Albada 333



CAER EN LA TENTACIÓN

La señora María es una bruja. No es que lo diga ella, se lo dice la gente del barrio cuando ella no les oye. Mientras espera en la fila para comprar la barra de pan, tiene tiempo de fijarse en los detalles: las tejas minuciosamente acabadas en un bucle convexo, las dovelas del arco de la puerta de color más claro que los ladrillos (encarados éstos con prolijidad milimétrica); las ventanas con sus visillos violeta y lunares blancos… Avanza la cola y se tiene que alejar del expositor para acercarse al mostrador. Suspira y se arriesga a una compra de última hora; improvisa, se deja llevar por el impulso, puede que incluso por el capricho tan inhabitual (¿imposible?) en ella. Porque la señora María es una cínica (aunque no lo diga ella ni se lo digan sus vecinos). Ser cínica a la manera de un moderno Diógenes de Sinope (con ipfone pero sin candil) es estar por encima de las pasiones y de los sentimientos. Y así es María, tan lógica y perfeccionista que no concibe la contradicción ni los despistes; siempre tiene a punto en la boca el acerado reproche, por eso le ha complacido tanto pasar una y otra vez la vista por la primorosa casita: está hecha con tanto esmero, es tan correcta… tan “exquisita” en cada uno de sus detalles, que por una vez no ha podido resistirse. La señora María valora los resultados impecables por encima de todo. Es rígida hasta el extremo y “no pasa ni una” a cualquiera que tiene cerca. Quizás nadie sea más moralista ni lo sea con tanta crudeza como lo es un cínico. Sus valores son tan claros que no admiten concesiones. María tan recta en sus convicciones, sin proponérselo, sin darse cuenta si quiera, desprecia a la mayor parte de la gente, porque los considera victimas de las pasiones. Por supuesto tampoco tiene sentido del humor, porque efectivamente el humor es un “sentido” y ella nunca estaría de acuerdo en “sentir” divertida la risa, esa “súbita percepción entre lo que debería ser y su incongruencia”.

Los bastones de caramelo a tiras helicoidales rosas y blancas (¿fresa y nata?) se balancean ligeramente bajo el alero de mazapán. La dependienta sonríe a María mientras sujeta con una mano, haciendo equilibrios, la mona de chocolate más grande y cara de la tienda y le pregunta como prefiere que se la envuelva. Lacasitos de colores, sugestivas gominolas, galletas y trocitos de bizcochos horneados con formas inverosímiles, canela, vainilla, miel y azúcar glaseado, sirope de maíz, mantequilla dulce, ralladura de naranja, de limón, frutas confitadas… y chocolate, mucho, mucho chocolate: chocolate blanco, chocolate negro, chocolate con leche… la anciana anda más ligera que nunca por la acera de su calle con su casita rodeada por un gran lazo. Camina recordando a la niña que hace muchos años fue. Aquel artificio de chocolate ha obrado el prodigio: le ha traído un cargamento de ternura que hacia tiempo había olvidado. Algún vecino la observa. – La bruja se ha comprado una casita de chocolate” –cuchichean de un portal a otro. Tan cargada como va le cuesta sacar las llaves, y cuando por fin acierta a entrar tiene que cerrar la pesada puerta empujándola con el talón. Avanza por el pasillo en penumbra tambaleándose con su delicioso tesoro entre las manos. Esta vez no habrá Hansel y Gretel para compartir los tramposos caramelos ni un gesto adusto de desaprobación; hoy el capricho de la tentación es sólo para ella y a cambio de “caer”, el dulce corazón de almíbar de la casa de chocolate ya no esconderá el fiero calabozo.

P.D.: Las brujas y el chocolate, según han descrito estudios certificados por los más eminentes científicos, han resultado finalmente incompatibles y la señora María es evidencia del hallazgo. ¡Felices y dulces Pascuas!























El Poli





UN RAYO DE SOL
(23 de marzo de 2013)



Sha la la la la, oh, oh, oh… en la máquina de discos no paraban de cantar Los Diablos. La fuerza de su “rayo de sol” se multiplicaba a las dos de la tarde de aquel día de julio por el calor de los mil rayos y centellas inimaginables. Hacía bochorno y los cielos increíbles de Teruel (sólo una nube blanca se atrevía a navegar por su azul) seguro que se veían mejor bajo la sombrilla o los escasos árboles del recinto. Como Luis no había tenido suerte y sólo tenía el cobijo de su toalla sobre la que estaba tumbado (ni siquiera una triste visera de esas de Mirinda que daban gratis a la entrada), antes de darse la vuelta y ofrecer al implacable sol su abundante pelambrera (muchos chicos llevaban el pelo largo) decidió acercarse hasta el bar y pedirse una Fanta. Como casi siempre, habían quedado los amigos para pasar la tarde en el “Poli”, pero él había preferido adelantarse y comer allí. Se había traído un bocadillo de chorizo pamplonés (ya le advirtió su madre que cuando se lo fuera a comer, con tanto calor y metido en la bolsa de deporte, aquello estaría pringoso, como pasado a la plancha… que mejor se llevara uno de jamón, pero cómo a él le pirriaba el pamplonés…). Luis quiso ir antes porque había calculado que así aún vería a Marisa. Marisa iba sólo por las mañanas al Poli (por la tarde tenía repaso de matemáticas, que le habían caído tres para septiembre y sus padres se habían puesto muy “pesadicos” aquel año con lo de los suspensos). Sobre las dos y media, a la misma hora que “la chica de sus sueños” se iba, también mucha gente dejaba la piscina para ir a casa a comer; entonces, por breves momentos (si la máquina de monedas de los discos estaba callada y no como ese día) desaparecían las risas y los gritos, el colorido de las toallas sobre el cemento y el escaso césped; y los bronceadores de zanahoria; y las revistas… y aquellas bolsas grandes al hombro que llevaban las madres con dos o tres niños cogidos de su cintura…. entonces la calma se adueñaba de todo, parecía hasta rebotar y multiplicarse en la lamina del agua clorada, y Luis tenía la impresión de que el Poli se volvía todavía más pequeño, casi de mentira, como un escenario donde permanecían diseminadas algunas figuritas semi-tumbadas que como él iban desenvolviendo perezosamente sus bocadillos. Aunque algún bañista aprovecha para hacer largos y largos completamente a sus anchas, el Poli entero, con su socorrista y el camarero del bar incluido, entraban en un amago de siesta que pronto se rompería con la llegada del relevo de los bañistas de la tarde. El “Poli” era el diminutivo familiar de la piscina del Polideportivo San Fernando, durante mucho tiempo la única piscina pública (si exceptuamos la de Fuente Cerrada) que había en nuestra ciudad. En el Poli pasábamos muchas horas de aquellos largos veranos, sin Internet ni móviles, los adolescentes de Teruel que “no teníamos pueblo”. Como Luis y los amigos de Luis, chicos y chicas entre chapuzón y zambullida jugábamos al parchís o a las cartas sentados sobre las toallas o, cuando el sol apretaba menos, nos atrevíamos con algún partido de baloncesto. Grupos de adolescentes enredábamos bajo un sol de justicia, picándonos unas pandillas con otras, mirándonos de reojo, probando a bucear con los ojos abiertos…
Luis vuelve a su toalla mientras escucha por cuarta vez la dichosa canción (alguien se está gastando un capital echando monedas). Les guarda el sitio a sus amigos que no tardan en llegar. A Juan, el más inquieto, le falta tiempo para subirse al trampolín y tirarse “de pie”; el resto ya está en el agua (después del viaje desde el centro hasta allí en “el pesetero” están más que acalorados). Juan se tira por cuarta vez, ahora en plancha (¡le ha debido doler!), hace tanto ruido que por un momento se tapa aquel estribillo machacón…. un rayo de sol, oh, oh, oh, me trajo tu amor, oh, oh, oh un rayo de sol oh, oh, oh a mi corazón oh oh oh… Los seis muchachos se secan, alguien saca un balón y deciden ir a la pista; cuchichean tres chicas de otro grupo cercano y les saludan con la mano; ellos caminan entonces más erguidos hasta la cancha de baloncesto, saben que les van a estar mirando mientras juegan y ninguno quiere parecer un perdedor delante de ellas. El juego y las risas se interrumpen; aquella nube del principio se ha vuelto traviesa, más grande, casi oscura. En pocos minutos se prepara una de aquellas tormentas inesperadas de verano: primero unas gotas grandes y pesadas tamborileando a ritmo desigual el cemento, repiqueteando en el agua de la piscina; luego van haciéndose cada vez más y más finas y numerosas; comienzan a oírse los primeros truenos y todo se empapa. Se recogen las toallas, las sillas, las mesas de la terraza del bar, se “recoge” también la gente y en pocos minutos el Poli queda completamente vacío.
Luis y sus amigos salen riendo del Poli; caminan bajo los aleros de las casas para no mojarse todavía más pero la nube de verano se cansará pronto: no han llegado ni al Viaducto cuando el cielo vuelve a ser de nuevo sólo azul. Alguien habla de acercarse hasta la Tropela a comprar pipas y regaliz, incluso alguno de esos cigarrillos sueltos para compartir en la Glorieta… Y el grupo se aleja. Está brillando de nuevo el sol, especialmente para Luis que ha visto por la acera de enfrente a Marisa y sus amigas también camino de la Glorieta… Los Diablos no dejan todavía de resonar en su cabeza: y daré gracias al sol, que me hizo dueño, que me hizo dueño de tu amor sha la,la,la,la, oh, oh, oh… un rayo de sol…




Albada 332



EL MÓVIL
(17 de  marzo de 2013)

No lo pude evitar y sonreí al encontrarlo. Ella debió de perder el móvil el sábado al mediodía, justo cuando el parque está más lleno de gente y la cerveza endulza con unas gotas de locura la sucedánea libertad de cualquier fin de semana. Digo bien ella” porque desde el primer momento estuve convencido de que el teléfono que me había encontrado bajo aquel banco pertenecía no a un “él” si no a una indiscutible “ella”.
Según mis cálculos o llámenlos, si quieren, deseos, el aparato “debería” pertenecer a una mujer que desde luego sería joven pero no una cría, bastante guapa (¿por qué no? yo soy de los que tienen comprobado que, al contrario de lo que nos ocurre a los hombres, en cualquier grupo de mujeres elegido al azar siempre la mayoría son guapas, mientras que entre nosotros los feos nunca somos excepción) y –continuo describiéndoles a mi desconocida – tendría un gusto delicado, sutil, y el suficiente dinero o “influencia” como para poseer uno de los móviles más caros del mercado.
La funda, como el propio teléfono, era de un exquisito color rosa-palo (evidentemente hechos ex profeso) y ambos tenían las iniciales S.S. (en el estuche estaban tachonadas con esos cristalitos “swarovsnoseque” tan de moda ahora, mientras que en la tapa sonrosada del interior, las sibilinas letras aparecían grabadas en oro justo a la altura de mi pulgar). Por un momento, las doradas eses brillaron en mi mano como dos pequeñas serpientes, no sabía bien si amenazantes o simplemente tan hipnóticas como la inefable Kaa del Libro de la Selva de mi infancia.
Esa tarde volví al parque. Tenía la seguridad de que ella acudiría y que yo podría ofrecerle su brillante móvil como el trofeo de un héroe antiguo que se ha merecido su princesa. Aún desde lejos, cuándo la vi sentada en el mismo banco, me di cuenta de que no me había equivocado, ¡qué tenía los ojos más bonitos que jamás había visto!, ¡qué sus piernas eran una marea deliciosa en la que perderse!… pero “ella” lloraba. Lloraba con una terrorífica tristeza, vencida por un profundo dolor que en ningún caso explicaba la pérdida del dichoso móvil por muy lujoso “rosa-palo” que éste fuera; la envolvía una pena que, desde luego, yo no había incluido entre mis fabulaciones ni mucho menos dentro de mis planes de futuro. Sin acercarme más, di la vuelta y me fui de allí. Tiré las “preocupaciones” con forma de áureas eses en la primera papelera que encontré. Y es que… si me descuido un poco… casi voy y… ¡me enredo yo solito la vida!
Ya cerca de casa recordé a tiempo que esa tarde echaban por la tele un buen partido; avivé el paso y, sin poderlo evitar, de nuevo sonreí.



Albada 331





PECES

(3 de marzo de 2013)


Creo que, todavía (y ¡cruzo los dedos!), puedo darte algunas cosas pero por lo que más quieras no me pidas consejos porque no te los daré; no te los daré porque no los tengo y además ¡ni siquiera sabría dónde ir a buscarlos!

Manuel, por supuesto, no le dice nada de lo que está pensando a su hijo y sólo le sonríe un poco desde su sillón mientras él le sigue explicando lo que le han dicho en clase.

Intentar aparentar interés, no le cuesta nada; es más lo que le sobra es interés, en estos momentos de su vida nada le importa más que sus hijos, pero teme tanto las preguntas que tiene prisa porque aquel adolescente, que tanto se parece a él, se de la vuelta y se entretenga con cualquier cosa. El desconcierto cree que se le nota demasiado así que mejor que la conversación se quede para otro día.

Ahora que de pronto se ha hecho tan difícil aconsejar a un joven hacia dónde dirigirse, qué estudiar, cómo orientarse, padres e hijos están ante la misma incógnita sin apenas luz que les aclare nada. Elegir siempre es lanzarse un poco a la aventura pero el hacerlo sin ningún atisbo de red deja a cualquiera sin palabras a la hora de contestar el ¿qué te parece que sería mejor que estudiara papá? o el más temido “y ahora que he terminado ¿qué?”

En la casa de al lado, la familia del amigo del hijo de Manuel tiene, además de la preocupación por el incierto futuro de los chicos, una situación angustiosa llamada paro. Se vive al límite y a la espera de no se sabe bien qué cambio, qué noticia, porque el trabajo se ha convertido en un lujo y hablar de los derechos y la dignidad de los trabajadores es como mentar al diablo (si tienes trabajo no te quejes que ya eres un afortunado, te dicen, así que tú…¡chitón, si te explotan esa suerte que tienes que cobras a fin de mes, sería un desaire, un atropello hacerlo además ante alguien que pueda estar sin trabajo…y así, con el miedo y sin quererlo, se abren más y más puertas a la injusticia).

El primo del hijo de Manuel está en Alemania desde hace unos meses ¡Qué suerte tenéis, al menos ha encontrado algo!, les dicen los conocidos a los padres, y ellos se callan porque ya resulta cansino hasta quejarse y tratar de explicar la situación “real” en que se encuentra gran parte de nuestros hijos que está trabajando en el extranjero: en unas condiciones que duelen en el alma, y que laceran todavía más sabiendo que han sido buenos estudiantes, trabajadores y valientes por salir de las comodidades de su casa; al menos ha encontrado algo y aprende el idioma, y se labra un futuro y es que como aquí no hay nada van como perdidos y… les dicen a los padres de los hijos emigrantes y ellos callan porque además de penoso resulta hasta “incomodo” dar explicaciones… que – como decía antes – quejarse da miedo… que ya es como si tentaras al destino y ¡siempre pueden venir peores!…

Pero volvamos a la casa de Manuel. El más pequeño de la familia, que todos creen dormido a esas horas, ha escuchado tras la puerta la conversación de los preocupados padres. La tele está encendida y el presentador desgrana uno a uno lo que ya parece un vía crucis para España, un auténtico calvario del que además no conocemos el número de estaciones ni como será la cruz que nos espera tras la ruinosa subida. El niño escondido sonríe: el comentario enfadado de la madre ante las noticias le ha dado la solución, aunque – piensa – ¿cómo puede ser que a ella tan lista, a ella que todo lo resuelve siempre en casa, no se le haya ocurrido antes? Y, después de mirar un rato el acuario que tiene en su cuarto, se atreve al fin a ir junto a sus padres. Tiene prisa por contarles su descubrimiento: mamá, lo que dices, eso de que sólo se salvan los peces gordos… pero si es tan fácil, nosotros también tenemos en casa… y abriendo con mucho cuidado el cuenco de sus manos les enseña a sus padres al más grande de la pecera.






El Puente Minero




EXPLORADORES DE LA IMAGINACIÓN


Hay quienes dicen (muy serios ellos) que el responsable de todo es un gen; que ese impulso por descubrir, por ir hasta dónde termina el arco iris y más allá tiene su origen en el gen “travieso” DRD7, que nos descontrola la dopamina y de paso todo lo que se le cruza en su camino.

No sé si ese espíritu inquieto, esa capacidad de imaginar que nos conduce a aventurarnos para “vivir” y crearnos un mecanismo de aprendizaje incansable será sólo uno más de nuestros “accidentes” genéticos, lo que si sé es que ese impulso vital está ahí, en lo más profundo de nosotros, como un latido íntimo e inevitable, desde muy niños, mucho antes de lo que somos capaces de recordar.

Y también niños éramos cuando un día cualquiera (a esa edades no importan tanto el castañear de dientes o la sed) quedábamos en pandilla para acercarnos al Puente Minero.

Éste no era un puente minero cualquiera, era simple y llanamente para los de Teruel: el Puente Minero. Situado en la vía del antiguo ferrocarril minero de Ojos Negros- Sagunto, sobre el barranco de El Salobral o de Valdecebro, subiendo hacia la carretera que va a Corbalán, sus seis ojos aparecían imponentes en medio de aquel paisaje de desoladora y desnuda belleza prometiéndonos a medida que nos acercábamos el hallazgo de tesoros asombrosos. Y es que a veces ese horizonte de posibilidades infinitas que buscamos está a la vuelta de la esquina, en un pequeño universo muy cercano a tu propia ciudad por ejemplo.

Para la chiquillería de hace unos cuantos (bastantes) años las excursiones al Puente Minero eran auténticas expediciones cuya preparación dejaba siempre la impronta de ir a la aventura. El tesón, pese a la corta edad, nos acompañaba a todos porque aquel sitio nos resultaba tan mágico que sólo al mencionarlo nos prometíamos vivencias emocionantes. Entusiastas, emprendíamos la excursión dispuestos a aceptar lo que ocurriera, incluido, por supuesto, lo que solía suceder, que era no encontrar nada. Pero el esfuerzo de la caminata bien merecía la pena: aunque la mayoría de las veces los bolsillos volvían vacíos, el camino ya en si era un hallazgo constante, un cúmulo de apasionantes sensaciones… sentir el aire acariciándote las mejillas, los gritos y las risas de los amigos al máximo volumen… aunque no conocíamos a Kavafis y su entrañable debes rogar que el camino sea largo, con esa sabiduría innata que se tiene de niños intuíamos que si la felicidad es un instante aquellos eran parte de su momento más importante, de ese que también llaman libertad.

Caminar permite encontrarnos cara a cara con lo elemental, con lo telúrico, con lo auténtico porque cada espacio contiene en si mismo infinidad de revelaciones que nunca se nos van a agotar. Y allí estábamos nosotros, caminando caminos hacia el Puente Minero; con esa tendencia irrefrenable de la infancia hacia la Naturaleza, conquistando peñascos y cárcavas, bajando barrancos, sorteando ramblas, descubriendo insospechados riachuelos de agua, entretenidos contemplando el aspecto terrible de un despistado escarabajo que parecía lanzado desde otro planeta… subiendo colinas, correteando entre aliagas y tomillos… haciendo dianas en los jerseys con las espigas o echando la galima en algún almendro olvidado…

Antes habíamos cruzado por el Carrel, barrio lleno de sugerencias especialmente para los que éramos del Centro; algunos, incluso, con la peligrosa inconsciencia propia de la edad habían hecho equilibrios atravesando por encima del puente del Arquillo (algún santo protector debía estar siempre de guardia por allí, ¡afortunadamente!).

La arcilla roja daba paso poco a poco a las blancas calizas del paisaje agreste en el que era muy fácil reconocer las heridas en la tierra de las trincheras. Aquellas eran una de las muchas paradas “para buscar”; buscábamos restos de metralla, latas de comida oxidada que nos hablaban de lo cotidiano en medio del miedo y la muerte, restos de espoletas, trozos de hebillas de cinturón… todo era examinado minuciosamente, valorado y en algunos casos intercambiado si ya se “tenía”. La Batalla de Teruel que tan lejana nos parecía, surgía a nuestros ojos como lo que era: una realidad todavía presente en el tiempo y desde luego mucho más presente todavía en los mayores de lo que en nuestra ingenuidad éramos conscientes.

Las siguientes “paradas para buscar” estaban un poco más abajo; se trataba esta vez de encontrar pequeños fósiles. No teníamos mucha idea de qué eran aquellos restos pero al contemplarlos sobre la palma de la mano se nos desbordaba la imaginación. Hoy sabemos que no nos equivocábamos al considerarlos tesoros: sin darnos cuenta estábamos en medio de un yacimiento de micro y macro mamíferos del Turoliense inferior (publicaciones recientes de paleontólogos de la Fundación Dinópolis han llegado a identificar allí hasta tres especies de Hipparion)

Y como no hay dos sin tres aquel Puente Minero nos reservaba un extraordinario regalo más: entre los afloramientos del Triásico Superior, las abigarradas margas, los yesos fibrosos y espejuelos, de vez en cuando aparecían junto a algún Jacinto de Compostela las famosas Teruelitas (una variedad de dolomita, de cristales romboedricos de un negro brillante) que constituían una auténtica rareza (alguien ya en aquel tiempo las quiso bautizar como la “piedra del amor”).

Volver al anochecer, bajo el cielo tachonado de estrellas, y ver la ciudad iluminada como una esplendida pintura en la que adentrarse era el final feliz reservado para aquellos exploradores de la imaginación. Con o sin gen DRD7, lo que no había duda era de que habíamos disfrutado de otra más de las magníficas excursiones al Puente Minero.