nada parecido… la araña cuando siente vibrar el aire a cada golpe de voz de aquella criatura enorme corre hacia el borde de la tela… el humano se sonríe satisfecho y engañado casi la susurra: ¡Maruskitaaa, tú me oyes!

Si hay un ser que no conoce la pereza es la araña. Construye mil telas y las repara sin cesar. Es uno de los pocos animales que pone trampas. Eso le fascina al hombre: cómo un ser tan diminuto construye celadas mortales con la seda… eso y su afán de cazadora incansable, aún en la sombra del acecho antes de saltar sobre la presa.
Mientras Maruska está formando nuevas hebras y salta de una a otra ramita del rosal estirando el hilo, formando puentes de los que tender el resto de la telaraña, el humano perezoso y recostado, ya casi adormilado, cuenta los días que le quedan de vacaciones: apenas una semana, se dice.
Y le cuenta a la araña que le da una pereza enorme volver... volver a la oficina, volver a obedecer al jefe, volver a la pantalla y a la señal parpadeante del ordenador… volver a oír a los compañeros, escuchar sus interminables, aburridas, historias de familia, recibir decenas de correos electrónicos cargados de sus fotos en la playa, o bajo el Big-Ben, pereza de los días cada vez más cortos, pereza de las interminables sesiones invernales frente al televisor, y ni un sueño al que aferrarse… ¡me da mucha pereza Maruskilla, tener que volver a la vida y aparentar creerla!...

La pereza es suave como el filo de una ola. La pereza es no querer desperezarse nunca… sobre todo si millones de hilitos de seda, en una espiral pegajosa y transparente, te han envuelto al fin, rodeándote entero, mientras observas, pura delicia, cómo la diminuta araña se mueve en redondo sobre ti, afanándose incansable, ligando hebra con hebra con exactitud milimétrica. Mortaja de seda y sueños en espiral, dulces como una siesta en el ocaso del verano.

Albada 203



NACAR
(15 de agosto de 2010)

La tienda está justo frente al portal de su casa. El escaparate ocupa la mayor parte de la fachada desconchada, pero aún así sólo hay sitio dentro para el maniquí y una estantería donde el dependiente suele colocar cinturones, corbatas, calcetines… y otras prendas pequeñas extendidas con más o menos -más bien menos- gracia.
Hace cinco años que vive en este piso viejo, cinco que su dirección es la calle estrecha y en cuesta, cinco que no sale de la ciudad pequeña y provinciana.
Desde aquel verano que por ajustes de plantilla le trasladaron allí, la tiendecilla de enfrente ha sido la única vista que ha tenido al asomarse a la ventana, su referente para adivinar si haría más o menos frío, si llovería de nuevo como ayer o también como antes de ayer.

Mientras toma el primer café del día, ve cómo el sol oblicuo va deslizándose entre la pared y la canalera desvencijada; es entonces, al reflejarse el primer rayo en la luna de la tienda, cuando se produce el efecto mágico de todas las mañanas: la claridad intensa parece salir engañosamente desde el interior del escaparate y ondas multicolores envuelven de luz al envarado maniquí, protagonista involuntario, que como si entendiera de fenómenos de difracción y óptica cuántica parece estirarse y crecer.
De color carne, la mandíbula de plástico al cielo, siempre dirigida hacia su ventana, observándole fijamente, desde el fondo del escaparate. El pelo tallado y la cara maquillada, tanto que, aún sin estar cerca, se le distinguen las pestañas pintadas una a una, minuciosas líneas paralelas bordeando las dos esferas blancas de nácar que tiene por mirada.
No era un maniquí moderno, ni siquiera tenía aquel glamour de los de antaño. Era soso, sin gracia, tan rígido, y envarado en su postura altiva, que ningún traje, por mejor sastre que hubiera tenido, le hubiera sentado bien. ¿Y aquel artilugio de derribo, aquella chatarra miserable aún se permitía brillar ante él y despreciarle?... ¡un muñeco de desguace mirándole insolente cada día recordándole su fracaso y medianía!…

Le odiaba: tras aquellos cinco años de tenerlo por compañero de amanecidas, retándose viendole brillar al sol, en aquella ciudad, en aquella calle, en aquella casa frente a la tienducha, definitivamente le odiaba cada mañana más…

Baja a la calle y cruza de acera. Y al falsamente inofensivo y humilde, al rodeado de camisas y pañuelos bordados, le enseña las fotos que ha bajado de Internet: maniquíes de ultimísima generación, modelos articulados que parecen tener piel, seres inermes con hermosas pelucas sonriendo, casi reales… y le pone delante de la cara el espejito.
Juraría que ha visto una lágrima saliendo de las esferitas blancas mientras se aleja carcajeándose, arrastrando las maletas -¡ al fin!- hacía la ciudad más grande, la de anchas avenidas , la de edificios altísimos donde se es vecino del sol.

En la euforia, ha olvidado junto a la taza de cafe vacía, que también allí son más las tiendas, muchos más los escaparates, y más, muchísimos más los ojos de nácar.