EL CUENTO DE LA SEMILLA QUE NO SABÍA DE LEYES
(11 de diciembre de 2011)
Érase que se era una semilla insignificante, incluso más pequeña que el título de esta Albada. Procede del huerto de Juan. Juan ha sido cuidadoso: recogió la semilla (junto con otras) de un sabroso tomate de la última de sus cosechas – ¿podría añadir aquí de un tomate de los de antes, de esos que olían y sabían a tomate? –, la guardó, ya seca, en un sitio fresco protegido de la luz. En cuanto pasaron los primeros fríos sembró las semillas en pequeños potecitos de tierra y esperó pacientemente a que germinaran. Ver asomar las primeras hojas siempre ha hecho sonreír a Juan; a sus 77 años aún le produce un estremecimiento de felicidad asistir al nacimiento de la vida pese a que lleve muchos, muchos años, (fue su abuelo quien le enseñó) cuidando del huerto familiar. De la semilla crecerá, aromática y tierna, la hermosa planta, que ya en el soleado huerto, a finales de primavera, comenzará a florecer: de cada flor surgirá un fruto rojo y carnoso que el anciano recogerá con mimo con los primeros calores del verano, no olvidándose de guardar, eso sí, el tesoro de las semillas del más apetitoso.
Hasta aquí la historia de nuestra semilla que a muchos le parecerá trivial. Pero hay otra historia, cada vez más frecuente y difícil de evitar, que puede llegar a convertir las vicisitudes de las vulgares tomateras de Juan en algo extraordinario sino ilegal.
Se coge una semilla, una de las de siempre (como la de Juan por ejemplo), se lleva al laboratorio, se pone debajo de un microscopio, se investiga, se trata genéticamente y tras el estudio pertinente sobre la rentabilidad económica que puede suponer para sus promotores (grandes cadenas alimentarias y potentados de la Industria Agroalimentaria) se patenta y se comercializa. Hay que procurar, sobre todo, saber vender las excelencias de este nuevo producto; con el tratamiento genético la hemos podido hacer más resistente a plagas, con un ciclo de cultivo más rápido, con un tamaño mayor o menor según convenga, más productivas, de maduración contenida (esas insípidas frutas que duran días y días, que parecen no pasarse nunca…) en fin, lo que más nos convenga en cada momento. Desde luego habrá que inclinar siempre el peso de nuestros argumentos hacia esa mayor productividad y facilidad de cultivo. Lo demás, otras cosas como los efectos perjudiciales que estas modificaciones genéticas comportan para la salud mejor ni se mencionarán.
Y la historia continua: la semilla patentada progresivamente va sustituyendo a la de toda la vida, con la consiguiente pérdida de riqueza de la biodiversidad (miles de plantas, que han habitado el planeta antes que nosotros, ya son sólo una cita en los anales de la Botánica). Avanzando en la perversión misma de la propia esencia de lo que significa una semilla (parte del fruto que da origen a otra nueva planta) se la convierte en estéril, incapaz de servir para reproducirse después de una cosecha, con lo que se obliga al agricultor a una nueva compra. ¡El negocio es redondo!, ¡todo está controlado! ( y no olvidemos, además, que los cultivos transgénicos pueden colonizar cualquier campo, hasta nuestro inocente huerto de macetas en el balcón, volviéndolos también estériles).
Ya no es ciencia ficción el que, cada vez más, las grandes multinacionales controlan los alimentos que, previo pago de sus “derechos de propiedad intelectual”, cultivamos. Se trata de un monopolio de semillas que hará, si no se remedia, que nadie pueda sembrar una planta sin pagar antes las tasas que alguien les ha aplicado. Muchos agricultores no pueden sostener una economía rentable con estos gastos añadidos con lo que estamos asistiendo al abandono progresivo y generalizado del campo. Las grandes multinacionales lo tienen sin embargo todo resuelto: deslocalizan progresivamente la producción, y siguen manejando y presionando a los gobiernos y sus organizaciones para influir en los Mercados y en las normativas que los regulan. Mientras, cada vez más, los campesinos y todos nosotros (porque todos “irremediablemente” tenemos que comer ) quedamos cautivos de estos oligopolios, ellos terminarán por decidir quienes pasarán hambre o no y a que precio, y todo ello dentro de la más completa legalidad.
El pasado día 28 de noviembre, los tribunales franceses, (cuando veas las barbas de tu vecino…) anularon “por no estar sujeta a derecho” la suspensión que tenía establecida Francia para el cultivo de maíz transgénico Montsanto (MON810). El golpe es duro ya que implica además el agravante de que aplicando estrictamente la legislación internacional actual nos quedamos todos más desamparados, más desprotegidos. Como las noticias malas rara vez vienen solas, a esto se une que el país vecino también ha aprobado una normativa que prohibirá a sus agricultores plantar sus semillas de granja (las seleccionadas por los agricultores en su propia cosecha, como lo venía haciendo nuestro amigo Juan) si éstas no pertenecen a las catalogadas con el Certificado de Obtención Vegetal, otro derecho de propiedad que abarca más del 99% de las variedades que cultivan los agricultores y para las que también se debe –por supuesto– pagar un canon. De nuevo aparece pues aquí la palabra dueño y propiedad, de nuevo el enriquecimiento de unos pocos y el empobrecimiento de casi todos...
Y fin de la historia por el momento: por si acaso, habrá que ir diciéndole a Juan que vaya con cuidado, que esa pequeña semilla de su mejor tomate tiene ya un dueño que ni él conoce, y que ese amo, pronto, le reclamará su parte.