Te regalo una estrella


TE REGALO UNA ESTRELLA
(29de junio de 2013)

"...Y cada noche vendrá una estrella
a hacerme compañía
que te cuente como estoy
que sepas lo que hay..."

Es sábado por la noche y se preparan  para salir. Cuando se pone el colgante a todas les llama la atención. Pocas chicas de Teruel no tienen una estrella, les dice a sus compañeras. Y las inglesas M. y A., la francesa J. y las alemanas R. y V., aquel equipo de naciones que son ahora las amigas de Lucia, se pasan el adorno de una a una y le dicen que quieren otra igual; que cuando vaya a Teruel, en vacaciones, les traiga una, que ellas también quieren tener su estrella. Una de esas que, como dice la canción, hace mucha compañía porque siempre son un regalo de alguien que te quiere bien. Y es cierto porque cuando con un gesto mecánico, Lucía se lleva la mano al cuello y la acaricia, sin pretenderlo le llega un poco del calor de ese cariño. Eso le pasa siempre que se pone la estrella, y la suele llevar muy a menudo.

Teruel queda lejos, ese océano que le parecía tan pequeño, tan abarcable cuando recorría con sus deditos de niña la bola del mundo, ahora, desde la otra orilla y bastante más mayor le parece interminable. Alguien le dijo que se animara, que aquellas tierras no son tan diferentes a la suya, que en Canadá las noches son frías como en Teruel pero el cielo, en cuanto sales de la ciudad, tiene también esa intensidad de nuestros azules más puros. También ese alguien al despedirse y regalarle un beso le contó que la estrella se llamaba Actuel.
Actuel, una supernova que al explotar brilló durante mucho tiempo tan intensamente, que su potente destello se podía contemplar incluso a pleno sol. Actuel, una estrella que nace brillando sobre la frente de la Constelación de Taurus, justamente en los lejanos tiempos en que Teruel, aún una pequeña aldea islámica, pronto se fraguaría en la ciudad intrépida y valerosa creada para la conquista.
Cuenta la leyenda que una fulgurante estrella señaló como mágico este lugar, enredándose entre los cuernos de un toro. Será casualidad o será que Actuel quedó impresa para siempre en la retina de aquellos primeros pobladores, el caso es que hoy toro y estrella están unidos en la leyenda de su fundación y continúan también juntos en nuestro escudo.
Símbolo de unión de culturas, símbolo de la magia que conlleva siempre la tolerancia y la generosidad, la estrella de ocho puntas que lleva Lucia al cuello le habla de este Teruel nuestro donde aún hoy un pequeño toro lo preside con la mirada expectante, silencioso, aguardando esperanzado que de nuevo la estrella platee desde el cielo su noble testuz.
Lucia se coloca de nuevo el colgante mientras les sigue contando a las amigas la historia de su ciudad. Si aquel astro guió antaño a valerosos guerreros hoy ella se siente también un poco heraldo de su tierra, valedora en modernos torneos de un futuro incierto que aún sigue aguardando en esa estrella, en su estrella.
Lejana la familia, lejanos los amigos, lejano el amor, pero a la vez todos en ella…. Es sábado y en la noche de Vancouver el cielo hace guiños a Lucía.








Albada 344



PÁJAROS

(21de juniode 2013)

… pero aquellas que el vuelo refrenaban / tu hermosura y mi dicha al contemplar; /aquellas que aprendieron nuestros nombres, / esas… ¡no volverán! Se equivocaba Becquer. No debía conocer mucho el poeta sevillano las costumbres de estos hermosos animales. Las “Hirundo rustica”, es decir, las golondrinas, siempre vuelven al lugar donde hicieron su nido. Después de cruzar miles de kilómetros desde sus cuarteles de invierno en las cálidas tierras africanas, incluso después de cruzar el mar, regresan con nosotros; vuelven a ese mismo nido que dejaron vacío allá para el mes de septiembre, cuando los días comenzaban a acortarse y el aire se enfriaba. Tener un nido de golondrinas en casa y poder contemplar de cerca la cría de los polluelos de estas gráciles y a la vez poderosas aves de reflejos azules (de un azul intenso de brillos metalizados si les acaricia el sol) es un auténtico privilegio y una de las razones que cualquier ser humano puede esgrimir para comenzar el día contento o simplemente esperanzado (que ya es mucho).
Las golondrinas, como sus parientes los aviones, llevan más de 35 millones de años volando de un lugar a otro, infatigables, laboriosos. Los nidos del avión, más amante de la ciudad (urbica) que la golondrina, afortunadamente aún se encuentran en algunos tejados y ventanas de nuestra ciudad. Hace poco los vi hasta en el mismo edificio del Vicerrectorado de la Universidad. Es un lujo. En otras ciudades los miman con esmero, hacen recuentos, premian a quien los protege. Nosotros, si queremos, aún estamos a tiempo de no perderlos del todo.

Llevo casi un mes sin poder salir de casa. La culpa la tienen una caída desafortunada (¿hay caídas dichosas?) y unos huesos rotos. Durante este tiempo, con tantas y tantas horas sin poder moverme, escuchar desde la mañana los cantos de los pájaros ha sido un aliciente, el mejor libro, la mejor música. Desde el balcón abierto veo cruzar veloces vencejos haciendo acrobacias mientras gritan alborozados. Los vencejos me recuerdan a mi niñez, cuando vivía en el Centro y al atardecer (o en lo más fresco de la mañana) se apoderaban del cielo de Teruel y moteaban todo el blanco de las nubes de inquietos y sonoros acentos. Más de alguna vez tuve que sortear lo infranqueable para colarme en el patio de luces de mi antigua casa. En su alboroto, algún despiste los había hecho caer allí y desde el suelo estas aves son incapaces de impulsarse para emprender el vuelo: si no se remediaba aquel pájaro, antes volátil y ligero, ahora un montón de dolientes plumas en el rincón más oscuro de un patio, estaba condenado a morir mientras veía en su agonía, por el cuadradito que se abría al cielo mucho más arriba (mi casa tenia cinco pisos), a sus compañeros atravesar como flechas el aire. Saber lo cierto de su destino y sobre todo de la dolorosa espera era demasiado para una niña, así que no importaba el riesgo. Claro que todo no era generosidad ni altruismo, porque yo tenía la mejor de las recompensas: después de recogerlo (siempre con un trapo para que no me clavara las uñas), soltarlo desde la terraza y verlo volar era un instante único, una experiencia apasionante (¿es posible qué una niña se sienta “Dios” en algún momento?). El vencejo vive en el cielo, sus alas nunca dejan de volar; sólo se posa para incubar sus huevos o cebar a los pollos; su cuerpo, con sus atrofiados pies (apus apus, ápodo: sin pies), no está hecho para estar quieto. Cuando un día la joven cría se decida y se lance al vacío en su primer vuelo, estará en el aire, sin tocar nunca tierra, más de dos años, hasta que la vida lo madure y construya su primer nido en la más alta de las cornisas. Mientras tanto se habrá alimentado volando, habrá copulado volando, habrá dormido volando. Como grandes peces con alas, surcaran los cielos con su pico abierto y nos librarán de millones de pertinaces mosquitos. Mientas los humanos dormimos, a casi dos mil metros por encima de nosotros, estas aves, reinas del cielo, dejándose acunar por las suaves corrientes del aire y sin nosotros saberlo, velarán nuestro sueño.
Pero no son sólo los vencejos, desde mi encierro veo más pájaros. Aquí abajo, en mi diminuto jardín de adosado, esta primavera puse varios comederos colgando de un pino. Uno con pan, del que dan, constantemente, buena cuenta los gorriones (un día hablaré de los increíbles gorriones); otro con semillas y trozos de nuez que embadurné con grasa y que han hecho las delicias de una pareja de carboneros garrapinos (aunque parece que no les gustó el nido que les fabriqué con una caja de leche y se han marchado a criar a otro lugar). A veces veo también petirrojos, currucas capirotadas, y alguna que otra picaraza (urraca) que está al acecho por lo que pueda “pillar”, aunque no cuenta con que mi perro, que tiene una particular manía a los pájaros de su especie, las perseguirá infatigable.
Veo al mirlo de siempre (el “de siempre” porque estas aves son muy territoriales) posado en las antenas de la casa de enfrente. El mirlo canta y canta y a mi me parece que mira hacia mi ventana, quiero creer que me ve mirarle y por eso canta; eso pienso (ilusa) hasta que vuela hasta allí, cruzando por encima de mi tejado, la mirlo hembra (más clara y reservada que su compañero) y emprenden el vuelo juntos, quizás hasta otra antena más discreta.
No me puedo imaginar una ciudad sin pájaros. Sería como esas “cosas” valiosísimas que no las hechas de menos hasta que te faltan, cuando la vida ya no es igual de “Vida”, sin ellas.
Una ciudad sin pájaros es como una ciudad sin niños. Recuerdo en un viaje hace muchos años a una ciudad del norte de Europa en la que no llegué a ver, en los tres días que estuve, ningún niño. No me inquieté hasta que de pronto me di cuenta de su ausencia y entonces dejé de admirar sus “notables” monumentos para buscar desesperadamente la mirada de un niño por la calle. Quizás estaban en el “cole” no sé, el caso es que me marché de aquella hermosa ciudad con una secreta angustia.
Al anochecer oigo a los autillos del otro lado de la carretera, en la Rambla Franquía. La noche se hace más ligera, menos oscura con su canto.
Y aquí sigo con mi cuerpo roto. Los días se nos van deprisa y se va perdiendo la cuenta de los años. Quizás, al final, resulta que sí hay caídas afortunadas. Al menos, de vez en cuando, es bueno parar un poco y simplemente dejar tiempo para mirarse y escucharse a uno mismo; y como no, aprovechar para mirarlos y escucharlos también a ellos, los pájaros, nuestros etéreos compañeros.

 

















Albada 343

UNA DE ROMANOS POR TERUEL
(16 de junio de 2013)

¡Parece que Roma quede tan lejos! Mañana antes de que amanezca y el sol de Iunius comience a dorar la cosecha de sus hermosos campos abandonaré definitivamente esta tierra. Roma me reclama y vuelvo a ella sabiendo que aquí dejo, desgarrada y herida, parte de mi vida. Aquí, flotando en el agua alegre y el viento que peina la agreste sierra; aquí, dormido entre sus trigales, bajo los altivos pinos y las encinas ocres… Aquí mismo, en esta ciudad tranquila y recogida, donde se queda mi querida madre. Ayer, esta noble matrona ejemplo de todas las virtudes, Maria Stenna, mientras ofrendaba al Lar, me decía con su sonrisa afable que ya es demasiado vieja para enfrentarse a la vida trepidante de la gran urbe de las urbes, que prefería ver pasar sus días sentada en el peristilo disfrutando de la dulce brisa del jardín y del canto de las aves. Con ella, aquí también, se nos queda la pequeña Marcella. Marcella murió hace una semana.

Ahora todo está oscuro y silencioso; apenas un rayo de luna se cuela desde el atrio hasta mi cubículo. Hecho de menos el tarareo machacón de los grillos del verano para exorcizar recuerdos mientras me veo a mi mismo, hace muchos años, en esta habitación; es otra noche oscura y silenciosa como ésta, pero a la vez muy distinta: hace poco que acabo de llegar a estas tierras de la Hispania Citerior, la Tarraconensis próspera para la que la madre Roma tiene tantos planes; estoy bastantes años más joven, mi cabeza aún la cubren cabellos negros; he dejado el tratado de Marco Vitruvio Polión sobre la mesa y apago las lucernas. Agotado, deseo dormir, tener un sueño reparador y profundo; por hoy ya basta de trabajo. La misiva que Sexto Julio Frontino me ha enviado está bajo el docto De Architectura. La carta es clara y las órdenes tajantes, no dejan lugar a dudas del gran interés que desde la metrópolis se tiene en este proyecto; hay que adelantar y terminar rápido, cueste lo que cueste; Roma tiene dinero y tiene también decidido construir el acueducto. El futuro dispuesto por el Emperador para esta pequeña ciudad y sus tierras es determinante y en poco tiempo surgirán nuevas y alegres domus mientras decenas de batanes, fraguas y molinos harineros jalonarán todo el trazado del specus. La ingeniería romana parece no conocer límites y los ingenios hidráulicos se reparten por todos sus dominios. El Imperio es otra gran máquina que necesita estar siempre engrasada y en marcha, y el prudente Trajano sabe que estas obras civiles, garantes del bienestar cotidiano, son el verdadero motor de su poder. En el duermevela me viene a la cabeza el rostro del viejo cónsul Frontino, trabajé con él ya en tiempos de Nerca, cuando fue nombrado curator aquarum y juntos nos enfrentamos a la tarea de sanear al padre Tiber. Fueron años duros, pero no tanto como éstos en que a la dificultad y complejidad de acertar con el trazado de las curvas de nivel se unen la penosidad de la excavación del terreno y las prisas por acabar el acueducto. Las tareas se llevan a veces con un ritmo infernal. Sólo al atardecer, cuando nos refrescamos con un buen vino en la taberna, se nos olvida un poco que al día siguiente la tarea nos espera con la urgencia y dificultad de siempre.

Dormí por fin y descansé bien aquella noche y también las cientos de noches más que la siguieron. Dormía y trabajaba duro, todos trabajábamos tenazmente mientras poco a poco este gran canal se abría paso dentro de la roca blanca.
Vuelvo al presente más cercano, justo cuando, este mediodía, me abracé a Lupercio, el jefe de los mensores, y me despedí de scribas y praecones. Di las últimas instrucciones a los capataces de la obra y comprobé la excelente ejecución de los plumbarii. Artesanos y fossores me saludaron mientras almorzaban. Todos parecen contentos. No queda prácticamente nada por hacer, las herramientas se recogen y los animales de carga reposan tranquilos en los establos. Ya se han retirado las últimas poleas de los putei y los escombros y los limos se han ocultado con pericia. Todo tan perfecto que parece que nunca hubiera sucedido nada en estos tranquilos campos de la Hispania.
Hace dos días, cuando el azud se abrió por fin, desde los lumina todos pudimos oír el borboteo alegre y decidido del agua corriendo. El grito de victoria de tantas gargantas fue una única y potente voz emocionada al ver aparecer el preciado líquido en la cisterna central: la obra estaba concluida. El propósito logrado: el acueducto era un nuevo éxito que hablaba latín y vestía toga.
Concluida mi labor, me reclaman con urgencia a Roma. Pese al duro trabajo se que añoraré esta tierra. Son muchos años recorriéndola con detenimiento, sopesando delicadamente cada detalle de su perfil, cada pliegue de sus entrañas, midiendo con detalle amoroso cada una de sus crestas y barrancos, trazando el dibujo de su piel una y otra vez mientras que, cambiada, parecía tomar vida para mi. Me enamoré de su río joven, de sus campos cubiertos de aliagas amarillas y sabinas centenarias… ella me dio a mi hija y en ella, abrazada a las hojas de los álamos, la dejo. Marcharé dejando mi corazón en su romero azul, bajo el que descansa su recuerdo. Mi madre ha encargado a Julius, el maestro de los canteros, una hermosa estela. Marcella / M(ari) • Caledi • fil(ia) / h(ic) • s(ita) • e(st) / Maria / Stenna / nepotae he leído esculpido en elegantes letras sobre la piedra. Es su regalo, la ofrenda de una abuela enternecida por su nieta.

Todo sigue silencioso. Enciendo la lucerna. Queda poco para amanecer. El alba comenzará a llamar a las calandrias más madrugadoras. Pronto cabalgaré junto al acueducto y oiré el agua correr con fuerza por el interior de la montaña; pero el agua caminará en una dirección que ya no será la mía. No miraré hacia atrás, me espera un largo, muy largo, camino y Roma ¡queda aún tan lejos!










Albada 342




EREMITA
(9 de junio de 2013)

Mi vecino del séptimo-C era un solitario feliz. El señor X disfrutaba lo indecible con cada uno de sus rituales cotidianos: enfurruñarse un poco al oír el despertador y aguantar un rato más en la cama (lo justo), desperezarse y arreglarse con calma; saludar con un educado “buenos días” al portero de la finca, disfrutar del cortado frugal en la familiar cafetería del barrio… hundirse en la boca de Metro más cercana y confundirse con la multitud… y así, uno a uno, los mismos pasos hasta concluir una agotadora jornada laboral de siete horas y media (con su correspondiente intermedio en la comida) para de nuevo, otro atardecer más, deshacer bajo el asfalto de Madrid el camino de vuelta a casa.

No pedía lujos, ni grandes sueldos. No tenía caprichos ni ambiciones; sólo eso: ser el jefe de su propia cotidianeidad. Tener todo el día regulado y pautado, la garantía de que a cada momento sabía lo que se le pedía y debía hacer (y, por supuesto, hacerlo) le daba una sensación de “persona de bien”, de que su vida “marchaba” y todo era como “debía de ser”. Cuando cada noche se acostaba, entre la soledad y el deber cumplido, rápidamente le podía un sueño reparador, y el no padecer de insomnio, el dormir como “un bendito”, lo consideraba el justo premio a sus desvelos de ejemplar cumplidor.

Aunque era un solitario, el señor X no era un tipo aislado. Le gustaba estar rodeado de gente, cuanta más mejor; nunca se sentía más a gusto y solo que cuando se encontraba en un sitio concurrido. Durante la comida, que solía hacer siempre en el mismo abarrotado restaurante y, por supuesto invariablemente, en la misma mesa (su mesa) junto a la
ventana (su ventana), pasaba alguno de los momentos más agradables del día. Observaba, recogía mentalmente información (tenía perspicaz oído, aguda vista, envidiable olfato y, sobre todo, sabía pasar desapercibido bien), procesaba, especulaba y “sustanciaba” en sesudos argumentos todo lo que a él le parecía digno de retener. Pero su conocimiento era frío y sin sentido práctico alguno, nunca podría considerarse al señor X como un solidario, un abnegado filósofo del siglo XXI entregado a “allanar” el camino de la humanidad con sus elaborados conocimientos: era egocéntrico e indiferente a todo lo que no fuera el mismo, y si alguien le hubiera preguntado hubiera contestado que no creía correcto que con sus impuestos se debiera ayudar a los que lo están pasando mal si eso desestabilizaba un ápice su propio bienestar.

El del séptimo se tenía simplemente por ermitaño, una suerte de anacoreta enamorado de la soledad y del orden de los que gozaba en un desierto lleno de las facilidades de la vida moderna. Alguna vez, pero sólo muy rara vez, se lamentaba de que su soledad no tuviera el lustre y un poco del aspaviento heroico de aquellos eremitas de antaño, pero no se veía cambiando su traje de formal funcionario por un áspero sayal ni su casa por una cueva perdida en el monte. Al contrario, cuando llegaba de nuevo a casa repetía con parsimonia y extremado placer la ceremonia de encender el televisor y apoltronarse con un suspiro de satisfacción en su sillón favorito: ¡era su derecho, su justo premio!

Firmé mi declaración aunque en la cara del agente vi claramente que todo aquel sermón que le había soltado sobre mi vecino fuera a servir de algo. Creo que alguien del edificio dijo a la policía que habían hecho recortes en su oficina y al señor X le había tocado irse al paro. Claro que esto había sucedido, por lo visto, hacia más de un año y curiosamente yo había seguido viendo salir y llegar puntualmente a sus horas a mi cumplidor vecino. El agente me dio las gracias y supe que pensaba que lo que yo dijera no se considerarían más que simples cotilleos de una vieja solitaria.

Temporalmente clausuraron con cintas de plástico la puerta del séptimo-C. Pasado el tiempo vinieron a vivir allí una agradabilísima familia con tres hijos que dieron “mucha vida” a mi rellano de escalera.

De donde se ponen el sol y el frío

(8 de Junio de 2013) 



Con guantes y con bufanda y también con la nariz helada se dan un beso. Les surge así, de repente. Emocionados ante la belleza de aquella puesta de sol se besan, no hay palabra ni mejor respuesta… incluso cualquier mordaz aprendiz de glaciar se hubiera derretido como ellos ante la visión que tienen justo enfrente. También verlos besarse en aquel helado atardecer de Teruel hubiera abrigado de ternura al primero que les hubiera visto. Pero en aquel instante, en el Óvalo, no hay nadie más. Salvo la amorosa pareja el paseo está vacío:   los pocos viandantes que ahora caminan otras calles lo hacen deprisa y con las manos en los bolsillos. En nuestra ciudad, el domingo invernal, ya acercándose la anochecida, llama al sillón del cuarto de estar o a lo sumo (a los que se les antoja demasiado pronto pensar en el lunes laborioso) al calor de la barra de un bar.
Mientras tanto, mientras se bajan las persianas y se ciegan las ventanas, se pone el sol fuera y también busca su sitio el frío. Envolviendo al cielo inocente, el aire gélido se llena de rosadas evanescencias que atraviesan de punta a punta la ciudad bruñendo el barro de los últimos tejados, nacarando la piel escarchada de las cuatro antiguas torres… en segundos Teruel se sumergirá en púrpura y azul y tiritará sobrecogido.
Apoyados sobre la barbacana de la Escalinata los enamorados se han quedado apresados por el horizonte… es lo que tienen las puestas de sol de nuestra ciudad: pueden (suelen) ser tan hermosas, que abruman y dejan fascinado al que se atreve a detenerse en ellas. El observador tiene la impresión de que en aquellos segundos está formando parte de algo irrepetible, de un momento de belleza que sin previo aviso arrebata la voluntad y a cambio te inunda por completo de paz y bienestar. Y si “hace fresco”, si ese frío de Teruel, por el que salimos en los mapas del tiempo y en los blogs de los turistas avezados, ha venido de nuevo a visitarnos, el temblor será más intenso hasta notar como se nos cuela en el centro mismo de los huesos la belleza del escalofrío del último rayo de sol; sustancia, tuétano del alma, que consigue milagrosamente por un instante detener la Vida.
Muy a menudo los verdaderos referentes o lo que en esta sección venimos llamando “símbolos” de una ciudad no están hechos de materia o al menos no de una materia tan palpable como pueden serlo una estatua o un edificio. A veces son algo tan etéreo y sutil que han permanecido prendidos en el alma de sus habitantes desde sus inicios.
En esta categoría hay que considerar nuestras puestas de sol y nuestro frío. Ambos forman parte de nosotros, nos han calado hondo y nos han conformado esperanzados de belleza y resistentes (¿abnegados?) a la adversidad. Nos han ido haciendo cada día más fuertes y sensibles, tanto que, sin darnos cuenta, el carácter de los turolenses no sería el mismo sin ellos. Somos parte de una tribu todavía detenida, todavía por saber a dónde ir, pequeña crisálida acunada por el cielo.

Ya las primeras estrellas hacen guiños desde lo alto de la Muela cuando la pareja se adentra en la ciudad. Bien podrían haberse llamado Isabel y Juan, bien podrían haber sido “ellos”, pero en definitiva da igual porque nunca faltarán historias de Amor en esta ciudad: en nuestro Teruel, dónde se buscan para besarse el sol y el frío.