LA VAQUILLA (11de julio de 2010)
Cada Vaquilla es la misma y distinta a la vez. Supongo que eso es parte de la magia. Va pasando la vida, la nuestra, la de los nuestros y la de los otros, y cada año no dejamos de sentir esa especie de gusanillo de lo novedoso, de la sorpresa de la Vaquilla del año que nos toca, que recién nos llega siempre como una desconocida, sugestiva, inédita, a pesar de que nos sabemos el programa al dedillo, hasta con las comas. Cada año que nos atamos de nuevo al cuello el pañuelico, sentimos la misma novedosa emoción, el mismo ligero cosquilleo en un ritual que nos envuelve de sentimientos tribales, que nos bautiza y confirma como TUROLENSES, ese título tan difícil, tan duro a veces, tan hermoso y que con tanto orgullo presumimos de llevar .
Y es que todo turolense podría escribir una biografía colocando uno tras otro, en fila, los recuerdos de sus Vaquillas. Fiestas vividas de niños bailando de la mano de los padres, de adolescentes con las manos anhelando libertad dentro de los bolsillos, de jóvenes ya de manos emparejadas… aquella Vaquilla de locura total, desternillante, ¿delirante?, aquella otra más triste, la siguiente en la que no sabías dónde colocar a tantos amigos que se te apuntaron a última hora, la del amor, la del desamor, la de volver al amor… la de la mano del hijo en tu mano… Historias de nuestras vidas en que los escudos sobre la casaca son como las piedrecitas de colores que iluminan el camino hecho y dejan espacio paciente al por hacer.
Miro ahora la mía y acaricio el escudo más preciado: el primero, el más descolorido, y me acabo de dar cuenta de que pese a ser tan diminuto, casi un retal, a su alrededor parece que se han ido acomodando todos los demás escudos… Será porque en la vida nunca dejamos de ser el niño que fuimos, no lo sé, pero siempre que cada año lo vuelvo a ver me hace sonreír y recordarle a él.
Este escudo, como todos los demás, tiene su historia y su Vaquilla: mi tío, Miguel Gea, encargó a las Clarisas, que nos bordaran uno igual a cada uno de sus sobrinos. Era el escudo de la peña que junto a sus amigos fundó hace muchos años: allá por el mes de septiembre del 42, unos pocos amigos de apenas veinte años, con los recuerdos de la tragedia de la guerra escondidos al fondo de las pupilas y las ganas enormes de vivir a flor de piel, fundaron la primera peña vaquillera de Teruel.
Al hilo del recuerdo recupero las fotos antiguas y los papeles amarillos. Descubro la firma de mi querido tío bajo los diez acuerdos de los Estatutos, que terminan en medio de románticas proclamas y alguna que otra inocente chufla: “Ha de ser tal nuestra unión, que si por cualquier motivo, alguno de los firmantes al convenio, llegase en alguna ocasión a discutir o pelear con extraños, todos, como un solo hombre, saldremos en su defensa. Y para que conste, cada cual que estampe su rúbrica (pero sin borrones ni huellas dactilares) deseando si no es mucho pedir, que todos, haciendo gala de la buena intención que nos anima, cumplamos con lo poco que en lo expuesto se pide, para que nuestra organización sea admirada y deseada por todo el que tenga conocimiento de ella y con un ¡Hurra por el éxito, unión, camaradería y vino en bota, firmamos con pluma no rota! ¡Viva la Peña!”
‘Peña Los 13’, pone en el escudo, y un pañuelico rojo y una botica dentro del círculo de la letra o. Recuerdo que de niña se me hacía raro llevar el escudo de una peña que nunca veía, que ya no se reunía, pero de la que ninguno de sus antiguos componentes, me atrevería a afirmar, nunca diría que no existía. En mi inocencia infantil me creía depositaria de un estupendo tesoro, de un pedacito de la historia de mi ciudad bordado en aquel escudo.
Cuántas historias le he oído contar de sus Vaquillas, de las Vaquillas de los 13: de porqué se llamaron así, de porqué “importaron” a Teruel el pañuelico, la faja roja y el traje blanco; de la charanga de los amigos de Cella y del desfile en la plaza, de sus comidas, de sus bromas, de cómo la vida también les fue cambiando a ellos y de cómo sus mujeres pidieron su sitio en la peña…
Este año ha muerto mi tío. Se ha ido el último de la Peña los 13, la primera peña de la Vaquilla del Ángel. Ahora que ya no queda ninguno de aquellos animosos jóvenes, ahora que alguien podría decirme que es realmente cuando la Peña ya no existe, la siento más viva que nunca en cada charanga, en cada pañuelico rojo de los turolenses. Y sé que Miguel Gea volverá conmigo, con todos, cada año a gritar con fuerza: ¡Viva la Vaquilla! ¡Viva la Peña! ¡Viva Teruel!