Albada 272


La joven del Unicornio. R. Sanzio
DESEOS POR NAVIDAD

(25 de diciembre de 2011)

¡Porfa, porfaaaaa!... “Alicia no pudo evitar que sus labios dibujaran una sonrisa cuando empezó a decir: –¿Sabes que yo también siempre creía que los Unicornios eran monstruos fabulosos? ¡Nunca había visto uno de verdad! –Bueno, pues ahora que nos hemos visto uno al otro –dijo el Unicornio–, si tú crees en mí, yo creeré en ti. ¿Trato hecho? "

Y quizá tenga razón –piensa el abuelo mientras le sigue leyendo el cuento a la nieta–, quizás esté en lo cierto el Unicornio de Alicia y, aún en el otro lado del espejo, la única manera de que las cosas que soñamos se hagan realidad sea empezando a creer en ellas.

Acaban de llamar a la puerta por tercera vez en aquella noche: antes fueron los hijos mayores, sus nueras y una de las tías solteras; esta vez son sus cuñados Dora y Ramón. Mientras la niña corre a recibir a los nuevos invitados, el abuelo desde la sala de estar oye saludos y el ligero fragor del roce de abrigos al quitarse, imagina sonrisas y abrazos. Cierra el libro, cierra los ojos y se pregunta si finalmente terminamos por creer en todos aquellos deseos de felicidad o son tan sólo sortilegios que lanzamos a la suerte.

Este año le parece al abuelo que debería estar más contento: al final el insoportable Luis no va a venir a la comida familiar. Su hermana llamó hace poco para decir que no se encontraba bien y que no se moverían de su casa. ¿Por qué entonces esa rabia hostil contra todo que se le ha instalado desde que supo la noticia?

Ya no hay bárbaros. ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?... Esa gente era una solución.” Sonríe ahora solo, recordando los versos de Cavafis y reconociendo –sorprendido del descubrimiento inesperado– que al final su cuñado Luis se ha convertido para él en ese otro hostil que le justifica sin problemas su propio malestar navideño –esas normas y costumbres, esos formalismos sucediéndose imperativos y reclamantes año tras año–.

De nuevo aquella vocecilla le saca de sus pensamientos: ¡Porfa, porfaaaaaaa! ¡Sígueme leyendo, abuelo! Pero ya todos están sentados a la mesa y su mujer –la madre alrededor de la que todo gira y gira, como siempre– los llama. La comida de Navidad, una nueva comida de Navidad, comienza.



Albada 271



BAJO EL ASFALTO

(18 de diciembre de 2011)

Te encontrabas tan cerca de mí, que no fui capaz de verte. Necesité todo el tiempo que no quise darte para darme cuenta de que te quería hasta dolerme. Habitaste tanto mi corazón que tuve que ahondar hasta el fondo de mí para saberte. Ahora, cuando sólo me queda el hueco de tu ausencia, lo lleno de cicatrices; y trabajo, trabajo mucho, amor, aunque no logro acallar la presencia de tu falta.

Lo peor de escribir un mensaje así, una carta de amor “a la desesperada”, es pensar que ella nunca pudiera leerla; lo que más lastima es ese no empujar el sobre en la trampilla de cualquier buzón y desear, cruzando los dedos, que pronto llegue hasta sus manos.

Supo que su nombre era Susana sin querer, oyendo que la llamaba así una de sus compañeras. (Susanita, le decía él cuando bromeaba en su imaginación). La encontraba siempre, atenta y eficiente – ¡tan viva! – a primera hora de la mañana. Primero fue sorpresa, luego búsqueda disimulada... y después, encuentro no pactado. Durante aquellos tres años no dejó de “pasar” delante de Susana ni un solo día; día laborable, claro, porque luego estaban aquellos largos paréntesis, interminables fines de semana en los que él debía sumergirse en el mar de la cotidianeidad de una familia que le empapaba hasta ahogarle.

Hace cuatro semanas que ha cambiado de oficina. Ahora está tan cerca de su casa que la gran distancia, que antes les acercaba, no le sirve ya de excusa para el encuentro... Rebelde, contra todo y más contra si mismo, intentó, en vano, no volver a verla. Al principio, se limitaba a cruzar la plaza despacio, sintiendo, más que sabiendo, que caminaba a varios metros sobre ella. Tan extraña sensación terminó por producirle una angustia que sólo lograba calmar al final de la jornada, cuando, disimulado en la cafetería vecina, la veía salir a la “superficie” . Hoy que sin embargo es él quien vuelve debajo del asfalto, lo hace al fin feliz, ya decidido. Ha doblado el papel cuatro veces, hasta hacerlo casi diminuto y lo ha guardado en el bolsillo del abrigo. Desde el principio de las escaleras mecánicas la adivina ya tras los cristales de la taquilla.

Susana lleva mechas de color castaño, y gafas de concha de color rojo (su amiga Clara le dijo que estaban de moda). Cuando se mira al espejo piensa que sus 62 kilos son ya difíciles de disimular bajo el uniforme del año pasado. Le da vergüenza hablar de eso con la encargada y ha decidido que será ella misma la que ensanche las costuras y alargue un poquito el bajo, sólo un poco, lo justo para sentirse cómoda sentada…¡son tantas horas en aquella silla! Mira el reloj. Como cada mañana desde hace tres años piensa en él. Hace un mes que no le ha visto. Las primeras semanas se angustió: ¿y si estuviera enfermo? ¿Y si no vuelvo a verlo más?. Ahora, tras tantos días de espera, se le ha instalado por dentro un ternura dulce; ya no está enfadada con ella misma por vivir así, pendiente, enamorada de un desconocido: el recuerdo de él ha llenado de sentido cada una de sus noches desde entonces y ha terminado por no pedir más, por sentirse, simplemente, afortunada.

Cuando ha sucedido, ha sido sin sorpresas, sin alborotos, como si los dos supieran que tarde o temprano pasaría. Por primera vez se han prendido sin esconderse, frente a frente, sus miradas. El folio, doblado en cuatro, ha pasado con facilidad a través de la abertura de la ventanilla. Ha podido ver sus manos finas y delgadas, manos de “señorito” que diría su amiga Clara. La nota está escrita a lápiz rojo y la encabeza un nombre: SUSANA.





Albada 270

EL CUENTO DE LA SEMILLA QUE NO SABÍA DE LEYES

(11 de diciembre de 2011)

Érase que se era una semilla insignificante, incluso más pequeña que el título de esta Albada. Procede del huerto de Juan. Juan ha sido cuidadoso: recogió la semilla (junto con otras) de un sabroso tomate de la última de sus cosechas – ¿podría añadir aquí de un tomate de los de antes, de esos que olían y sabían a tomate? –, la guardó, ya seca, en un sitio fresco protegido de la luz. En cuanto pasaron los primeros fríos sembró las semillas en pequeños potecitos de tierra y esperó pacientemente a que germinaran. Ver asomar las primeras hojas siempre ha hecho sonreír a Juan; a sus 77 años aún le produce un estremecimiento de felicidad asistir al nacimiento de la vida pese a que lleve muchos, muchos años, (fue su abuelo quien le enseñó) cuidando del huerto familiar. De la semilla crecerá, aromática y tierna, la hermosa planta, que ya en el soleado huerto, a finales de primavera, comenzará a florecer: de cada flor surgirá un fruto rojo y carnoso que el anciano recogerá con mimo con los primeros calores del verano, no olvidándose de guardar, eso sí, el tesoro de las semillas del más apetitoso.

Hasta aquí la historia de nuestra semilla que a muchos le parecerá trivial. Pero hay otra historia, cada vez más frecuente y difícil de evitar, que puede llegar a convertir las vicisitudes de las vulgares tomateras de Juan en algo extraordinario sino ilegal.

Se coge una semilla, una de las de siempre (como la de Juan por ejemplo), se lleva al laboratorio, se pone debajo de un microscopio, se investiga, se trata genéticamente y tras el estudio pertinente sobre la rentabilidad económica que puede suponer para sus promotores (grandes cadenas alimentarias y potentados de la Industria Agroalimentaria) se patenta y se comercializa. Hay que procurar, sobre todo, saber vender las excelencias de este nuevo producto; con el tratamiento genético la hemos podido hacer más resistente a plagas, con un ciclo de cultivo más rápido, con un tamaño mayor o menor según convenga, más productivas, de maduración contenida (esas insípidas frutas que duran días y días, que parecen no pasarse nunca…) en fin, lo que más nos convenga en cada momento. Desde luego habrá que inclinar siempre el peso de nuestros argumentos hacia esa mayor productividad y facilidad de cultivo. Lo demás, otras cosas como los efectos perjudiciales que estas modificaciones genéticas comportan para la salud mejor ni se mencionarán.

Y la historia continua: la semilla patentada progresivamente va sustituyendo a la de toda la vida, con la consiguiente pérdida de riqueza de la biodiversidad (miles de plantas, que han habitado el planeta antes que nosotros, ya son sólo una cita en los anales de la Botánica). Avanzando en la perversión misma de la propia esencia de lo que significa una semilla (parte del fruto que da origen a otra nueva planta) se la convierte en estéril, incapaz de servir para reproducirse después de una cosecha, con lo que se obliga al agricultor a una nueva compra. ¡El negocio es redondo!, ¡todo está controlado! ( y no olvidemos, además, que los cultivos transgénicos pueden colonizar cualquier campo, hasta nuestro inocente huerto de macetas en el balcón, volviéndolos también estériles).

Ya no es ciencia ficción el que, cada vez más, las grandes multinacionales controlan los alimentos que, previo pago de sus “derechos de propiedad intelectual”, cultivamos. Se trata de un monopolio de semillas que hará, si no se remedia, que nadie pueda sembrar una planta sin pagar antes las tasas que alguien les ha aplicado. Muchos agricultores no pueden sostener una economía rentable con estos gastos añadidos con lo que estamos asistiendo al abandono progresivo y generalizado del campo. Las grandes multinacionales lo tienen sin embargo todo resuelto: deslocalizan progresivamente la producción, y siguen manejando y presionando a los gobiernos y sus organizaciones para influir en los Mercados y en las normativas que los regulan. Mientras, cada vez más, los campesinos y todos nosotros (porque todos “irremediablemente” tenemos que comer ) quedamos cautivos de estos oligopolios, ellos terminarán por decidir quienes pasarán hambre o no y a que precio, y todo ello dentro de la más completa legalidad.

El pasado día 28 de noviembre, los tribunales franceses, (cuando veas las barbas de tu vecino…) anularon “por no estar sujeta a derecho” la suspensión que tenía establecida Francia para el cultivo de maíz transgénico Montsanto (MON810). El golpe es duro ya que implica además el agravante de que aplicando estrictamente la legislación internacional actual nos quedamos todos más desamparados, más desprotegidos. Como las noticias malas rara vez vienen solas, a esto se une que el país vecino también ha aprobado una normativa que prohibirá a sus agricultores plantar sus semillas de granja (las seleccionadas por los agricultores en su propia cosecha, como lo venía haciendo nuestro amigo Juan) si éstas no pertenecen a las catalogadas con el Certificado de Obtención Vegetal, otro derecho de propiedad que abarca más del 99% de las variedades que cultivan los agricultores y para las que también se debe –por supuesto– pagar un canon. De nuevo aparece pues aquí la palabra dueño y propiedad, de nuevo el enriquecimiento de unos pocos y el empobrecimiento de casi todos...

Y fin de la historia por el momento: por si acaso, habrá que ir diciéndole a Juan que vaya con cuidado, que esa pequeña semilla de su mejor tomate tiene ya un dueño que ni él conoce, y que ese amo, pronto, le reclamará su parte.

Albada 269

AVENTURERO

(3 de diciembre de 2011)

M. sabe que hoy en día ya no quedan mares anónimos que surcar, países por descubrir, indígenas que deslumbrar. Piensa que su tiempo debería haber sido mucho antes y que inexplicablemente algo falló cuando se cuadró la fecha de su nacimiento: éste se produjo demasiado tarde (unos cinco siglos más o menos tarde, calcula él). Desde niño siempre quiso ser el primero en ver, el voluntario para probar lo desconocido, el atrevido al que no le importaba intentarlo todo. Alma de aventurero le llamó su abuela cuando a altas horas de una noche, mientras todos dormían, salió a la calle para enterarse del porqué no dejaban de ladrar Sultán y Lea; un incorregible imprudente le gritó su profesor de química cuando casi hace estallar el matraz al calentarlo. El recuerdo le hace estremecer y se sube el cuello del abrigo. Además también se siente destemplado por el frío. Desde hace seis días se ha instalado la niebla en la ciudad y las luces de Navidad, enmarañadas sobre las ramas de los árboles del Paseo, tienen un brillo extraño, una luz húmeda, que más que felices fiestas parecen anunciar el paso de una aterida procesión. Cuando el autobús gira la curva y enfila la Avenida ve salir del cine a diez o doce personas; el grupo se disgrega pronto: ya es tarde y ni los neones encendidos de los escaparates consiguen acallar la promesa de la cena caliente y las zapatillas en casa. Ya apenas queda nadie en la calle.

Conducir un autobús nocturno es lo mas parecido a llevar el timón de un velero por los inhóspitos mares del Ártico, o al menos así se lo quiere imaginar M. mientras observa las manos del conductor vestido de uniforme azul. Las puertas se cierran tras él y aquella nave de metal se aleja hacia las otras orillas de la ciudad. Él, por su parte, recala en la salida de emergencias de un gran edificio. Ser vigilante de noche de unos super-almacenes haría las delicias de muchas personas, se dice sonriendo. El cigarrillo en la puerta con Jesús, su amigo vigilante, es breve, lo justo para comentar las novedades del día: el resultado de la semifinal del partido, lo poco que ha salido el sol hoy y la reforma laboral que se anuncia. Se despide de él como cada noche, con un chasquido del pulgar e índice y continua calle arriba. Se oye tras la esquina el ruido del camión de la basura vaciando los contenedores. Dentro del ascensor se le ocurre que a veces se siente como ese farero que al mirar al horizonte nota el peso enorme y desproporcionado de su torre vigía. Varado en medio de los miles de caminos que dibuja la espuma del océano, M. ha encontrado, sin embargo en su trabajo de cada noche, el territorio imaginario de las mágicas historias de su infancia, el viaje a lo desconocido de adolescente.

Desde la emisora se divisa gran parte de la ciudad; incluso, cuando las noches no son como ésta, llenas de niebla, se alcanzan a ver las luces de Aeropuerto. Mi amigo M. enciende la señal de “on” y se lanza a explorar las ondas azules. En su viaje no está solo: tiene como compañeros a otros muchos que como a él no nos ha conseguido atrapar el sueño. Juntos, trotamundos inquietos, navegaremos por el país interminable y nunca conquistado de la Radio y será esta noche de nuevo la Aventura.