INSTANTE
28 de noviembre de 2010
Todas las mañanas de los domingos de los últimos meses de los últimos años ha seguido el mismo camino desde su casa hasta allí. El banco de madera pintado en azul oscuro suele estar casi siempre vacío a esas horas, lo que le permite elegir el lado más soleado en invierno –justo el extremo de la izquierda que es por donde empieza a resbalar el sol temprano– o el más sombreado –a la derecha– cuando en los calurosos domingos de verano no corre ni una pizca de brisa.
Todas las mañanas de los domingos de los últimos meses de los últimos años ha seguido el mismo camino desde su casa hasta allí. El banco de madera pintado en azul oscuro suele estar casi siempre vacío a esas horas, lo que le permite elegir el lado más soleado en invierno –justo el extremo de la izquierda que es por donde empieza a resbalar el sol temprano– o el más sombreado –a la derecha– cuando en los calurosos domingos de verano no corre ni una pizca de brisa.
Hombre de costumbres, celebra ese día, íntimamente encantado, su liturgia particular: antes de llegar ya ha comprado los dos periódicos en los que se sumergirá con la pasmosa parsimonia de un avezado lector de fondo, mientras deja cuidadosamente doblado sobre la madera azul el último número de la revista de viajes que se reserva para leer en casa ya casi extinguida la tarde, justo cuando contemple tras los visillos los últimos vagidos del domingo sobre el tejado vecino, y compitan en lentitud la llegada de la noche y el vaciado de su dry Martini seco.
A primera vista, quien no se hubiera fijado antes en él –exactamente cada domingo de los últimos meses de los últimos años– podría pensar que estaba aguardando a alguien: he aquí la espera tranquila de un hombre paciente que lee e ignora a los que pasan a su lado, a los que llegan, a los que se van… y que a veces, con desgana, intercambia cortesías con algún inoportuno compañero de banco. Nada más contrario a la verdad: aquel hombre nunca ha buscado a nadie.
Pero hoy al levantar la vista se ha tropezado de golpe con sus ojos. Supuso que la mujer ya debía llevar mirándole el intenso instante y que precisamente había sido esa insistencia muda la que le había urgido para que levantara la cabeza y se encontraran frente a frente. Un estremecimiento en toda regla, una profunda conmoción el encuentro de sus dos miradas. Tan detenidas se han quedado por momentos la una en la otra, que el tiempo se ha desmoronado por completo y, vencido, ha deshecho su finitud en un segundo. Sin apenas darle espacio a la sorpresa, la sonrisa clara de ella y la risa franca de él han reconocido saberse desde siempre incluso sin haber tenido un antes juntos ni quedándoles ningún después.
Pero hoy al levantar la vista se ha tropezado de golpe con sus ojos. Supuso que la mujer ya debía llevar mirándole el intenso instante y que precisamente había sido esa insistencia muda la que le había urgido para que levantara la cabeza y se encontraran frente a frente. Un estremecimiento en toda regla, una profunda conmoción el encuentro de sus dos miradas. Tan detenidas se han quedado por momentos la una en la otra, que el tiempo se ha desmoronado por completo y, vencido, ha deshecho su finitud en un segundo. Sin apenas darle espacio a la sorpresa, la sonrisa clara de ella y la risa franca de él han reconocido saberse desde siempre incluso sin haber tenido un antes juntos ni quedándoles ningún después.
Las dos manos saludan todavía el feliz hallazgo mientras el ruido del encendido del tren anuncia el adiós. Quedarán las últimas miradas hundiéndose en la lejanía mientras el corazón celebra el inesperado encuentro: la de ella, desconocida amada, tras la ventanilla del tren desde donde le descubrió; la de él, solitario amante, junto al banco azul de una estación cualquiera donde sin saberlo la ha esperado siempre.