Albada 301



Office at night, Edward Hopper
DIABLOS
(22 de Julio de 2012)

Ya está ahí fuera, le reconoce aunque ya no le ve la cara. ¡Mejor, no le ha gustado nada lo que ha visto! Aquel pobre diablo acaba de abandonar el despacho con una expresión en el rostro muy distinta de la que tenía cuando entró. Por el tiempo que ha tardado en aparecer en la calle, adivina cuánto le ha costado bajar cada escalón, cada peldaño, desde el segundo piso (no ha oído que cogiera el viejo ascensor). Parece que le está viendo secarse el sudor de la frente (durante la entrevista ha conseguido estar sereno hasta el final) con un pañuelo blanquísimo, con tres iniciales bordadas tras tres puntos y exquisitamente planchado, parándose, apenas un par de segundos, antes de abrir con cierta dificultad la gran puerta de rejería modernista que da acceso a la entrada principal de la finca; lo hace (lo hará, sin ninguna duda, piensa) con un pequeño esfuerzo, porque no tiene una complexión vigorosa, más bien es delgado, tirando a alfeñique, a flojo, a poca cosa, así se lo describió su secretaria tras atenderle por primera vez, cuando acudió a la oficina para pedir cita; no llamó por teléfono antes, sino que fue él mismo allí, preguntando de manera directa, sin titubear, escudriñándolo todo, exigiendo resultados de antemano. Dato a considerar, apuntaría ese día entre sus notas del caso: persona de naturaleza desconfiada, controladora, que incluso en un asunto como éste, tan delicado, tan íntimo, necesita asegurarse al cien por cien de los resultados, como si se tratara de uno más de sus múltiples y pingües negocios. Este hombre, incapaz de delicadezas o de la más mínima perspicacia se sentó en su despacho con la misma segura prepotencia con que lo haría frente a su propio contable. Poco dotado para leer “las sutilezas del alma”, siguió escribiendo en sus notas él, cerrado y terco como un bruto, lo describió su secretaria después de que le tocara soportar un interrogatorio minucioso e insistente sobre en qué consistirían los informes y si aumentando la cuantía de los honorarios tendría la documentación en menos de veinticuatro horas... ¡rapidez y eficiencia, ese es mi lema!, les dijo con una sonrisa torva que pretendía ser simpática.
Se enciende de nuevo el puro. Lo cierto es que está casi sin empezar; cuando su eficiente secretaria le avisó que el cliente M. A. Z. subía por el ascensor le dio tiempo a apagarlo y dejarlo en el cenicero del cuarto de al lado (la socorrida habitación que le servía lo mismo para echar una cabezada a media mañana o como almacén de los centenares de carpetas de expedientes). Le dio tiempo, incluso, para abrir un poco el balcón y espantar el ligero humo. Aquel balcón. De siempre había tenido esa costumbre: retirar un poco la cortina y mirar el caminar del cliente que se acabara de marchar. Le decían mucho cómo eran sus movimientos, como se iba meciendo la silueta al tiempo que se alejaba, sus andares, resueltos o tímidos, la corpulencia o la fragilidad, la rectitud o curvatura de la espalda… ¡todos eran datos a considerar!
Le ve cruzar con pasos lentos la acera y pararse un poco dubitativo delante del cruce, son sólo dos segundos de indecisión porque al final no cambia de dirección y sigue recto por la avenida (él sabe que esa es la dirección que le conduce más rápidamente a casa); su paso cada vez se va haciendo más seguro, más rápido y firme, casi corre, se entremezcla con la gente, a veces hasta la roza, diríase, aún por la espalda, que se le nota alegre... sí, parece que el tipo está contento, relajado… pero a él no se le escapa esa ligera caricia al bolsillo interior de la chaqueta, una vez, dos veces.
Se gira veloz, brusco y casi grita el nombre de la secretaria. Pero no hace falta gritar, ella ya está junto a él, mirando, también discretamente, por el balcón, a la espera de sus órdenes. Llama inmediatamente a la esposa de Miguel Ángel Zenón, dile que tenía razón, que su marido la mataría si se enterase de que le engañaba, que sólo buscaba evidencias de lo que ya sospechaba. Avísale del peligro que corre, que se vaya, rápido, de su domicilio, que él ya lo sabe todo, que le acabamos de entregar las pruebas y va hacia su casa cargado de malas intenciones y una pistola en el bolsillo.
Sólo cuando la secretaria le confirma que el “recado” ha sido entendido por la cliente, llama a la comisaría más cercana. Ellos, allí, se encargarán del resto, sin preguntarle demasiado, piensa cuando cuelga ya totalmente tranquilo… son muchos años, son ya más que viejos conocidos.
El detective camina ahora por la acera de la avenida, se entremezcla con la gente, a veces le rozan. Es casi de noche y los escaparates han encendido sus luces de neón. Mientras vuelve a casa siente un escalofrío que le recorre la espalda, toda su columna parece habérsele paralizado de pronto como si una mirada en su nuca la hubiera recorrido entera. Deshecha la idea de inmediato y sonríe mientras su paso cada vez se va haciendo más rápido y firme, casi corre, incluso parece acariciar el bolsillo interior de su chaqueta, una vez, dos veces.

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