Albadas 260

(Gabriele Münter)

MATRIOSKA

(3 de octubre de 2011)

Una mujer está sentada a la mesa; frente a ella una ventana. Es una mañana de invierno, hay nieve en las ramas sin hojas del jardín. Sobre la mesa, una taza de porcelana blanca, un plato vacío y otro con un trozo de bizcocho. La jarra con leche, también de porcelana, está a su izquierda junto a la taza; el bizcocho y el plato vacío a su derecha. Todo es blanco, hasta el impoluto mantel, todo menos la esponjosa miga amarilla. De espaldas a la puerta no se ve su rostro; sólo la suave melena marrón y la estirada silueta hacen pensar que la mujer es joven, aunque no demasiado. Inmóvil, con los brazos caídos sobre el regazo, quizás mira los pájaros posados en el cerezo. En sus ramas, tan cercanas que saben llamar en los cristales cuando hay tormenta, se columpian sobre el hielo el rojo carmesí y el azul de un camachuelo, se mecen el amarillo chillón y el negro de cuatro carboneros. La habitación respira tibia y huele a café con dulce. Fuera, libertad y el aire preñado de azul brillante; dentro, refugio y la piel suave de un bizcocho junto a una jarra de porcelana aún caliente. ¿Qué contiene a qué, quién contempla a quién? Una mujer sola mirando quieta nadie sabe si dentro de sí misma o fuera... Frente a una taza y un bizcocho se asoman los pájaros y el cerezo nevado a través de la ventana. Sólo ellos, tras el cristal, ven si tiene sus ojos cerrados o sonríe mirándoles. Desayunar sola una mañana de invierno frente a la ventana. Instantes de intimidad antes de que la casa despierte y se llene de voces infantiles, de besos breves con aroma a after-shave. Instante de soledad, la casa vacía a su espalda, la vida hueca tras las paredes de aquella habitación. Mirando el cuadro nadie sabría decir cuál es la verdad de aquella mujer.

Casi acaba de amanecer pero ya ha vuelto a poner el caballete con el lienzo a medio terminar al fondo de la habitación. Mientras espera pacientemente a que el sol escale y se pierda por encima del pedazo de cielo que se cuela dentro, ha dispuesto las piezas del desayuno como ayer y antes de ayer, a ambos lados de la mesa. Ha decidido que ella estará mirando hacia la ventana. La pinta de espaldas, la sombra desparramándose desde sus hombros, la luz sólo adivinada en su rostro oculto. Se pintará así. Nadie sabrá si la mujer del cuadro está triste o feliz, únicamente que es una mujer sola desayunando frente a una ventana que quizás mira a los pájaros (un camachuelo y cuatro carboneros) posados en el cerezo nevado de su jardín.

Albada 259


A. Durero, 1505

SEMBRAR

(25 de septiembre de 2011)

No todo van a ser nuevas preocupantes. De acuerdo que obtener contento últimamente leyendo el periódico empieza a ser difícil, sin embargo esta semana me he descubierto sonriendo feliz al leer una de las páginas de nuestro Diario. Me estoy refiriendo a la noticia sobre el reconocimiento en el Premio Educared 2011 que han recibido cuatro alumnos del IES de Calamocha. Veo en la foto al estupendo equipo, Laura, Chabier y los dos Jorges, atentos a las explicaciones de sus profesores, Chabier de Jaime y Rodrigo Pérez, y adivino en las jóvenes caras todo un mundo por abarcar, un futuro lleno de ilusión, de sueños, de proyectos. Me consta que como ellos, muchos otros alumnos se interesan, se implican, se comprometen con las variadas e interesantes iniciativas en las que el equipo de profesores de este instituto turolense viene ya desde hace tiempo trabajando con esfuerzo, gran preparación en las más innovadoras y eficientes líneas educativas y sobre todo con inagotable ilusión y constancia.

La suerte de tener buenos profesores quizás no la sabemos valorar hasta bastante más adelante, cuando al echar la vista atrás, evocamos una memoria agradecida a aquel maestro que supo “hacernos ver”, que nos ayudó a descubrir las inagotables posibilidades que la vida y la naturaleza ofrecen si se las sabe observar, mirar con mimo, con espíritu crítico, sin ofuscaciones. Hablo de la generosidad de esos profesores que supieron además de compartir sus conocimientos, motivar, activar como si fuera un resorte nuestro espíritu científico y nuestra creatividad. Se trata, en definitiva, de saber sembrar buena semilla y apostar por la buena mies.

El estudio premiado sobre el ciervo volante, un gran escarabajo que ha encontrado en las riberas del Jiloca su abrigo más meridional, ha llevado a los alumnos más de dos años de trabajo de campo voluntario. Los resultados pasarán a formar parte del acervo del saber científico. Es muy loable que la voluntad de llevar acabo esta iniciativa por parte de un grupo de alumnos de un instituto de una pequeña localidad, transcienda y vaya a aportar a la ciencia valiosos datos. Se reconoce así, una vez más, la importancia de la labor educativa rural y su contribución a la mejora social de todos, habitantes de ciudades o de pueblos, de cualquier país, de cualquier lugar.

Un pequeño susurro se escucha en el soto. El escarabajo de charol recorre como si se tratara de un fantástico helicóptero el humedal. Muestra orgulloso sus grandes mandíbulas semejantes a dos cuernos de ciervo y vuela tranquilo. Inconsciente de su destino, apura ya sus últimos días en este estío y es, como decía Borges, más que ninguno inmortal. Afortunadamente la supervivencia de su especie como la de muchas otras maravillosas criaturas tienen excelentes aliados. Ellos, y todos nosotros, tenemos la suerte de contar con el trabajo y la ilusión de estos cuatro jóvenes investigadores que, como muchos otros en todo el mundo, son la garantía de que aún es posible la esperanza. Cuando la primavera y los estudiantes vuelvan, cuando volvamos todos a las hermosas riberas del Jiloca, hallaremos criaturas mágicas volando. Una buena siembra es lo que tiene: siempre da excelentes frutos.



Albada 258


GIROS


(18de septiembre de 2011)
Aunque siempre me han llamado Luisa, la verdad es que yo quiero llamarme Juana. Bueno llamarme no, yo lo que quiero, de verdad, es ser Juana. No quiero parecerme a ella, ni tener su mismo hablar, sus mismas manos morenas, ni tampoco sus andares o su risa. Yo lo que quiero, definitivamente, es ser ella, ser Juana.
Ella conduce, trabaja, hace la compra. Su marido la adora, sus hijos también. Todavía se ve bonita ante el espejo, aún se atreve a mirarse desnuda y mantener la luz del baño encendida más tiempo del necesario. Pero no lo duden: yo sabría ser todavía más hermosa, más cariñosa con sus hijos, más amante del marido.
Cada mañana me despierto convencida de que soy más ella y de que ella, la que se hace llamar Juana, se está diluyendo poco a poco e irremisiblemente en la nada, como esos terrones que se echan en el café. La cucharilla dando vueltas apenas hace ruido mientras yo giro a la vez mentalmente: una vuelta, cinco vueltas, diez, veinte, cien… giro y giro hasta que su figura se borra de mi mente por completo y entonces surjo yo, la nueva Juana, la auténtica Juana.
Hoy se ha levantado rara. Se nota extraña. Ella no sabe, ignora que es sólo el principio de su trasformación, si no estaría aterrada. Yo mientras tanto tengo que ser fuerte, estar serena y disimular, que no se me note que yo también estoy cambiando, que me estoy volviendo cada vez más ella, que casi ya soy ella.
Mauullaaa, maulla pequeña… los niños te acariciarán y tú te desesperarás por hacerles comprender. Nunca sabrán lo que tú y yo sabremos. Pequeña Luisa, acostúmbrate pronto a tu nuevo nombre, y olvídate de todo lo demás.

Juana hace días que parece distinta. Los médicos no saben decir qué le sucede. Pasa muchas horas tendida en la cama sin hablar, sin decir nada, sólo se acurruca entre las sábanas, bosteza y vuelve a dormir. En sueños emite un suave ronroneo, apenas un murmullo satisfecho. Mientras su dócil gata Luisa sigue arañando la puerta queriendo entrar, ella no la quiere ver. Es lo único que ha pedido la enferma a la familia: que se deshagan de la gata.
Luisa es un animal vulgar, sin raza, que por no tener no tiene siquiera los tres colores que debe tener una gata callejera que se precie. Nadie la quiere y termina abandonada a su suerte. Subsistiendo sobre los tejados de la ciudad, a veces cree reconocer su antigua casa y una mirada de su dueña desde el balcón. El pobre felino nunca sospechó de la locura de su ama, ni siquiera se asustaba cuando ella, Juana, se le quedaba mirando fijamente hora tras hora mientras giraba, incansable, la cucharilla en su taza de café.

Albada 257

MORES

(11 de septiembre de 2011)

No sé si lo que debería hacer es cambiar de costumbres. Es lo que tiene empezar siempre el día escuchando, aún desde la cama, las noticias de la radio: que lo que dicen te da para mucho pensar, para mucho cavilar. Y es que estás en ese titubeo casi crucial, (un tanto masoca si no fuera porque tiene tanto de cotidiano que siempre sabes que terminará “bien”), ése me levanto ahora, aunque… mejor me espero un minuto más que aún hay tiempo… pero bueno ya, (y aquí mirada reconcentrada al despertador )… ni un minuto más… aaayyysss, mecachis…. ¡que sueño, Señor!… Pues eso, sí, todas las mañanas esa especie de desazón (el lunes multiplicada por cuatro) por comenzar el día y ver la cara gris que no te apetece nada y luego eso: lo de la “manía” de apenas despegados los ojos, darle una vuelta a la ruedecita de la radio. Y todo ello sabiendo que, últimamente, las noticias te van a poner el corazón en un puño... Y es que esta semana, convendrán conmigo, no ha pasado un informativo, cambiaras el dial donde lo cambiaras, que no te metiera el susto en el cuerpo... y te dieran ganas de hacerte una tienda de campaña bajo las mismísimas sábanas de tu cama, y quedarte ahí, quieta, varada en medio de esa isla… y que el mundo te olvidara un rato, y que tú te olvidaras del mundo, al menos ese mismo rato.

Como no llevo muy bien eso de no entender y de que, además, cada vez entienda menos, me he sacado de la biblioteca el Krugman, ese manual de macroeconomía con el que parece que (dicen) te enteras de algo, pero ni con ésas: cuando creo que empiezo a vislumbrar alguna lógica de las tan traídas variables económicas o que si la segunda recesión, la prima de riesgo y tal... cuando parece que he conseguido traducirme lo que dicen, allá que te aparece otra nueva palabreja que me descoloca, que me hace sentir de nuevo que de controlar nada de nada, que lo único que me queda claro, al final, es que la cosa parece que no marcha y de que si a alguien le va a ir peor seguro (seguro) que será a los pobres don nadie como yo (eso sí que lo entiendo, mira tu por donde, sin necesidad de que me lo explique libro alguno).

Durante un tiempo (de eso ya hace mucho ahora que lo pienso) me quedaba la esperanza de que todo se pasaría tal como había venido, que se esfumaría tanta crisis tanto paro y que igual que se había ensombrecido veríamos, no muy tarde, aclararse de nuevo el horizonte... quizás, en definitiva, todo consistía en apagar la radio y aguardar a la mañana siguiente... Ahora, sin embargo, ya a la espera de este nuevo otoño con elecciones incluidas, y viendo tal como sigue todo, ya no sé ni que pensar, ni a quién echar la culpa. Confieso que no creo que ni siquiera los políticos, a pesar de sus poderosas artes para haceros creer en purita magia o en el consabido y comieron perdices, sepan dormir nuestras conciencias lo suficiente para convencernos de que conocen dónde está la puerta para salir de ésta.

Y he pensado que quizás debería buscarme un hobby, sí. Una de esas aficiones que te acorcha el cerebro, pero todavía no sé por cúal decidirme. De momento, y hasta que la encuentre, creo que continuaré con lo que más me gusta: seguir leyendo. Eso sí, proveyendo los tiempos que se avecinan dejaré a un lado a Eliot, Pound y Vilas y me volcaré con el optimista Jorge Guillén... y escucharé la radio al despertar, claro, que hay costumbres que no conviene cambiar nunca.


Albada 256

DESEADO CRIMEN EDIFICANTE

(4 de septiembre de 2011)

El escritor estuvo pensando desde que se despertó si el título que había elegido para su cuento era el oportuno. Consciente de que no era, evidentemente, un buen título, de que enganchara por ser ocurrente e incitara a seguir leyendo, de lo que sí estaba absolutamente seguro era de lo muy significativo que resultaba, ya que definía a la perfección el contenido y a la vez la intención última del relato. Quizás demasiado, pensó. Tal vez de tan evidente, de tan acertado podían aquellas tres palabras en mayúsculas ponerle a él, autor ya con cierto prestigio internacional, en un apuro.

Miro el reloj. Casi las diez. A estas horas muchos ya estarían empezando a ojear los periódicos. Alguno incluso hasta habría tenido ganas y tiempo de leer su cuento. Lo cierto es que había escrito un buen relato. Disfrutó escribiéndolo. Sabía que sería justamente elogiado por sus compañeros Se puede decir que lo escribió al dictado: en su mente las palabras no dejaban de aparecer: nítidas, precisas, ingeniosas, cargadas de tanta intención como sutileza e ironía, pidiéndole, exigiéndole como dotadas de vida propia, que las plasmara. Una vez puesto el punto final lo leyó varias veces en voz alta y se dio cuenta enseguida de que aquel relato sonaba perfecto; casaba de maravilla con su idea de la buena literatura, la de él, escritor conocido y reconocido por su exigente delicadeza, por su sensibilidad extremada, nada dado a concesiones a la vulgaridad y lo innecesario, él que siempre proclamaba en las entrevistas la suma importancia de la musicalidad y el buen gusto en la escritura.

Después estaba lo otro, claro, lo de la historia en si. En su cuento lo contaba todo, se podría decir que era una confesión en toda regla: como empezó a brillar el día cuando oyó cantar a la primera perdiz... sus amigos, algunos escritores como él, avanzando en zig-zag sobre los terrones de tierra... el sol apenas amarillo, el jaral cristalino escarchado por la helada… fue poniendo letra a cada nube, a cada niebla, a cada instante. La culpa desde luego la tuvo el tipo aquel. Quien le habría mandado al ridículo hombrecillo cruzarse en su camino. Aquel orondo y rollizo ser pertrechado de pies a cabeza con su recién estrenado equipo comprado en el gran almacén de deportes del centro comercial de cualquier barrio. Pudo soportar la horrible chaqueta de camuflaje, las brillantes polainas de serraje, incluso el morral de cuero labrado y a la vez “multitachuelado” de estrellas, por lo demás tan largo que le llegaba al barrigón aquel más abajo de las grotescas rodillas que el calzón, abotonado a media pierna y también de simulado camuflaje, dejaba al descubierto. Lo malo no fueron las gotas de sudor rodando desde su estrecha frente ni la sonrisa boba autosuficiente con que le miró… lo peor, lo que colmó el límite de su temple, fue aquel espantoso sombrerito verde con plumas incluidas. No lo dudó: agazapado como estaba tras los matojos no le era difícil acertar. Fue un crimen edificante, señoría, llámele si quiere ejemplar. Lo maté porque afeaba, afeaba mucho, de verdad. Así lo piensa y así lo declarará ante el juez el afamado escritor, en el caso improbable de que alguien este domingo lea su cuento, comprenda su título y busque luego en las páginas de sucesos “imaginados” el final accidentado de un grueso directivo, al parecer, cazador aficionado.