LE MÉTÈQUE
(26 de mayo de 2013)
Es domingo y el tiempo le ha dado una pequeña tregua que ella quiere entender que es a su libertad o incluso a la buena marcha de su salud “mental”. Ha sido una semana de trabajo penosa, enclaustrada entre paredes y prohibiciones absurdas, en que apenas ha tenido tiempo de mirar hacia arriba y respirar el cielo. Se sienta junto a la ventana y al abrir el suplemento del periódico encuentra una foto (¿de los años 90 quizás?) y su antiguo nombre, Giuseppe Mustacci, en grande. Se le agolpan los recuerdos. Adoraba las letras de sus canciones, le gustaba su voz contenida, bien timbrada, toda suavidad. Descubrió y se aficionó a la “chanson française” gracias a sus Ma liberté y Ma solitude y nunca agradecería bastante ese hermoso encuentro que le haría compañía durante su juventud en una ciudad pequeña reina de páramos, sembrada como ella misma de sueños y desafíos que nunca parecían decidirse a nacer.
Griego, italiano, judío, francés, enamorado del Mediterráneo de su infancia en Alejandría (“respirar el olor salado del viento, aventurarse con la barca entre los barcos de guerra inmóviles, explorar calas lejanas, arrancar mejillones de las rocas, mirar furtivamente el cuerpo de las chicas que se desnudan en las playas…”) y del Brasil tropical y exótico en su madurez, viajero incansable que amaba empaparse de la Vida… ese era Moustaki… apasionado, seductor, comprometido… ciudadano del mundo que nunca se sintió realmente “extranjero” en ningún sitio, porque para él las fronteras eran solamente líneas de humo trazadas en el aire, ese era/es el autor de Le Métèque, el himno de los desterrados y apátridas. Todo eso y aquella melena y barba descuidada (que sin embargo le daban un aire de hombre bondadoso “que nunca defraudaría”) le vienen esta tarde de domingo a la memoria. Acaba de enterarse de que ha muerto y se da cuenta de que hace mucho (demasiado) tiempo que no le ha vuelto a escuchar. Recupera de entre sus viejos discos de vinilo aquel Lp que se compró en Barcelona. “Por haber dormido tan a menudo con mi soledad se ha convertido casi en una amiga, en una dulce costumbre. No me deja ni un momento. Fiel como una sombra me ha seguido por todas partes, por los cuatro rincones del mundo. No, nunca estoy solo, con mi soledad”… vuelve a oírle cantar y se baña toda la habitación de su voz tan tierna como profunda e irrebatible. Cabe todo un mundo interminable dentro de estas cuatro paredes que ya no son más que barandas por donde inclinarse al infinito. La buena música, los buenos hombres como George Moustaki, tienen esas cosas… abren límites, derriban fronteras… incluso rompen en mil pedazos el desagradable recuerdo de una semana difícil. Sólo hay que dejarlos sonar y no olvidarlos nunca demasiado.