(La doncella corintia, 1782-1784, JWright de Derby)
AUREA MEDIOCRITAS
(1 de octubre de 2012)
Domingo de fiesta. Comida familiar. Júpiter trae a los desapacibles inviernos pero él mismo se los lleva. Si ahora te va mal, no será así también en el futuro; de vez en cuando provoca Apolo con su citara a la musa silenciosa y no siempre tiende su arco. El voluminoso tomo de literatura clásica da para mucho. Pasa páginas y se queda ahora con el viejo Plinio. Horacio es mucho Horacio para consolarse, aunque la hiedra verde y el oscuro mirto rodeen también a Lidia en el jardín de la casa de sus padres. Deja las Odas suspendidas en el recuerdo, suavemente, igual que deja pasear la mirada por encima del mantel. Nada sobre la mesa hace pensar en la reciente comida festiva, sólo hay una taza de café vacía –su taza- y un poco de azúcar volcado al lado; sin embargo aún huele el aire a ceniza de barbacoa y algo del humo se ha quedado prendido en su ropa y bajo las anchas hojas de la higuera.
Comienza a hacer frío pero ha decidido quedarse allí un rato más leyendo. Dentro de la casa la familia se ha organizado pronto: los más pequeños, pertrechados ante la pantalla, juegan a turnos con la videoconsola; los mayores disfrutan entre risas de una prometedora y larga partida de cartas, y el más mayor de todos, el abuelo que dice que nunca duerme la siesta, hace más de diez minutos que dormita placidamente en el sillón. Fuera el aire de la tarde es denso, henchido de humedad, pero la lluvia gusta últimamente de hacerse esperar. A Lidia, sin embargo, lo que le gusta es “el antes”, ese cielo que anuncia tormenta, las nubes avanzando lentamente y cubriéndolo todo de azul oscuro, el instante del rápido reflejo del primer relámpago, tan lejano que aún ni siquiera se atreve a restallar, el escalofrío repentino como una premonición. Aquel atardecer en Corintio no llueve tampoco, pero hace tanto frío que sólo el silencio habita las oscuras calles. Junto al hogar encendido la hija de Butades de Sición, el alfarero, contempla al soldado dormido. Mañana es la partida y se resiste a la idea de no volver a ver su rostro. Llamas rojas y doradas alumbran con intensidad su cara: la frente alta, noble, el mentón ligeramente cuadrado que habla de aquella férrea voluntad que le conducirá al despertar hasta lejanas tierras en guerra, el maxilar anguloso de las mejillas que tantas veces ha besado… También el resplandor le devuelve el contrapunto de una sombra. Un perfil sobre el púrpura donde las hermosas facciones parecen tener vida propia: en aquella temblorosa silueta impresa en la pared descubre el alma del amado que vela con ella el cuerpo del durmiente. Apenas se mueve por no despertarlo. Con sumo cuidado recorre la silueta de la sombra con un trozo de tizón y el milagro se produce: atrapado en la pared, prendido del reflejo aparece el querido rostro. Aguardará años a su lado la imposible vuelta del guerrero, venerando aquella imagen, la primera que nadie ha dibujado, acariciando con su propia sombra el rostro del soldado. Cuando la muerte visitó la cruel batalla y convirtió a los dos amantes en fantasmas, el afligido Butade recogió el perfil de su hija junto a la silueta de su enamorado: dos sombras que son una al fin.
Las primeras gotas son gruesas, fuertes. Se extienden sobre el papel del libro abierto por ondas como si tuvieran la consistencia de una piedra acuosa empapando la superficie del mar de celulosa. El viento ha pasado varias páginas y se ha vuelto a abrir por las Odas de Horacio. Lidia despierta tan súbitamente como antes se quedó dormida. Llueve y la lluvia es ahora dura, de solidez implacable contra el frágil. Cierra el libro caído en el regazo y corre al interior de la casa. Dentro hay risas y calor, y ella quizás ya ni recuerda la página que la llevó al sueño o siquiera que soñó. Al fin y al cabo las sombras son el principio del olvido y sólo existen en el filo del límite de un sueño o en las viejas historias de los libros. Empieza a diluviar en el jardín y la familia pronto se reunirá para merendar.