CATÁLOGO
(28 de abril de 2013)
Quizás la costumbre le viniera de cuando era muy niña, de cuando aún no sabía ni andar.
Su madre le contaba que a la atardecida, al dejar de apretar el calor, todas las mujeres de la familia (la abuela, las dos tías, tres de sus primas mayores) y algunas vecinas como la señora Fuensanta y La Margarita (siempre fue “La Margarita”, sin ningún otro apelativo delante) se reunían a coser en la puerta de casa; a coser y a escuchar la radio, y a comentar chascarrillos de la tele, y a recordar viejas historias de los vecinos o de quienes -hijos y nietos del pueblo- iban llegando de la capital, con sus coches repletos de bártulos y maletas de colores, para pasar las vacaciones.
Y ella también estaba allí, con las mujeres de la casa, en su cuna todavía, al lado de su madre y del bordador de su prima Isabel o del mundillo forrado de verde sobre el que La Margarita movía una y otra vez los bolillos (más de treinta palillos que con una habilidad pasmosa iban construyendo un hermoso camino de encaje tan delicado como el sutil sonido que surgía al cruzarlos de uno a otro lado).
Y sí, seguramente la costumbre de mirar al cielo le venía de aquellas tardes dulces de verano. Braceaba, movía las piernecitas y barboteaba; su madre le decía que gorjeaba como los pichones de la torre de la iglesia, y que tenía siempre la vista fija en el cielo, viendo pasar las nubes por encima del tejado de aquella pared encalada, esa pared que era una ventana abierta al mundo entre macetas de geranios y claveles.
A diferenciarlas mejor, le ayudó, sin embargo, la parte masculina de la familia. Fue el abuelo Pepe el que le enseñó cuales eran las que traían tormenta o las que sólo jugaban a tapar el sol y se esfumarían en un suspiro; le habló de las más altas que él llamaba “nubes de hielo” (no sabía, claro, que eran “cirros”… eso se lo explicaría a ella en la clase de Ciencias Naturales la maestra de tercero, doña Maruja) y también de las más bajitas, ésas que formaban como una manta que envolvía los bancales de detrás de las eras y que siempre terminaban, antes de anochecer, en una niebla que escondía toda la hilera de las primeras casas junto a la carretera.
A ella y a su abuelo las que más les gustaban eran las que traían sorpresa; esas nubes traviesas de verano, cargadas de gotas gordas y sonoras repletas de una lluvia blanda que iba tiñendo las calles de lunares gris plata y cuyo repiqueteo sordo hacía juego con el ruido de las pisadas de los sorprendidos vecinos, corriendo y hablando a gritos al mismo tiempo, mientras buscaban el refugio de los portales.
Su primer beso, el que le robó aquel novio rubio de Barcelona, le pilló bajo un cielo azul perfilado de blancos rizosos… ¡Cirrocúmulo!, pensó mientras sentía bajo la nariz las cosquillas del proyecto de bigote de su enamorado… Pese a no volver a verle más tras su verano quinceañero, guarda, convenientemente etiquetado en su catálogo de nubes, el cielo de aquel primer novio: un piélago de escamas blancas, un pez plateado flotando sobre sus labios de aprendiz.
En Durham, la ciudad en la que vive desde hace cuatro años, los cielos suelen ser casi siempre grises. Le faltan claros para contar las nubes, para perfilarlas en un marco que no sabe de pieles azules. El inventario celeste se le ha quedado de pronto detenido, un poco lo mismo que su vida, en un paréntesis, en un paso hacia atrás para querer salir más rápido.
A su novio de ahora, al inglés con el que sale a pasear por las orillas del Wear, le cuenta de aquellos atardeceres en la acera de su casa y de cuando la señora Fuensanta y su madre cambiaban la costura por el cuchillo y el balde para “arreglar la borraja”, también le habla de aquella lluvia juguetona y de los truenos repentinos de las largas tardes de verano. Bajo la sombra del impresionante castillo normando un catálogo de sueños desgrana cielos de infancia. Un beso a nuestros jóvenes emigrantes.