Albada 247

(Kokoschka)




GIGES


(26de junio de 2011)



El profesor de filosofía les preguntó a los alumnos su opinión. La joven de la fila segunda que por aquel entonces pensaba y además (por añadidura) “creía” en la bondad intrínseca e innata del ser humano -y por derivación de semejante supuesto en la “solidaridad universal de la Humanidad” (¿¿!!¿?)- levantó la mano y fue deshilvanando, primero con cierto temblor en las manos (lo de hablar en público siempre le imponía) y poco a poco incluso elevando levemente el tono de voz (el razonamiento de su discurso le fue infundiendo valor), todo el argumentario a favor de que el hombre es bueno por naturaleza, etcétera, etcétera y más etcétera.



La clase de ética había comenzado casi como un cuento feliz, -así empiezan a menudo las cosas- leyendo en la Republica de Platón la asombrosa historia del pastor Giges. Sin embargo la pregunta que en medio del relato les planteó el profesor fue tan simple en su enunciado como delicadas y graves las consecuencias de cualquiera de sus posibles respuestas: ¿En caso de poder actuar en su propio beneficio de manera deshonesta, injusta, perjudicial para el prójimo, con la seguridad del secreto total, de que nadie nunca lo llegará a saber, el ser humano lo haría?




Giges mira el anillo que acaba de encontrarse. Brilla el oro entre sus dedos... todavía no sabe que un ligero roce activará su magia y lo volverá invisible. Cuando el simpáticón y afable pastor de Liria descubra la total impunidad que le brinda aquel tesoro, su actitud cambiará radicalmente: sabiéndose invisible, y que va a salir por ello siempre indemne, se cuela en el palacio real, seduce a la reina, mata al rey y se hace con su reino... no rebla ante nada ni nadie para conseguir lo que se le antoja.



En la clase el profesor plantea ahora a sus alumnos la clásica duda sobre la moralidad y la integridad del ser humano: ¿el hombre ama la justicia, lo legítimo y el bien por si mismos, o simplemente los acata y considera por temor al castigo?




Un chico de pelo rubio y rizado, con mucha más seguridad que la chica de la segunda fila (a él siempre se le dio bien la verbosidad, el palique y la facundia), se atreve con la teoría de Glaucon: si tuviéramos el anillo de Giges, dice, si nos supiéramos , hiciéramos lo que hiciéramos inmunes, seríamos malvados por nuestra propia naturaleza, ya que el ser humano sólo es justo por la amenaza de la condena de la ley o por la esperanza de la recompensa a ese buen comportamiento. Sonríe el joven antes de concluir su argumento: el hombre hace el bien hasta que puede hacer el mal sabiendo que nunca va a ser descubierto.




Secretismo, ocultamiento, invisibilidad que nunca deja a la luz el fondo que se esconde tras la capa nacarada. El profesor les lee la última parte del relato de Platón: Sócrates convence a Glaucon de que al fin y al cabo sólo son felices los justos, los “buenos”. Los “otros”, los del anillo, nunca lo serán realmente por mucha felicidad que aparentemente se pueda obtener con la injusticia.




Aquel día la clase terminó aquí. La chica de la segunda fila faltó a la de la semana siguiente y al final se quedó tan sólo con la explicación “buenista” del maestro ateniense. Ahora, sin embargo, con un montón de años más y la vida cargada a la espalda, ha aprendido bien (por experiencia) la otra lección que Sócrates se olvidó de darle a Glaucon: es tanta la cantidad de Giges que cruzan a nuestro lado cada día, son tantos y tan enojosos, que incluso se agradece que sean invisibles y que no nos enteremos “demasiado” de sus manipulaciones. Y piensa que mientras no se les desenmascaré (¡qué cansina tarea por Dios!), será mejor que los “otros” sigan disimulando, protegiéndose, temiendo que pierda alguna vez sus cualidades el fabuloso anillo. Mejor que al menos sean competentes en su ruin impunidad, hábiles como el astuto Giges para que sus compañeros pastores, para que su rey, no se enteren... mejor que nos dejen pensar y además “creer” (de nuevo por añadidura) que vivimos en paz y que nos quieren .





Albada 246


MEJOR CON DULCES


(19 de junio de 2011)

La cafetera es de las de antes. Hasta la habitación donde están reunidas las cuatro amigas llega el sonido del borboteo del café hirviendo. Maúlla a su son, impaciente, un gato.


Juana, que ya está saliendo… voy a apagar el fuego... Y Luisa se apresura. Juana, que camina con más dificultad, entra detrás de ella en la cocina. El ruido cantarín y burbujeante es ahora un chisporroteo que se apaga de improviso; Luisa levanta con cuidado la tapa de aluminio y el aroma del café se extiende por toda la habitación. Juana abre el primer cajón del gran aparador lacado en color turquesa (demasiado moderno, le había dicho a su hija cuando el año pasado se empeñó en reformarle toda la cocina) y saca el mantel de lino bordado y las cinco servilletas. Entran Marta y Simone: ¿y si merendamos hoy aquí, Juana? ¡Es tan bonita tu cocina que da gusto estar en ella! Cambiaré pues el mantel por el redondo más pequeño… ¿abrimos el balcón de la terraza o entrará aún mucho calor? En medio de la mesa colocan la fuente con los pasteles que ha traído Simone, justo al lado de la tarta de chocolate que ha hecho Luisa.


A Juana le gusta el café con un poco de leche fría y Marta lo prefiere solo. Simone y Luisa apenas unas gotas oscuras sobre la taza humeante de leche. Todas se sirven el azúcar, esperando con una sonrisa su turno para coger la plateada cucharilla del azucarero. En la quinta silla antes vacía se ha subido el gato negro que ahora vuelve a maullar.


Dicen que tus vecinos son muy ruidosos, Juana, pero no se les oye ahora ni con el balcón abierto. La anciana anfitriona sonríe dulcemente a sus amigas mientras se mete delicadamente a la boca un trocito de las torrijas con canela que ha traído Marta. Como a tus vecinos, igual le pasó a mi yerno, dice Simone mientras le hace un guiño a Marta. Brindan después las cuatro y al entrechocar las pequeñas copas de cristal tallado caen sobre la mesa diminutas gotas de anís.


Tras la merienda, Juana enciende el gran televisor de plasma colgado de la pared que su hijo (no iba a ser menos que su hermana) se empeñó en regalarle para la cocina nueva, cambia con el mando canal tras canal y decide finalmente apagarla. Estaremos mejor con la radio, ¿no os parece? Laura hace ganchillo, Simone petit-point y Juana y Marta están casi terminando dos pequeños jerseys para sus nietas (a uno, el de color rosa-perla, sólo le falta el elástico del cuello; al otro, al azul-aguamarina, el final de la última manga).


Junto al balcón abierto al atardecer un domingo de junio, toman la fresca cinco amigas, cuatro se llaman Juana, Luisa, Marta y Simone, la quinta se relame la leche de sus largos bigotes. Cinco escobas aguardan en penumbra detrás de la puerta.



Albada 245

GIRASOL
(12 de Junio de 2011)

Me duele verla cada instante con la misma intensidad que me golpean los minutos de retraso cuando llega tarde a nuestra cita.

Como otras veces, he dejado la habitación casi en penumbra. A través de la persiana del salón la luz dibuja líneas paralelas de anaranjado brillante en la repleta biblioteca frente a la que estoy sentado. Sólo se oye el zumbido continuo del ordenador. Lo apago también. Así estoy mejor. Así la espero mejor. A oscuras y en silencio, como cuando la acaricio, la beso, la tomo; entonces ni una palabra, ni siquiera un susurro por mi parte. Por la suya, no. Ella a cada roce, a cada ternura del envite se estremece con esa risa dulce y suave que me deja desde el primer momento sin aliento, desarmado. Ahora, ella es también en el recuerdo, y la evocación de su alegría me produce un estado de burbujeante nerviosismo mientras espero.


Fuera no es tan de noche como en la casa. Atardece despacio en junio. El reloj ya no suena aquí dentro; no lo necesito: todos los días giran alrededor de ella. Mis semanas y meses siguen su órbita sin salirse ni un segundo de su sonriente estrella.
Me confieso a mí mismo sometido y no contrito. Más que atraído, subyugado por esta magnifica criatura que la vida me ha regalado al final de la existencia. Soy, me reconozco, un girasol convencido y jubiloso.


Es un amor tardío, me digo, la última oportunidad de vibrar con la gozosa entrega, ten cuidado. Pero más consciente que nunca, he atrapado toda su plenitud de golpe, sin darme un respiro. Y dejo de explicarme a mí mismo incluso en momentos como ahora cuando sólo me rodean mis libros, mi penumbra, mi silencio. Su memoria me protege, me calma del dolor mordiente de la melancolía, ella misma es antídoto de la huella que me deja su presencia. Me lastima verla pero no quiero renunciar a esos rasgados bordes de la herida abierta que hacen sentir el pálpito esperanzador de la existencia.

He dejado campo libre a la pasión. Cada noche la impaciencia nos posee como amantes y hace que se desvanezca la torpeza de la edad. Aliso con el deseo mi piel marchita, doy un plazo nuevo al abismo que presiento. Y la amo, la amo sin elección posible, sin concesiones a mi corazón, sin límites a mi propio acabamiento.
A veces, cuando la pasión descansa satisfecha, ella me habla de la hondura de su amor. Yo la miro y mis ojos le dicen de su juventud y de mis años. La acaricio y mis dedos le hablan del océano de tiempo que no cruzaremos de la mano. Entonces ella acerca sus labios a mi rostro y envuelve la lágrima con su calma nueva que aún no sabe de finales. La abrazo mientras llega el sueño, y la abrazo más lejos, allí donde es el tiempo eterno instante y huyen juntos hacia arriba mi antes y su futuro.


La luz naranja ya no está; la habitación es ahora azul. Sonrío al oír el tintineo de las llaves sobre la puerta. Sé que después vendrá su voz precediendo a los pasos del amor. Mi último, mi querido, mi definitivo Amor.





Albada 244

GIGANTE
(5 de junio de 2011)






Como un gigante con pies de barro, así de vulnerables nos hemos sentido de pronto esta semana. Un gigante acometido tambaleándose: ha bastado que una consejera de Hamburgo saliera a la prensa especulando sobre el origen español de la mortal contaminación para que a la producción de hortalizas y verduras de nuestro país se le diera con las puertas en las narices en la mayor parte de los mercados europeos, y todo ello además a velocidad de infarto. De nada sirvió la tibia y lenta actuación de nuestro gobierno afirmando que faltaban bases científicas para tal acusación, tampoco la postura en absoluto “definida” de la Comisión Europea ha ayudado mucho… Las consecuencias han sido devastadoras para el sector agrícola español, aún a la espera hoy de alguna medida “reparadora” ante las “instancias que correspondan” (¿Alemania, la Unión Europea, nadie?)

Tertulianos, prensa, calle… en estos días se ha hablado mucho de las cuantiosas pérdidas en economía y en el prestigio de la marca España; también de esa sensación que por desgracia no nos es muy extraña: percibir que a la hora de la verdad siempre parecemos el vecino pobre de la escalera, el más vulnerable, ese al que todos pueden toser y quedarse tan tranquilos. El proceso ha sido parecido al de otras veces; ante las primeras noticias, alarma y estupor; luego con las consecuencias, indefensión y rabia, y por último después del desenlace, alivio, desahogo y quizás incluso esta vez hasta cierto resentimiento al ver la cara de “poco arrepentimiento” de la misma responsable de Hamburgo al dar los resultados de la pertinente analítica.

Sin embargo, si queremos ser consecuentes y nos permitimos ver “más allá” de estas importantes perdidas y de este enfado mayúsculo, comentaríamos, “debatiríamos”, “nos preocuparíamos” sobre todo por el trasfondo de las causas de estas crisis del sector de la alimentación y sanitario. Como también ocurrió con la gripe aviar, las vacas locas, las dioxinas de los piensos etc. etc., estos hechos son una muestra de lo que se esconde en el origen: una gran equivocación. Es mucho más que la mala gestión de crisis puntual, porque esos pies de barro de los que hablaba al principio son los mismos para todos los países, todos los compartimos, todos estamos haciendo un camino equivocado con la radical liberalización del mercado agroalimentario. Esta vez ha sido una enorme ola la que nos ha salpicado, un remojón intempestivo y doloroso porque además ha habido muertes, pero el principio está en el mar de fondo, en la terrible tormenta ya cercana al horizonte que entre todos estamos preparando con un tema tan importante, tan vital como es la ALIMENTACIÓN.
Hemos construido un modelo industrial para ella, como si la alimentación pudiera serlo (¡niño, con la comida no se juega!, qué razón tenían nuestras abuelas!); se han dirigido las producciones hacia el mercado global, al servicio un capital controlado/descontrolado por los grandes grupos de presión, olvidándose de la producción y la demanda a escala local y sostenible; se ha aumentado la producción de grandes extensiones de monocultivos, agotando tierra, paisaje, acuíferos, a la vez que se arruinaba a las pequeñas explotaciones familiares.
La nula sostenibilidad de este modelo urbano-industrial se nos muestra todavía más evidente en momentos de deflación económica y crisis generalizada como los que estamos viviendo. Se ha hecho además evidente que no es solución para remediar la falta de alimentos en los países “menos desarrollados” pues las superestructuras de la industria alimentaria no están pensadas para dar de comer al hambriento sino para conseguir los mayores beneficios de los propietarios de las grandes compañías. (A pesar de que en poco tiempo se ha triplicado la producción de alimentos, la hambruna y la escasez de recursos de los mismos es cada vez mayor).
Los consumidores con este modelo agrícola-industrial pagamos cada vez más precios abusivos en los alimentos básicos mientras que los agricultores no reciben nada de este sobreprecio; al contrario, la globalización nos hace tan dependientes que estamos asistiendo al nuevo fenómeno de la deslocalización: el acopio de tierras, de buenas tierras por parte de organizaciones poderosas, un verdadero saqueo en toda regla que lleva a muchos campesinos a abandonarlas en manos de las multinacionales de los agronegocios.
Finalmente es una cuestión de mera supervivencia, supervivencia para los campesinos y supervivencia para los que vivimos atrapados en la ciudad, cada día más dependiente, más esclavos de intereses globalizados y ajenos. Es un problema que nos afecta a todos porque la producción agraria, o llamémosla más llanamente “los alimentos”, son un bien social colectivo y vital, y como tal todos debemos hacernos responsables (todos necesitamos comer, todos tenemos derecho a la comida).

No se trata de volver a la época de las cavernas, consiste precisamente en lo contrario, en aprender a saber vivir mejor: recuperar la soberanía alimentaria, aprovechar los recursos autóctonos, relanzar el consumo local, “reconstruir” un sistema agroalimentario social y ecológicamente sostenible, reorientar las propuestas políticas hacia la descentralización, recuperar la variedad paisajística y los ecosistemas con el uso de una ganadería y un cultivo responsable, respetar las formas de vida, la cultura, la dignidad de nuestros agricultores y ganaderos, evitar ese silencio de abandono que cada día se escucha más en nuestros pueblos y campos (el de Teruel es atronador). Se trata de abandonar el camino equivocado y reconducir nuestros pasos, los pasos de todos, aunque de momento pertenezcan a unos frágiles, dudosos pies de arcilla y barro.