Albada 306

Tomorrows (J.M. Ubé)

ETERNAMENTE
(26 de agosto de 2012)

 
Alguien como yo ha vivido ya muchos agostos. A mis años uno comienza a familiarizarse tanto con esa línea plana de la vida que le cuesta tener vocaciones futuras. Sin embargo sigo convencido de que la dicha es tener alguien a quien amar, y es lo que busco desde hace una eternidad.

Último domingo de agosto. Verano en esta ciudad pequeña. Casi fin de verano en la ciudad pequeña. Claro que está todavía el calor; el calor desdice la fecha del calendario. El calor es tan agobiante que me confunde, no me deja fácilmente imaginar que dentro de poco terminará la rutina de las vacaciones y comenzaré a echar de menos este no saber cuándo, dónde, cómo hasta que llega la noche y las calles se me hacen, al fin, atrayentes, incitantes.

Tomo cerveza helada y una tapa de jamón en la primera terraza de la plaza, justo la que está en una de las entradas de la plaza. Una plaza llena de sonidos de verano, en una ciudad pequeña plena de gente de paso (¿aves de paso?), con un paso, en todo caso, perezoso, ralentizado; tanto, que su ritmo hace juego con las miradas lentas de los que sentados en las terrazas beben, como yo, cervezas heladas.

La ciudad de invierno no parece la misma de la mañana de agosto. Cuesta reconocerla en este salón concurrido que es ahora su plaza mayor. Da la sensación de que fuera otra ciudad o que tal vez uno se ha perdido en una celebración en la que ni siquiera él mismo sabe si es invitado del novio o de la novia. Se saluda gente que hace un año justamente no se veía. Se saluda y se despide; último domingo de agosto, oigo decir de nuevo a alguien.

Elijo otra terraza y pido otra cerveza helada, rechazo el plato de aceitunas. Es medio día. Me gusta leer el periódico al medio día. Solo, sentado entre tanta gente, miro las hojas de deportes y echo un vistazo a las esquelas. Y bebo cerveza, y miro a la gente, y de nuevo el periódico y por fin termino mi cerveza, y...

Y la hora de comer calma la plaza y el ruido. Pago la cuenta, me marcho de allí. Hace tanto calor que decido quedarme en casa todo lo que queda de tarde: bajo persianas, cierro luces y echo llaves a las puertas… toda la casa en silencio, suspensa en el frescor de la oscuridad. Y duermo una siesta larguísima, a la espera de que me llame la luna que está creciendo Afortunadamente los días se van encogiendo y el atardecer llega cada vez más pronto. Tras las paredes comienzo a oír la noche; los dos, la noche y mi cuerpo, nos despabilamos juntos. Me siento renacer y no recuerdo nada de mi pasado, ni siquiera el sabor de la cerveza del último domingo de agosto.

Es lo que tiene haber vivido ya muchos agostos, que no importa uno más para los tipos como yo: un aprendiz de Drácula en verano, perdido en esta ciudad pequeña, buscando siempre, eternamente buscando, alguien a quien morder, alguien a quien amar.


Albada 305



MOMENTOS
(19de agosto de 2012)

El coche remonta lentamente la montaña. El camino es tan inestable que a veces parece que las ruedas se van a quedar atrapadas por el fondo de la carretera, hundidas, deglutidas en aquel símil de asfalto. El pequeño vehículo aminora entonces la marcha, casi se para por completo, y parece tomar fuerzas; entonces, cuando el motor apenas ha parado unos segundos, arranca de nuevo con brío renovado el camino de la cúspide. Del motor sale mucho más fuerte ese brooomm, broooommmm brooomm y un shissssss se encadena sucesivamente con otro cada vez que derrapa en la gran cantidad de cerradas curvas que sortea hasta llegar a la cumbre. Una vez allí la bajada es fácil: consiste simplemente en dejarlo caer por la pendiente, al albur del recorrido; más rápido en las mayores pendientes, un poco más lento cuando el nivel se va allanado… y finalmente, pararse del todo cuando llega la horizontalidad completa del suelo. Hay algunos coches que a veces tienen un encontronazo con algún pliegue y se detienen en la bajada (esos son los que pierden), o incluso hay otros que chocan con alguno de los parados que ya han hecho la carrera (esos también pierden). Gana el que consigue llegar más lejos, y aún quedan tres coches más para intentarlo.
Asciende ahora otro; es rojo, un Testarossa nuevecito que recorre voluntarioso las imaginadas curvas que bordean la subida. Suena despacio el brom-brom de su alegre motor. Esta vez ha separado las rodillas y ha formado dos montañas: ¡más difícil todavía, subir y bajar, subir y bajar! Cuando se desliza por la primera bajada el choque con la falda de la otra montaña (su pie izquierdo) es inevitable: ¡pumbaaa!... y el coche va a caer boca-arriba fuera de la cama.
Romm roomm!!… sigue imitando con los labios fruncidos el ruido de las ruedas todavía girando como locas… cuando va a bajarse de la cama a recoger el juguete, de pronto se queda quieto y en silencio. Le ha parecido oír pasos, quizás es mamá que se ha levantado para ver qué ruido es ese de su habitación. Se acurruca de nuevo y se tapa hasta la frente, cierra los ojos y espera haciéndose el dormido. Escucha mejor. No, nadie se oye por el pasillo, nadie ha ido a la cocina ni viene a la habitación de su hermano y suya. Todos en la casa siguen dormidos, salvo él, claro. Él sí que lleva un buen rato ya despierto y pasándoselo en grande con los coches en la cama, construyendo con sus piernas circuitos imaginarios sobre la sábana, asistiendo a fantásticas carreras que sus coches han hecho para él y que sólo él ha podido presenciar: ¡se siente el más feliz del mundo!
Al niño le gustan los domingos por la mañana porque puede jugar en la cama y estarse mucho tiempo inventando aventuras. Mientras todos, hasta Muffi el perro, duermen, él siente que a esas horas del amanecer la casa es otra y que vive con su familia en un tiempo y en un mundo en que todo lo bueno y lo mágico es posible.
Hoy, además de ser domingo, son vacaciones y en vacaciones todos los días se parecen un poco a los domingos. ¡Qué suerte tienen!
A su lado su hermano pequeño, que todavía acuestan en la cuna, ha vuelto también a dormirse. Antes, por un momento vio que tenía los ojos abiertos y levantaba los brazos. Pero no llegó a llorar: un rayo de sol muy nuevo, muy de domingo por la mañana se había colado por las rendijas de las persianas justo para posarse entre las barandillas de la cuna. Era un rayo de sol juguetón, de color amarillo claro que se escondía entre los barrotes mientras el pequeño jugaba a atraparlo con aquellos deditos gordezuelos de los bebés chicos. Para cuando el hilo de luz, flotando una y otra vez, consiguió alcanzar el techo de la pared de enfrente, el hermano agotado por el juego se había vuelto a dormir ya, y él había vuelto con su apasionante carrera de coches.
Pero ahora, él también se ha cansado y se frota los ojos con la manga del pijama. Vuelve a oír aquellos ruidos. Sabe que no son sus padres, ni siquiera Muffi porque el ruido viene de fuera: un viento furioso ha comenzado a azotar a los árboles del jardín y las gotas de la inesperada lluvia de verano golpean la persiana.
De repente toda la casa se le vuelve grande y en la habitación aquellos rayos de sol que han iluminado sus juegos y los del su hermano se han oscurecido.
A medida que avanza, el pasillo se le hace más largo y tiene que extender los dos brazos porque le parece que las paredes se inclinan amenazadoramente sobre él. Nadie se lo ha dicho, pero sabe que eso es el miedo.
Afortunadamente nada hay mejor en esta vida que abrirse un huequito en la cama grande y segura de los padres, y que te reciba ese abrazo tibio entre el sueño y la vigilia de papá y mamá.
Abrazo tierno, imborrable de la felicidad en uno de esos domingos de vacaciones, con la tormenta mirándote tras los cristales.

Albada 304



VIDAS SINCRONIZADAS
(12 de agosto de 2012) 

Las nadadoras llevan bonitos bañadores y tocados brillantes en las cabezas. Las nadadoras se mueven con movimientos rotundos, ejecutados con una precisión milimétrica, las dos a un tiempo, sin separarse nunca de ese eje de simetría imaginario que marca la armonía y la dificultad del movimiento. Se contorsionan a veces casi acalambradas, crispadas las manos, los dedos de los pies como pulsando un violín acuático invisible. Otras veces marcan con el arco de los brazos y el cuello formas redondeadas, pasos que son apenas el inicio, el esbozo de una figura que se engulle sin contemplaciones el agua de la piscina.

Las nadadoras llevan pintados los ojos con colores psicodélicos, y las bocas de rojo coralino indeleble. Cuando se sumergen se transforman a través de la superficie en manchas luminosas, fosfenos mágicos, que coronan las ondas a borbotones con imágenes surreales donde brazos y piernas ya no son tales sino elegantes filamentos de una sola cara sonriente y fija como el mascarón de un barco antiguo. Las nadadoras nunca cesan de moverse con movimientos hermosos e increíbles que nunca llevan a ninguna parte, siempre giran y giran en medio de su azul y límpido universo olímpico

Los sonidos de la escoba pasando una y otra vez sobre las baldosas restallan contra los setos de las tapias encaladas y se allanan en la superficie de la piscina. Se para a descansar. El televisor lleva encendido un buen rato. En la pantalla las dos nadadoras continúan en su ir y venir frenético al compás de la música mientras él enciende con parsimonia un cigarrillo y se queda quieto, fumando de pie, mirando aquellos dos seres magníficos que bien pudieran ser habitantes del Olimpo. Haciendo contrapunto a su inhalación de fumador empedernido se oye de pronto el siseo reiterado de los aspersores en la zona ajardinada. Es la señal, la hora de abandonar él también la piscina; hace mucho tiempo que todos los bañistas se han marchado ya. Su trabajo por hoy ha terminado.

Baja el toldo de la caseta del bar. Revisa los estantes con las patatas fritas, los cacahuetes, las cortezas… abre la nevera y cuenta por encima los refrescos que le quedan. Mira el reloj: las diez y quince. Cuando pujó para que en verano le adjudicaran la explotación de la piscina del pueblo, no se imaginaba lo largos que se le harían los días, incrustado durante horas en ese microcosmo aislado de muros altos, tripulante-jefe de una crisálida de fondo líquido en la que se refleja un cielo en medio de la nada. Su Olimpo particular no sabe de medallas ni de famas. Al apagar la televisión del local se oscurecen también las dos sirenas de la pantalla. El encargado de la piscina, tras terminar de apurar el último cigarro del día, pausadamente, casi con la seguridad con la que se dibuja una acuarela del paisaje tantas veces visitado, descorre el cerrojo de la puerta principal y se pierde en la oscuridad de la calle.

Albada 303



CUMPLEAÑOS FELIZ
(5 de agosto de 2012)


A veces hay vidas que no “merecen la pena” de verdad hasta los cincuenta, pero por eso mismo esperas y esperas, como en esas películas que hasta la mitad no hay quien sepa de qué van, pero que “algo deben de tener” que hace que sigas allí sentado, inmóvil en el asiento de la sala oscura, “por si acaso”.
A veces hay vidas que transcurren anodinas, planas y predecibles como esas novelas en las que nunca sucede nada, sólo el tiempo estirando los finales y un índice y un pulgar pasando las páginas con desgana; pero ambas, vida y novela, de pronto, al llegar al medio, se vuelven apasionantes, te envuelven en un torbellino del que es imposible ni siquiera querer salir… tanto te gustan, tanto te “enganchan”, ¡tanto se siente a los cincuenta!
Y entonces, cuando el feliz hallazgo ocurre, sólo vives para “tu instante” y se te olvidan con gusto muchas cosas: se te olvidan las líneas de tiza pintadas en el suelo que no llevaban a ninguna parte, líneas reflejadas en tu cara que son tu día a día, mes después de mes, año tras de año; se te olvida el tiempo en que estuviste tan sólo aprendiendo a hacerte el muerto, se te olvida todo porque a veces, en la vida, es un obstáculo inútil la memoria.
A partir de ahí, de “aquí”, ¡qué el reloj desteje calendarios, qué cuenten, si quieren, otros el tiempo!

Todos estos pensamientos los “siente” ella mientras va de acá para allá por su casa, extendiendo manteles, cubiertos, copas… Preparar una fiesta de cumpleaños tan especial lleva mucho trajín, te ayudaremos, le dijeron las amigas; pero ella les contestó  qué era su fiesta y lo sería hasta en los preparativos.
Porque lo qué no sabían las amigas,  ni sabría nadie más que ella (¡y él!), era qué lo que aquella noche celebraban eran mucho más que las cincuenta velitas de la tarta.
¡Radiante!, ¡qué bien te sientan los cincuenta! le dicen todos mientras comienzan a llegar. Y entonces se multiplican risas y regalos y en el Cumpleaños feliz, él le roza la mejilla con el beso, y ella sonríe por dentro, y piensa también, qué más que nunca es y será siempre aquella “su fiesta”, su momento y…
Y es que veces, afortunadamente, todavía hay novelas y películas, y también vidas, que tienen un final sorprendente, feliz y apasionante; a veces, al llegar más allá de la mitad, descubres que aquellos largos, aburridos y cansinos preparativos de la vida, “han merecido la pena”. Tan sólo hay que saber esperar un poco (esperarle piensa ella) antes de cerrar la tapa del libro o antes de que se enciendan definitivamente  todas las luces de la sala.






Y LOS DÍAS NO ESTÁN LO BASTANTE LLENOS


Y los días no están lo bastante llenos


y las noches no están lo bastante llenas


y la vida se desliza como un ratón de campo


sin mover la hierba. (Ezra Pound)