Albada 205




UNA de GAFAPASTAS
(29 de Agosto de 2010)

Al atardecer mi amigo me llevó a su tertulia de La Pecera. El café del Círculo de Bellas Artes (techos altísimos decorados con frescos, espejos dorados, la escultura de M. Huerta, el salto de Leukade, con la que casi te tropiezas al entrar…).
Cierto que el café tiene el nombre bien ganado, por que parece una burbuja en medio de la bulliciosa calle Alcalá, una cápsula del tiempo donde meter alma y piel.
Se estaba bien allí, al menos así me sentía yo, sentada en uno de los comodísimos sillones azul-mar, viendo el agua del inesperado y aparatoso tormentón de verano resbalando por los grandes ventanales y semiescuchando a mi amigo contar la historia de la pobrecita Lesbia presidiendo, tan muerta y tan desnuda en medio de nosotros, aquel antiguo salón de conversaciones…
La lámpara de lagrimillas y el café de mi taza bailaron un poco con el ruido del primer trueno pero en aquel momento llegaron también el resto de los tertulianos y todo fue ceremonia de presentación. Los amigos de mi amigo acercaron sillones, pidieron tés rojos y tés negros, uno rubio y alto, con americana plagada de chapas, pidió un chupito de absenta.
Aquel variopinto grupo se dedicaba a la caza de palabras. Todos, incluido mi amigo, eran una especie de detectives del lenguaje, expertos en etimologías, cuanto más complicadas mejor, y exponían sus teorías (tan documentadas como tediosas) en aquellas reuniones de café… una rocambolesca, disparatada y deliciosa tertulia que desde el principio supe que terminaría por agotarme.
La cosa comenzó bien, casi de primaria, hablando de Snob y de su etimología fácil de determinar (procedente de Inglaterra y derivada del latín sine nobilitate, la abreviatura de “sin título nobiliario” que se ponía en los listados delante del nombre de los estudiantes de Oxford y Cambridge que carecían de “suficiente alcurnia”). Tampoco hubo problemas con la siguiente palabra Propina (de nuevo del latín, propinare, dar de beber – el rubio de la absenta, añadió, con gran regocijo del resto, que en francés propina se decía “pourboire”). Siguieron otras palabras relacionadas con la bebida como la germánica Brindis y aquí alguien contó el origen de la costumbre de formular deseos al empezar a beber (los antiguos creían que el alcohol poseía espíritus benefactores) mientras todos decidíamos practicarla de inmediato pidiendo una ronda doble de absenta y entrechocando las copas al compás de ¡salutem, prosit, cheers y muchos más “bramidos” que me fue imposible entender entonces ni transcribir ahora aquí...¡tanto filólogo como había en aquel grupo!).
La cosa se complicó cuando al hilo de los brindis y animado por la euforia de la espirituosa bebida verde, el más joven se atrevió a decir que Spa provenía del latín, “Salus per aquam” (salud por el agua) dijo… Las reacciones fueron variadas y extremadas: hay quien se escandalizó y soltó un bufido, los hay que torcieron el gesto aunque callaron… hubo uno, el que se las daba de más erudito y también el más tedioso, que no paró de lamentar los tan dañinos errores de la etimología popular, soltándole a la cara del incauto joven entre otras lindezas cosas tales como paratimología, y malapropismo, para terminar con la temida anatema… Como la situación se puso algo tensa decidí, que ya que había parado de llover, bien merecía una visita la azotea (abierta al público previo pago) de aquel estupendo edificio.

Y tras subirme andando los siete pisos de la monumental escalera, allí por fin el silencio que tanto dice y la esplendida vista de la ciudad al atardecer. El Madrid de agosto de las ocho de la tarde, y esa luz con que gustaba de retratarla su pintor Antonio López. La ciudad con los tejados brillantes, las fachadas relucientes recién bañadas por la tormenta del verano… y presidiéndolo todo, sobre la azotea del Circulo de Bellas Artes, la callada Minerva, diosa de la sabiduría.
La soledad fue buena compañera para beber de aquella luz, hasta que la llegada de una pareja, más parlanchina de lo que yo hubiera querido, rompió la armonía.
No te engañes, al final y por mucho que diga el Zapatero y el otro, somos nosotros, los curritos de a pie, los que nos hemos convertido en los paganos de la crisis…le decía él a ella… y siguieron, siguieron y siguieron hablando.
Creo que me mareé un poco, sería el vértigo, sería la absenta, o sería que en la conversación de aquellos dos no cabían etimologías…¡aunque si, creo que la tenía!... Afortunadamente (¡para la pareja y para mi!) no me atreví a volverme y decirles que se equivocaban, que paganos no era eso, que pagano viene de pagus, "habitante de las aldeas" en (¡cómo no!) latín, en referencia a aquellos romanos que habitaban la campiña y que, reacios a someterse a la religión católica, seguían practicando los ritos del viejo mundo grecorromano mientras los obispos de Teodosio se afanaban en convertirlos. Pagano: no-cristiano, pagano: habitante del pago… y tampoco les dije, emulando al insufrible pitagorin que acababa de dejar en la cafetería, que padecían una “atracción paronímica”, que estaban practicando falsa etimología confundiendo el origen de pagano con pagarPagar que también viene del latín: pacere, es decir "pacificar" o "dejar en paz"…
La mirada de Minerva, puede que algo escandalizada o quizás más bien irónica, me hizo abandonar la azotea. Cuando llegué a la planta baja (esta vez si que tomé el ascensor) mi amigo y sus colegas, mucho más serenos, discutían sobre el origen de la expresión ok.
Fuera ya era casi de noche y las farolas de Atocha se iban encendiendo una a una mientras me sumergí en la conversación como un pececillo más, como una gafapasta más… será por etimologías…




Albada 204


(Roberto Matta)

DULCE VERANO
(22 de agosto de 2010)

La pereza es dulce como el chocolate con leche. La pereza es infatigable porque no se cansa nunca de perdurarse a sí misma ni de estancarse dentro de su propio regocijo. La pereza no ama los cambios, ni los inventos porque a la larga nadie ha demostrado nunca que supongan un trueque al final definitivo que a todos nos termina. La pereza no es más que la respuesta inteligente o quizás la desesperación tranquila del que ve que nada va a alterarse, y que la puerta hace tiempo estaba ya cerrada.
El jardín después de la tormenta es más azul y huele a espliego. Sentado en la hamaca observa a Maruska. Le ha puesto nombre ruso porque la primera vez que la vio fue sobre la pared, en aquella mancha de humedad con un asombroso parecido a la antigua URSS, o quizás en realidad lo hizo porque de siempre le había apetecido conocer a alguien llamado así.
Maruska!, ¡Marusketaaa! le dice con diferentes tonos cuando la ve salir.
A la arañita, un ejemplar joven de la familia Argiopidae, no le llega la voz del humano, no por ser tan pequeña, desde luego, sino porque no tiene oídos, ni membranas timpánicas, ni nada parecido… la araña cuando siente vibrar el aire a cada golpe de voz de aquella criatura enorme corre hacia el borde de la tela… el humano se sonríe satisfecho y engañado casi la susurra: ¡Maruskitaaa, tú me oyes!

Si hay un ser que no conoce la pereza es la araña. Construye mil telas y las repara sin cesar. Es uno de los pocos animales que pone trampas. Eso le fascina al hombre: cómo un ser tan diminuto construye celadas mortales con la seda… eso y su afán de cazadora incansable, aún en la sombra del acecho antes de saltar sobre la presa.
Mientras Maruska está formando nuevas hebras y salta de una a otra ramita del rosal estirando el hilo, formando puentes de los que tender el resto de la telaraña, el humano perezoso y recostado, ya casi adormilado, cuenta los días que le quedan de vacaciones: apenas una semana, se dice.
Y le cuenta a la araña que le da una pereza enorme volver... volver a la oficina, volver a obedecer al jefe, volver a la pantalla y a la señal parpadeante del ordenador… volver a oír a los compañeros, escuchar sus interminables, aburridas, historias de familia, recibir decenas de correos electrónicos cargados de sus fotos en la playa, o bajo el Big-Ben, pereza de los días cada vez más cortos, pereza de las interminables sesiones invernales frente al televisor, y ni un sueño al que aferrarse… ¡me da mucha pereza Maruskilla, tener que volver a la vida y aparentar creerla!...

La pereza es suave como el filo de una ola. La pereza es no querer desperezarse nunca… sobre todo si millones de hilitos de seda, en una espiral pegajosa y transparente, te han envuelto al fin, rodeándote entero, mientras observas, pura delicia, cómo la diminuta araña se mueve en redondo sobre ti, afanándose incansable, ligando hebra con hebra con exactitud milimétrica. Mortaja de seda y sueños en espiral, dulces como una siesta en el ocaso del verano.

Albada 203



NACAR
(15 de agosto de 2010)

La tienda está justo frente al portal de su casa. El escaparate ocupa la mayor parte de la fachada desconchada, pero aún así sólo hay sitio dentro para el maniquí y una estantería donde el dependiente suele colocar cinturones, corbatas, calcetines… y otras prendas pequeñas extendidas con más o menos -más bien menos- gracia.
Hace cinco años que vive en este piso viejo, cinco que su dirección es la calle estrecha y en cuesta, cinco que no sale de la ciudad pequeña y provinciana.
Desde aquel verano que por ajustes de plantilla le trasladaron allí, la tiendecilla de enfrente ha sido la única vista que ha tenido al asomarse a la ventana, su referente para adivinar si haría más o menos frío, si llovería de nuevo como ayer o también como antes de ayer.

Mientras toma el primer café del día, ve cómo el sol oblicuo va deslizándose entre la pared y la canalera desvencijada; es entonces, al reflejarse el primer rayo en la luna de la tienda, cuando se produce el efecto mágico de todas las mañanas: la claridad intensa parece salir engañosamente desde el interior del escaparate y ondas multicolores envuelven de luz al envarado maniquí, protagonista involuntario, que como si entendiera de fenómenos de difracción y óptica cuántica parece estirarse y crecer.
De color carne, la mandíbula de plástico al cielo, siempre dirigida hacia su ventana, observándole fijamente, desde el fondo del escaparate. El pelo tallado y la cara maquillada, tanto que, aún sin estar cerca, se le distinguen las pestañas pintadas una a una, minuciosas líneas paralelas bordeando las dos esferas blancas de nácar que tiene por mirada.
No era un maniquí moderno, ni siquiera tenía aquel glamour de los de antaño. Era soso, sin gracia, tan rígido, y envarado en su postura altiva, que ningún traje, por mejor sastre que hubiera tenido, le hubiera sentado bien. ¿Y aquel artilugio de derribo, aquella chatarra miserable aún se permitía brillar ante él y despreciarle?... ¡un muñeco de desguace mirándole insolente cada día recordándole su fracaso y medianía!…

Le odiaba: tras aquellos cinco años de tenerlo por compañero de amanecidas, retándose viendole brillar al sol, en aquella ciudad, en aquella calle, en aquella casa frente a la tienducha, definitivamente le odiaba cada mañana más…

Baja a la calle y cruza de acera. Y al falsamente inofensivo y humilde, al rodeado de camisas y pañuelos bordados, le enseña las fotos que ha bajado de Internet: maniquíes de ultimísima generación, modelos articulados que parecen tener piel, seres inermes con hermosas pelucas sonriendo, casi reales… y le pone delante de la cara el espejito.
Juraría que ha visto una lágrima saliendo de las esferitas blancas mientras se aleja carcajeándose, arrastrando las maletas -¡ al fin!- hacía la ciudad más grande, la de anchas avenidas , la de edificios altísimos donde se es vecino del sol.

En la euforia, ha olvidado junto a la taza de cafe vacía, que también allí son más las tiendas, muchos más los escaparates, y más, muchísimos más los ojos de nácar.






Albada 202

(Dalí. "El farmaceutico de Figueras que no está buscando absolutamente nada"


LA CAMA
(8 de agosto de 2010)

Su mujer sólo se lo dijo una vez. La verdad es que no hizo falta que lo hiciera más veces ni que empezaran una de sus interminables discusiones: bien sabía él que la cama no cabía en ninguna de las habitaciones del piso de Barcelona. Y respecto a la idea de convertir el salón en dormitorio principal, que se le pasó entonces como un chispazo por la cabeza, ni se le ocurrió comentarle tal disparate. Definitivamente se tendría que conformar (por el momento), mientras no les fuera posible cambiar el moderno y ultrapreparado piso del estupendo barrio de Sant Gervasi (del que aún estaban pagando la hipoteca), por uno de esos “elegantemente decadentes”, ésos con habitaciones grandes y cuadradas, de techos altos y balcones con puertas de madera, con chimeneas apareciendo de pronto en rincones imposibles, con cocinas con despensa y soleados patios de luces… uno de esos decimonónicos pisos que los progres pudientes (políticos nuevos, la mayoría) se estaban “arreglando” en la Barcelona vieja, en los mismos barrios hasta hace poco nido de okupas, desheredados y bohemios que ahora alcanzaban precios imposibles Ni pensar en traerse la cama pues (de momento), sólo esperar los puentes y el ansiado mes de vacaciones.


En el pueblo, la cama estaba en el cuarto más alejado del centro de la casa, el que daba al poniente justo frente a la sierra de la Albera. Hasta allí no llegaban las voces de los veraneantes sentados en la terraza del bar de la plaza, ni las carreras de sus nietos jugando por los pasillos, ni la risa chillona de la cuñada riéndole las gracias al memo del marido… ni la televisión, ni los ruidos de las cucharillas endulzando las tazas de café del gran comedor familiar… ni siquiera el timbre de la puerta si llamaban.

La cama fue suya desde que recordaba; era suya por derecho de nacimiento, eso le dijo desde el principio su madre, mientras contaba a todos los de la casa cómo, para no variar el temperamento futuro de aquel hijo que siempre viviría con prisas, él vino a vivir al mundo allí, en la gran cama familiar, sin esperar a que le llevaran al vecino hospital de Girona, ni siquiera aguardando a que el padre volviera con el médico.

Algunas noches, de niño, en la casa de piedra del Alto Ampurdán, sentía aquel escalofrío y corría a su cama tapándose los ojos con la colcha granate de la abuela. Acariciaba las iniciales bordadas de la almohada mientras notaba que llegaba el sueño y la Tramontana que azotaba las persianas se olvidaba de asustarle y continuaba su camino para chocar al fin al amanecer contra los acantilados.

La cama era su barco seguro, refugio para leer, colchoneta para saltar de pequeño, después lecho de lujo para hacer el amor, isla de descanso y de sueños ahora que le pesaban más los años… su solaz de puentes y mes de vacaciones…
Sabía más que presentía que la historia de su madre tenía el final que nadie le decía y que algún día se unirían puente y barco y navegaría en su cama para siempre.