Albada 286


AMAZONA EN NEGRO

(1 de abril de 2012)


Hace a caballo, a menudo, prolongados paseos (no tantos ni tan largos como le gustaría) A veces, en invierno, recorre las parameras heladas que parecen orlas de cristal enmarcando su camino -el del caballo, el suyo-. Otras, a finales del verano, cabalga entre los membrilleros cuajados de pequeños soles amarillos, alegres, desubicados árboles de navidad engalanados de la fruta perfumada. Si no sopla el cierzo, puede oír correr el agua por las acequias o, más allá, acercarse al río y pararse a charlar con los niños que pacientemente (¡que extraña la paciencia a esa edad!) engañan cangrejos con sus redes.
Hoy, todavía primavera seca, los troncos de los chopos llenan de sombras oblicuas el atardecer en la Ermita del Molino. Los dos, caballo y amazona en negro, pasan lentamente delante de la umbría y siguen su camino, dejando atrás el murmullo imaginado de las hojas todavía por nacer.

No ha olvidado todavía las últimas flechas de las grullas en el cielo, cuando la primera golondrina les ha cruzado haciendo piruetas. Más allá, en el árbol donde la semana pasada se posaban decenas de milanos reales, sólo hay ahora silencio. Sonríe al imaginar a aquellas hermosas aves viajando hasta su destino estival: está segura de que como si de un minúsculo fotograma se tratase, la imagen diminuta de una pareja -jinete y cabalgadura mirándoles desde el camino-, ha viajado impregnada en sus pupilas amarillas hasta el Norte.
Y en esta crisálida que flota perdida en medio de tierras olvidadas, siguen ambos, caballo y amazona, avanzando cadenciosamente entre siembras de maizales y arracimados balidos de rebaños. A lo lejos, como cada tarde, pasa el tren. Van y vienen en su trasiego aquellos tres únicos vagones. Cuando los ve pasar de vuelta a casa a ella le parecen más grises, más sólidos y apretados, como si arrastraran mucho sueño defraudado y demasiado vacío de regreso.

Pero en el paseo a caballo, no caben cavilaciones. Nada por pensar, nada por hacer, sencillamente -y nada menos- sólo sentir. Si la libertad tiene un momento es este instante, el de la dulce y mutua compañía. Si la felicidad tiene un rostro, es el de la amazona contemplando la remota higuera.

Se alejan. A veces el sentimiento es tan fuerte que llega a abrumar el alma. Inesperadamente abriga ella con sus piernas los costados del caballo, acaricia crines; entonces es cuando inunda el sonido del galope todo el campo. Ya se pierde su figura tras el borde del camino... ¡San Ginés al fondo, Peña Palomera a la derecha… todo el horizonte por destino!.








Albada 285




AMOR SOBRE EL ALAMBRE

(25 de marzo de 2012)

Yo de mayor voy a ser… fufunaaaambuliiiilililiiiisssstaa, creo.
Y como aquella palabreja la pronunciaba con su gracioso tartamudeo infantil, parecía no terminarla nunca, y cuando lo conseguía, siempre su final lo envolvían las risas y los besos de sus padres. Pronto decidió añadirle ese “creo”, más pequeñito, casi inaudible. Quizás era a modo de defensa o incluso puede que lo utilizara ya, sin saberlo a tan temprana edad, como perdón por decir algo que presentía no le iba a ser nada fácil conseguir... algo fallaba… el que se lo preguntaran tantas veces y siempre aquel jolgorio tras su respuesta debía de tener alguna
trampa.
Sólo se ha enamorado dos veces en su vida. La primera vez fue de ese niño, el de los ojos tan azules y la sonrisa triste, que conoció por casualidad en aquel circo ambulante de la plaza. Durante semana y media se hicieron inseparables: él le enseñó al fin a caminar sobre el aire; pintó aquella línea en la acera y le avisaba si sus pequeños pies se desviaban un centímetro siquiera de la finísima cuerda imaginaria. Fue él, también, quien en voz muy bajita, casi a escondidas, le llamó por primera vez “artista” y le aplaudió cuando cruzó sin titubear aquella raya de tiza blanca: la espalda bien recta, brazos y rostro elevados hacia el cielo, los ojos brillantes por la emoción.
El último día y la despedida fueron de una tristeza que nunca había pensado que existiera. Vieron las tres funciones seguidas en silencio, cogidos de la mano y de la excitación de una huída que sabían que no podía ser. Aquella noche volvió a casa muy tarde y desde entonces las voces asustadas de sus padres no dejaron de repetirle la necesidad de olvidarse de los sueños infantiles y lo magnífica abogada que llegaría a ser. No recuerda que nunca más volviera a ningún circo.
Hoy ya hace tiempo que nadie le pregunta qué quiere ser de mayor. Sus tres niños están muy quietos en sus asientos. Nadie se mueve, se oye sólo aquel redoble del tambor que habla a los latidos… Sobre el alambre, el artista no mira al suelo hasta que no llega al extremo. Entonces, los focos iluminan su cara, suenan los aplausos y él encuentra sin buscarla su mirada como si fuera el auténtico final de aquel hilo transparente sobre el que han estado caminando ambos toda su vida.
La segunda vez que se ha enamorado, lo ha hecho de aquellos mismos ojos azules y de su sonrisa mucho más triste todavía.
A veces duele la vida de tanto querer vivirla, piensa mientras su hija pequeña la tira de la mano y le dice: ¡
mamá, yo de mayor seré fufunambulistaaa!

Albada 284

A PESAR DE TODO, BON VIVANT
(18 de marzo de 2012)



Pasear implica no alejarse demasiado, no es de ninguna manera un viaje, pero también requiere de espacio. Pasear conlleva movimiento, tal vez alguna mínima dosis de celeridad, pero también precisa un cierto acopio (más bien abundante) de tiempo. Ambas, espacio y tiempo, son condiciones propicias para que el artista del paseo (aquel flâneur parisino de Baudelaire) pueda respirar a la vez tranquilidad y gozo.
Junto a ese exquisito inhalar, además, está el percibir, el asimilar el paisaje del que se forma, aún sin proponérselo, parte. Al pasear se aprehende uno de sí, al mismo tiempo que se asimila en tu interior el entorno; uno se vincula a él, al paisaje que a menudo sólo es percibido como el fondo de un escenario más o menos difuso delante del cual transcurre nuestra vida cotidiana.
En el auténtico paseante, el hábitat deja de ser una simple instantánea para convertirse en el rico suceder de imágenes en las que le flâneur formará parte como protagonista activo del recorrido: al pasearlo, y ser ya ese mismo paisaje, lo descubre y se descubre, al mismo tiempo que su mirada curiosa y atenta nunca deja de explorar.
Consejos sobre como ser un artista del paseo los hay y ya vienen de lejos: El libro pionero que va sobre el descubrimiento de sus placeres lo escribió un tal Schelle, amigo de Kant, allá por el s. XVIII. Lejos de las pasivas visiones románticas propuestas por Rousseau para sus paseantes, nuestro filósofo alemán fue innovador y nos dedicó una serie de buenos consejos sobre la actitud que hay que observar si queremos que nuestro paseo sea la manera activa y consciente que evidencie la existencia de nuestro entorno. Entorno, que al fin y al cabo es esa otra realidad que forma parte del Todo, incluyendo en ese Absoluto a nosotros mismos. La experiencia estética y enriquecedora intelectualmente, la sensibilidad que desarrollemos a lo largo de nuestros andares, irán si lo hacemos así mucho más allá que un simple salir a dar una vuelta.
Hay miles de paseos para un solo y único recorrido, depende siempre de cada momento, de cada persona; de cada mirada, de cada sentimiento. Hay paseos en los que se siente la belleza de esas plazas recoletas donde aún se oye el agua de una fuente; los hay que gustan de horizontes abiertos y espacios infinitos, los que anotan desconchones y la desolación de la dejadez, los soleados, los lluviosos o los que gustan de caminar entre la multitud anónima… hay coleccionistas de paseos que como aquellos fervientes dadaistas persiguen los paseos de las taimadas esquinas, peligrosos pliegues donde habitan sus fantasmas.

La vieja, la hermosa costumbre de pasear es de las que siempre reconfortan y una de las pocas a la que todavía nadie ha conseguido gravar con impuestos y tributos.
Pasear por las calles de nuestras ciudades o de los hermosos alrededores, “tan a mano”, que las rodean, es barato y sólo nos trae cosas buenas. Reflexionar a la vez que se disfruta andando es una labor que no cotiza en Bolsa pero proporciona interesantes capitales activos: placer y salud a partes iguales, serenidad y plenitud, observar y gozar, meditar y sentir la libertad del espíritu correteando al albur de no importa qué senda.
A veces, si se hace en compañía, se convierte en un agradable camino compartido, pero entonces deja de ser ese vagabundeo solitario (un tú a tú consigo mismo) que deriva a menudo en insospechados hallazgos, en íntimos y gratificantes descubrimientos.
Atentos, curiosos siempre a lo que percibimos por nuestros sentidos y nuestra experiencia espiritual, pasear nos ayudará a conseguir una percepción más rica y precisa, estimular el sentido crítico y la capacidad de amar lo que tenemos cerca. Comienza esta semana la Primavera, estación que en nuestra tierra siempre se muestra tan esquiva y caprichosa como hermosa y breve. Quizás sea éste el momento (tan estupendo como otro cualquiera) de aprovechar y empezar a pasearnos Teruel sin prisas y con los sentidos abiertos; porque muchos de los lugares que tenemos ahí al lado, aún están esperando que los descubramos. Conocer y disfrutar de sus rincones, sus barrios, sus alrededores, los mismos que miramos a diario sin detenernos a verlos, desubicar la mirada y convertirla en sensible al pequeño detalle, al exotismo de lo familiar, tal vez nos permita ser (al menos por ese breve tiempo y con permiso de las crisis y reformas laborales) el bon vivant que todos, alguna vez, nos merecemos ser.


Albada 283








CUANDO LA LLUVIA



(11 de marzo de 2012)

Echo de menos la lluvia. La lluvia vuelve los recuerdos blandos para que les sea más fácil colarse y empaparte el alma. A pesar de que estábamos de vacaciones y el verano estiraba de los días uno a uno hasta hacerlos interminables y felices, si llovía, mamá nunca nos dejaba salir a la calle. Tenía un miedo exagerado a los resfriados que ya le venía desde niña, de cuando le contaba su abuela que de seis hermanos que eran, cuatro se los llevó un destemple mal curao que les dejó una tormenta de agosto. Según mi madre, aquel mal en el pecho con una tos seca y continua, aquel respirar como de fatiga o sibilancia que siempre ha sido muy propio de nuestra familia cuando nos constipamos había que tomarlo como lo que era: un aviso. Y es que al final, a pesar de todas las friegas de sáuco que en aquella casa se dieron –que fueron muchas antes de la guerra–, a pesar de cerrar a las corrientes de aire cualquier mínimo resquicio, sólo salieron adelante la abuela y su hermano más pequeño, el tío Andrés, aquel viajero incansable, que aún aparecía de vez en cuando por la casa cargado de regalos maravillosos; extraños objetos traídos de países cuyo nombre no sabíamos pronunciar ni encontrar en la bola del mundo del despacho de papá, hasta que él, riendo y con paciencia de maestro, nos los iba señalando uno a uno, con aquellos dedos gordezuelos de manos que nunca trabajaron. Las increíbles historias de valientes exploradores, las intrépidas aventuras de bohemios viajeros amigos de nuestro viejo tío-abuelo acompañarían muchos de nuestros sueños en aquellas noches de verano.
Cuando llovía nos dejaban a los más pequeños (mis cinco primos, mis tres hermanos) jugando en la galería cubierta que bordeaba toda la fachada de la casa. Aquel enorme y soleado corredor tenía grandes ventanales con marcos de color azul y enfrente, en la otra pared, decenas de macetas colgadas con geranios blancos y fucsias, y de cuando en cuando, una pequeña tina en el suelo de donde brotaban los jazmines que endulzaban todo su aire. Olor a jazmín fresco de los días de lluvia en la vieja casa familiar. Perfume de la infancia.
Aguantábamos escasamente dos partidas a La Oca, quizás alguna más larga al Parchís, pero pronto nos cansábamos de aquellos juegos con normas para estar sentados, y nos íbamos cada uno por nuestro lado, haciendo de aquel gran pasillo colgado el escenario de nuestra imaginación.
La lluvia se escapaba por las canaleras rotas como cataratas, salpicando los adoquines y las jambas de las puertas. A mí me gustaba mirar aquellos charcos azules. En algunos, si quería el sol, a veces les nadaban arcos iris pequeñitos; otros, eran tan profundos que de ellos salían regatos violentos que arrastraban todo a su paso hasta sumergirse en torbellino dentro de la alcantarilla; en ellos, estaba segura, podrían nadar dos peces rojos como los del surtidor de la entrada. Recuerdo aquella gran bronca y que no me hubieran descubierto de no ser por el rastro de gotas de agua que salían del cuenco de mis manos, tan pequeñitas, tan apretadas llevando los peces… Devolverles un poquito al mar, no me sirvió de excusa para no quedarme sin paga tres domingos.
Por la calle apenas pasaba gente, de vez en cuando alguien debajo de un paraguas se aventuraba a ir hasta los soportales de la plaza. Allí se veían grupos de hombres con los cigarros en la boca: reían y hablaban al mismo tiempo. Estaban contentos, contentos de estar juntos una tarde de verano, contentos del sabor adormecido de la nicotina, contentos de sus cosechas y la lluvia.
Cuando me cansaba de mirarlos, probaba a hacer diana con el balcón de la casa de enfrente. Los proyectiles eran alguno de aquellos indios y vaqueros del fuerte que compartía con mis hermanos. No acertaba siempre. A veces se quedaban entre los huecos de las tejas, quietos junto a las acanaladuras, escondidos entre los líquenes y el musgo… Me imaginaba que desde allí nos vigilaban, que cuando nadie les veía sacaban sus cabecitas de plástico verde haciendo recuento de sus fuerzas (cada vez eran más sus efectivos en aquel universo del tejado naranja).

Al atardecer los mayores nos traían la merienda: para un día especial una merienda especial: chocolate caliente y aquellos bizcochos de la dolorcita, la vieja chacha de mi madre y de mis tías que siempre conocí viviendo con nosotros. Preparaban la mesa, y se estaba tan bien allí que todos decidían quedarse a merendar con nosotros en la galería, la lluvia fina salpicando los cristales de ventanas azules y el olor a jazmín. Muchas veces invitaban a alguna vecina, que pasaba a casa con su toquilla rosa sobre los hombros por que ya empezaba a refrescar, decía; incluso algunos amigos del papá: Don Tomás el farmacéutico, Don Joaquín el de la tienda de ultramarinos… o el que mejor me caía a mí, Don Luís, el veterinario al que yo solía acribillar a preguntas sobre cómo podría tenerse un caballo en aquella casa (el intento no me fue del todo bien… pero esa es otra historia.)
Echo de menos la lluvia. En los días de vacaciones en el pueblo, si llovía, y aunque mamá no nos dejara salir a la calle, el mundo venía a visitarnos
.

Albada 282





ÖTZI


(4 de marzo de 2012)



La tormenta lleva dos días sin parar. No creo que se alcance a distinguir mi forma humana desde lejos, quizás ya soy un pequeño montículo en medio de la oscuridad blanca. Sé que nadie vendrá a buscarme y si lo hicieran nunca me verían. Sólo queda la espera hasta ser una minúscula partícula bajo la nieve, un leve poso en la entraña azul. El viento me grita con voz aterradora. Apenas puedo mover los dedos, pero aún parpadeo. Lo hago lentamente y siento la quemadura del borde de los párpados al rozar con la nieve que ha congelado mis pestañas. Alcanzo a distinguir entre la ventisca el glacial azul que besa las orillas de los tres grandes picos. Cada vez más grande, más cerca, más dentro de mí. El corazón helado de las montañas hace pagar con la vida a quien lo mira, así rezaba el chamán, así lo repetían una y mil veces los viejos de la aldea. Ahora, en medio justo de aquella trampa brillante que inevitablemente se acerca, oigo en mi cabeza las músicas tribales, los mantras que nos protegían en el peligroso camino a la alta montaña, sortilegios y conjuros para los valientes guerreros al encuentro de lo remoto, de la victoria sobre lo desconocido. La herida en el hombro izquierdo ya no la noto, aquella flecha extraña me dolió más por lo inesperada. Sé que me desangro lentamente y que mientras el hielo cala, asciende, atraviesa una a una la linfa de mis huesos, yo me vacío sobre él y le pinto de rojo pequeños ríos que pronto se vuelven de cristal. Junto a la aljaba, tiradas a mis pies, hay más flechas manchadas con sangre de extranjero. Huyeron heridos cruzando el lago en sus barcas de cuero. En la bolsa cerrada, que no consiguieron llevarse, conservo todavía el cuchillo de pedernal, el hacha de cobre, la yesca para hacer el fuego, y, envueltas en madera, las setas curativas que mi mujer prepara.
Aquella mujer, aquellos hijos, la aldea al atardecer… la melancolía es tan azul, que la atraigo a mi corazón hasta estallarme.
Suena el preludio de Tristán e Isolda. Sobre la pantalla fluorescente del microscopio electrónico descansa el ADN mitocondrial de Ötzi (así lo han bautizado: Ötzi, el Hombre de los hielos).
Inclinado sobre el binocular, el investigador “sabe” por fin, tras más de 5.000 años, de aquel guerrero sepultado por el hielo de los Alpes. La genética le cuenta de sus ojos marrones, su metro cincuenta y nueve de estatura... 50 kilos, 46 años.
El científico, que vio anoche la última película de L. V. Trier, secuencia el genoma completo del cuerpo congelado. El individuo mantiene perfectamente conservados todos los tejidos de su organismo y órganos internos debido a un proceso de absoluta congelación producido por el frío extremado de la zona donde falleció, escribe en su informe. Se aprecia una predisposición hereditaria a episodios cardiovasculares, intolerancia a la lactosa; herida contusa en omoplato izquierdo… muerte por hemorragia traumática...
Una luz azul, en absoluto prevista, le obliga a levantar por un momento la frente del binocular; pero sólo es un instante, quizás fue su imaginación, en todo caso nada reseñable que añadir a su informe.
Desconectados ordenadores y microscopios, apagadas luces y cerradas puertas, en el silencio del laboratorio todavía quedan flotando entre probetas y pantallas las últimas notas del preludio de Tristán e Isolda. Melancholia orbita sobre la bóveda celeste, aguardando apocalipsis de un nuevo corazón.