EL SEÑOR S. Y SU PÍRRICA VICTORIA
(9 de octubre de 2011)
No les diré mi nombre. Me pueden llamar si quieren simplemente señor S., aunque no por ello estén dando por sentado que sea yo un hombre en vez de la despampanante morenaza con la que se cruzan algunos de ustedes camino del trabajo. No crean todo lo que les dicen y tampoco lo que leen... es de manual. También es de manual que un detective que se precie nunca debe decir como se llama, ni por supuesto dejar suponer que lo es. ¡Nada de pistas de la vida de un detective!. Como imaginarán la empresa suele ser harto difícil, especialmente cuando, como es mi caso, uno vive en una ciudad pequeña. Ser detective por ejemplo en una localidad como la mía es complicado… ¡ya quisiera yo ver aquí a Holmes, Dupin o Poirot!. Ni siquiera a la apacible miss Marple le sería sencillo hacer sus pesquisas sin riesgo de ser descubierta. Aunque finalmente, y pese a la falta de privacidad de mi ciudad (ya les digo que se parece poco a la imperturbable St Mary Mead), he de reconocer que, como la curiosa anciana inglesa sentenciaba al final de sus bien resueltos casos, “la gente es igual en todas partes”.
Y precisamente porque el ser humano es como es y además lo es con independencia de clase social o condición, me encuentro yo estos días inmerso hasta el cuello en un caso que me tiene, más que preocupado, obsesionado.
Cuando acepté hacerme cargo de él lo hice a regañadientes. No se siguen casos de divorcios, lo pone bien claro en el anuncio, le dije por teléfono a aquella voz sofocada. Sin embargo ni el mismísimo Marlowe habría hecho ascos a la considerable suma de dinero que el conocido personaje de mi ciudad (no hizo falta ni siquiera que se identificara pues lo reconocí al instante) me ofreció por encontrar pruebas de la infidelidad de su esposa.
Sería coser y cantar me dije mirando la foto de la estupenda señora de mi cliente. Su bonita cara me resultaba familiar claro, normal, ¡si aquí todo el mundo termina por ser conocido en mayor o menor tiempo!.
La estrategia fue la habitual: primero el perceptivo seguimiento encubierto, sin contacto inmediato con el individuo, en este caso “la individua”; y después, si no se consiguieran los objetivos –como así vino a suceder aquí– proceder a un marcaje más directo, forzando el trato o incluso la familiaridad si fuera necesario. Así que en mi afán por estar lo más cerca posible de “la sujeto”, y ya con menos disimulo, me apunté a su mismo gimnasio y a sus clases de acuarela; fui a los mismos conciertos y a las mismas películas, me senté en la terraza de la concurrida plaza a la hora justa en que ella tomaba su vermut con las amigas... Debo reconocer que hasta casi empecé a compartir con ella gustos y costumbres, no en balde me hice un corte de pelo en su misma peluquería y me compré ropa en las tiendas que ella frecuentaba. Lo normal no tardó en suceder: de tanto vernos o “coincidir” comenzamos a saludarnos; primero fue un breve “hasta luego” cuando nos cruzábamos en la calle; y más tarde, y como “por casualidad” estaba yo también en el mismo establecimiento, incluso me pidió opinión sobre un par de zapatos que dudaba en comprarse. Le hice fotos sola y acompañada, en la calle, desde el coche, y desde el interior de los locales… Completé así el grueso dossier y una tarde concerté una secreta entrevista con el marido en la cafetería más concurrida de la ciudad (es también de manual de detective que las cosas que no quieres que se sepan hay que hacerlas con normalidad y a la vista de la mayor cantidad de público)
A estas alturas se preguntarán, sin duda, cual fue el resultado de mis pesquisas, si la descubrí, si la pillé, al fin, con su presunto amante… Pero perdonen, debo atender ahora al marido al que veo ya esperándome en la mesa del fondo (hay que saber ser también discreto dentro de la “naturalidad”...).
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