Albada 264


DICEN
(30 de Octubre de 2011)

En el metro la lluvia no se oye pero te empapa de gris desde el mismo momento en que empiezas a bajar por la escalera. Ya en el vagón se convierte en tormenta oscura y por eso no se ve como moja desde dentro; huele a nostalgia mientras miradas disimuladas observan de reojo, los hombros más calados, más cerradas las pestañas empapadas, más lacios los brazos... tanta humedad, tanto vacío, esponjarán pronto hasta los huesos. Por eso, para no sentir tan arrugadas las palmas de sus manos, hoy, que llueve como hace tiempo no lo hacía, ha decidido cruzar la piel de la ciudad.
El cielo a esas horas es un borrón de colores imprecisos. Detrás de los grandes edificios, se adivinan trazos rosa y amarillo bajo el marengo sucio que lo empieza a envolver todo desde arriba. Anochece y sigue lloviendo a pesar de las luces rojas de los semáforos, a pesar de que mañana es fiesta y los niños no saltarán sobre los charcos camino del colegio.
El taller está escondido, agazapado en un callejón del Barrio Antiguo. Para llegar hasta él hay que recorrer un laberinto de esquinas desconchadas y plazas diminutas en las que ahora serpentean riachuelos extraviados del filo de las alcantarillas. Al ruido de la persiana metálica le contestan los aullidos asustados de dos perros en el piso de arriba, el resto de la casa —tres plantas y granero con terraza— hace tiempo que permanece vacía, como casi todas las casas de aquel viejo corazón de la ciudad.
En el taller la temperatura es agradable; los cientos de listones amontonados en las paredes según grosor, las tablas apiladas por tamaños, los rizos de viruta sobre el suelo… son una frazada que confina aquella habitación a la simple emanación de su propio universo (en el íntimo orbe de cualquier madera aún late el calor del árbol).
Sentado ante el banco se afana en terminar su obra abandonada; talla y encola pequeñas piezas. Los dedos, sabios y acostumbrados, no dudan ni una sola vez sobre las décimas de milímetro. Cepillan y ensamblan, dan forma y espacio… Ajustan el diapasón al cuello, colocan las clavijas de ébano, el cordal de jacarandá… y por fin se extienden los brazos levantando la obra hacia la oscuridad de la ventana.
La sombra de aquella noche no conoce fin y los segundos son sólo inútiles muescas en el polvoriento reloj de la pared... pero la labor está casi por concluir. El instrumento es de un blanco sonrosado y el barniz tiene que envolverle tan suave como el sol a la piel de un recién nacido. Este último paso —y todos y cada uno de los que tan minuciosamente ha seguido— es importante para que el sonido sea nítido, el matiz el justo, la vibración la deseada. Todo debe ser perfecto.
Callan los perros. Desde el taller surgen las notas de una canción triste, bordean el callejón, atraviesan el Barrio Antiguo, se perciben por toda la ciudad que aún simula dormir... avanzan en círculos concéntricos por el cielo. Ahora, que todo al fin está terminado, no le importará bajar al metro: al fin y al cabo la lluvia nunca podría mojar las manos de un fantasma.
Dicen que cada noche del treinta y uno de octubre se oye una música sublime en el taller abandonado de aquel difunto Luthier, el afamado maestro que murió sin conseguir la obsesión de toda su vida: fabricar el instrumento insuperable, el violín capaz de emitir las notas más hermosas.
Dicen, y como lo dicen así lo cuento... por si acaso alguna noche de éstas mientras no les llega el sueño escuchan...


Albada 263

MUCHAS FELICIDADES

(23 de Octrubre de 2011)

Pienso yo que el mejor reconocimiento que los otros pueden hacerte, el mejor regalo, es manifestarte el reflejo de tu bondad en ellos; cuando ocurre así, cuando sin esperarlo una confidencia en voz baja te descubre todo el bien que le has hecho, cuando te azoras sorprendido por el agradecimiento que nunca buscaste porque simplemente has sido como siempre eres, se te disipa de pronto cualquier duda, y esa emoción cálida en tu corazón te dice que, después de todo, la vida (y tu vida) debe tener algún motivo. Sentirte así, aunque sea sólo un breve instante en la grisura de lo cotidiano, supera con creces cualquier medalla o el más valioso de los premios.

En los tiempos que corren no es tarea fácil, desde luego, la de ser bueno, o mejor dicho que la gente, las circunstancias, te permitan serlo; hay que tener mucho valor, mucho coraje y sobre todo ser tan generoso que ni siquiera te importe que cualquier suspicaz (siempre los hay) te llegue a tildar, como poco, de ingenuo o candoroso. Convendrán conmigo que estamos muy faltos de seres así. Yo les llamo personas- faro por aquello de que son seres de luz a los que de vez en cuando te tienes que volver para no ver las cosas (o más bien a las personas) tan oscuras y correr el riesgo de tropezarte de nuevo.

Este domingo toca una albada de felicitaciones, felicitaciones a todos por contar entre nosotros, turolenses, con ALGUIEN así (permítanme las merecidísimas mayúsculas); y felicidades a él por acabar de cumplir 96 años. Noventa y seis años lúcidos, hermosísimos, llenos de claridad y constancia, llenos de esfuerzo, de grandeza en su humildad y sencillez, plenos de amor y conocimiento, porque él es ante todo eso: un hombre sabio y bueno.

A todas las personas que hemos tenido la fortuna de cruzarnos alguna vez en la vida con él nos ha regalado parte de esa bondad y de esa sabiduría. Hablaba al principio de “reconocimientos”, de regalos, de confidencias. Pues bien me lanzo y cuento: yo conocí de niña al Pastor de Andorra, fue durante una larguísima espera en la calle. Actuaban varios grupos y era invierno. Mis compañeras y yo nos aburríamos, se nos helaban los dedos. Y él estaba allí también, esperando para cantar. Podía haber pasado de aquel grupo de crías cansadas y protestonas; no tenía porque preocuparse por nosotras, pero lo hizo, y cuando comenzó a hablarnos se nos pasaron todos los males de repente: nos hizo reír, nos enseñó a tener paciencia, a pensar que merece la pena esforzarse, nos hizo sentirnos importantes. No conocíamos su nombre, pero cuando después nos emocionamos al oírlo cantar, supimos que habíamos estado con ALGUIEN fuera de lo común. Sé que para él es lo habitual, que él es siempre así, y puede que parezca una anécdota trivial, porque él ha protagonizado historias y triunfos importantes, pero lo que se siembra en el alma de un niño siempre termina por nacer, y a mi nunca se me olvidó que en aquella conversación fue la primera vez que sentí que alguien me hablaba de persona a persona, no de adulto a crío. Esa consideración a los demás, el respeto a todos (sin importar edad, posición social, cargo político... todo el mundo para él ha sido igual de importante), esa valoración del esfuerzo y la constancia fue una lección que mis amigas y yo aprendimos aquel día de él, y como decía al empezar ningún regalo mejor que decirle a una persona el bien que te ha hecho. Por eso, por su arte y por el ejemplo de vida que nos da cada día a todos, desde la admiración y el respeto, desde el agradecimiento y el cariño: ¡muchas felicidades Don José!












Albada 262


LA CAJA DE METAL

(16 de octubre de 2011)

La caja es de metal, parecida a la que de niña veía utilizar a su madre para guardar los hilos, las tijeras, el jaboncillo azul de marcar la tela y el dedal. Ni siquiera recuerda cuándo decidió conservar en ella cosas que no quería perder. Quizás la tiene desde los 9, los 10 años (es la fecha que aparece en las papeletas con sus notas de solfeo que también guardó allí).
Las cuatro de la noche y el sueño, que como ayer y antes de ayer no llega, dan para mucho, sobre todo da mucho tiempo para pensar ante cada una de las ventanas oscuras de la casa. Esta nueva madrugada de insomnio ha cambiado la lectura por enredarse dentro de los cajones que apenas se abren y escudriñar en las estanterías más altas a las que rara vez nadie se sube.
Lo hace despacio, con mucho cuidado para no despertar a alguno de los suyos, los queridos durmientes, ajenos por completo a las dos realidades que coinciden en este mismo instante dentro de la vivienda: sueño y vigilia, los dos ávidos, codiciosos amos que no admiten medias tintas y atrapan a los humanos al completo, sin concesiones.
Ha subido a una silla. La caja está al final de la estantería, de tan al fondo, ni se ve. La palpa con la puntas de los dedos, la arrastra con las palmas, hasta que al final aparece enfrente mismo de sus ojos. Cuando vuelve a pisar el suelo, se sienta y la pone sobre sus rodillas. La mira antes de abrirla: no tiene prisa, sabe que las horas son más largas hasta el alba y que lo que contiene la caja le será tan familiar y a la vez tan inquietante como su reflejo en el espejo. Como si fuera una asaltante de su propia vida, va sacando uno a uno papeles ambarinos escritos con tinta azul y caligrafía de niña que lee con una sonrisa, viejas agendas con direcciones ya inexistentes, sobres repletos de fotos en blanco y negro... el diario de tapas azules y candado de juguete... postales con dedicatorias de novios quinceañeros, un recorte de periódico con su nombre en negritas, los resultados del análisis por el susto aquel…
Va dejando a su lado todo: la copia de su primera paga, las cartillas sanitarias de cuando sus hijos eran bebés con sus listados de vacunas, sus gráficas de peso y altura… -gramo a gramo, centímetro a centímetro cada mes, ¡aquellos números que tanto significaban!-, el mechero verde de Bic, la entrada del concierto de Los Secretos, el aro de plata, el llavero con la única llave...
Extendidos a su alrededor, aquellos objetos cotidianos han adquirido un aspecto que los hace diferentes. Es, desde luego, algo más que lo que pinta la pátina del tiempo... es... como si de tantas emociones contenidas se les haya abrazado un halo especial de extraordinario, como si les hubiera crecido peso y fragancia.. como si el trozo de vida prendido en ellos los hubiera vestido de más Ser. Ella sabe, que aunque parezca imposible, aquellas cosas
existen más.
Sensaciones difíciles de explicar a las siete de la mañana. Ya se oye el ruido de la ducha, y pronto la casa se sumergirá en olor a café. Sobre la silla empuja los recuerdos hasta el fondo de la estantería.
Las viejas cajas de metal llenas de recuerdos son salvavidas de las noches oscuras, farolillos que a veces encendemos para no caernos más. Las cajas de metal llenas de recuerdos son como el otoño: dulce, triste, necesario y muy, muy hermoso.

Albada 261


(fotografía de J. M. Garcés Gargallo)


EL SEÑOR S. Y SU PÍRRICA VICTORIA

(9 de octubre de 2011)

No les diré mi nombre. Me pueden llamar si quieren simplemente señor S., aunque no por ello estén dando por sentado que sea yo un hombre en vez de la despampanante morenaza con la que se cruzan algunos de ustedes camino del trabajo. No crean todo lo que les dicen y tampoco lo que leen... es de manual. También es de manual que un detective que se precie nunca debe decir como se llama, ni por supuesto dejar suponer que lo es. ¡Nada de pistas de la vida de un detective!. Como imaginarán la empresa suele ser harto difícil, especialmente cuando, como es mi caso, uno vive en una ciudad pequeña. Ser detective por ejemplo en una localidad como la mía es complicado… ¡ya quisiera yo ver aquí a Holmes, Dupin o Poirot!. Ni siquiera a la apacible miss Marple le sería sencillo hacer sus pesquisas sin riesgo de ser descubierta. Aunque finalmente, y pese a la falta de privacidad de mi ciudad (ya les digo que se parece poco a la imperturbable St Mary Mead), he de reconocer que, como la curiosa anciana inglesa sentenciaba al final de sus bien resueltos casos, “la gente es igual en todas partes”.

Y precisamente porque el ser humano es como es y además lo es con independencia de clase social o condición, me encuentro yo estos días inmerso hasta el cuello en un caso que me tiene, más que preocupado, obsesionado.

Cuando acepté hacerme cargo de él lo hice a regañadientes. No se siguen casos de divorcios, lo pone bien claro en el anuncio, le dije por teléfono a aquella voz sofocada. Sin embargo ni el mismísimo Marlowe habría hecho ascos a la considerable suma de dinero que el conocido personaje de mi ciudad (no hizo falta ni siquiera que se identificara pues lo reconocí al instante) me ofreció por encontrar pruebas de la infidelidad de su esposa.

Sería coser y cantar me dije mirando la foto de la estupenda señora de mi cliente. Su bonita cara me resultaba familiar claro, normal, ¡si aquí todo el mundo termina por ser conocido en mayor o menor tiempo!.

La estrategia fue la habitual: primero el perceptivo seguimiento encubierto, sin contacto inmediato con el individuo, en este caso “la individua”; y después, si no se consiguieran los objetivos –como así vino a suceder aquí– proceder a un marcaje más directo, forzando el trato o incluso la familiaridad si fuera necesario. Así que en mi afán por estar lo más cerca posible de “la sujeto”, y ya con menos disimulo, me apunté a su mismo gimnasio y a sus clases de acuarela; fui a los mismos conciertos y a las mismas películas, me senté en la terraza de la concurrida plaza a la hora justa en que ella tomaba su vermut con las amigas... Debo reconocer que hasta casi empecé a compartir con ella gustos y costumbres, no en balde me hice un corte de pelo en su misma peluquería y me compré ropa en las tiendas que ella frecuentaba. Lo normal no tardó en suceder: de tanto vernos o “coincidir” comenzamos a saludarnos; primero fue un breve “hasta luego” cuando nos cruzábamos en la calle; y más tarde, y como “por casualidad” estaba yo también en el mismo establecimiento, incluso me pidió opinión sobre un par de zapatos que dudaba en comprarse. Le hice fotos sola y acompañada, en la calle, desde el coche, y desde el interior de los locales… Completé así el grueso dossier y una tarde concerté una secreta entrevista con el marido en la cafetería más concurrida de la ciudad (es también de manual de detective que las cosas que no quieres que se sepan hay que hacerlas con normalidad y a la vista de la mayor cantidad de público)

A estas alturas se preguntarán, sin duda, cual fue el resultado de mis pesquisas, si la descubrí, si la pillé, al fin, con su presunto amante… Pero perdonen, debo atender ahora al marido al que veo ya esperándome en la mesa del fondo (hay que saber ser también discreto dentro de la “naturalidad”...).